Daba igual. Era demasiado tarde para lamentarlo, o demasiado pronto. Así que la siguió sumiso cuando se encaminó al dormitorio, se dejó caer en la enorme cama de matrimonio con somier, gruesas mantas y edredón, y observó cómo se desvestía a oscuras. La cama era como la que él tenía de niño, cuando no había más que una bolsa de agua caliente para combatir el frío, montones de mantas rasposas y edredones. Camas pesadas y sofocantes, la antítesis del descanso.
Daba igual.
A Rebus no le deleitaban los detalles de aquel cuerpo recio y tuvo que dirigir el pensamiento hacia otras cosas; sus manos en aquellos pechos bien sobados le recordaban sus últimas noches con Rhona; tenía unas pantorrillas gruesas, al contrario que Gill, y un rostro marcado por la experiencia, pero era una mujer y estaba con él, así que se abstrajo de todo, la estrechó entre sus brazos y se dispuso a pasarlo bien. Pero le agobiaba la pesadez de aquella cama; era como estar en una jaula, se sentía pequeño, atrapado y aislado del mundo. Intentó rechazar aquella idea, aquel recuerdo de Gordon Reeve y él, sentados los dos a solas, oyendo los gritos en las otras celdas, mientras aguantaban y resistían, juntos de nuevo. Vencedores, pero derrotados. Su corazón latía al compás de los gemidos de ella, y ahora le sonaban alejados. Sintió que una primera oleada de repugnancia absoluta le golpeaba el estómago como una porra, y sus manos subieron hasta la garganta fofa y blanda del cuerpo que tenía debajo. Ahora oía unos gemidos inhumanos, como proferidos por un gato o una plañidera; apretó más y sintió en los dedos cómo la tela de la sábana aprisionaba la piel, arrastrándole sin remisión a un mortífero fin, ponzoñoso. No tendría que haber sobrevivido. Debería haber muerto entonces, en aquellas celdas malolientes como pocilgas, bajo los chorros a presión y los incesantes interrogatorios. Pero había sobrevivido. Había sobrevivido y se estaba corriendo.
«Él solo, totalmente solo.
»Y los gritos.
»Los gritos.»
Rebus sintió debajo de él un borboteo en el momento en que su cabeza iba a estallarle y cayó desmayado sobre aquel cuerpo medio asfixiado, como si alguien hubiera accionado un interruptor.
Capítulo 16
Se despertó en una habitación blanca que le recordaba mucho la del hospital en que abrió los ojos tras la crisis nerviosa que sufrió años atrás. De afuera llegaban ruidos amortiguados, y se sentó en la cama con un fuerte dolor de cabeza. ¿Qué había ocurrido? Dios, aquella mujer, aquella pobre mujer. ¡Había intentado matarla! Estaba borracho, muy borracho. Dios bendito, había intentado estrangularla, ¿no? Por el amor de Dios, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué?
Un médico abrió la puerta.
– Ah, señor Rebus, veo que ha despertado. Bien. Vamos a trasladarle a un pabellón. ¿Cómo se encuentra?
Se acercó a tomarle el pulso.
– Creemos que es simple agotamiento. Agotamiento nervioso. Su amiga llamó a la ambulancia…
– ¿Mi amiga?
– Sí, dijo que se desmayó. Según nos han informado sus superiores, ha estado trabajando con mucho empeño en un caso de homicidio. Es simple agotamiento. Necesita descanso.
– ¿Dónde está mi… amiga?
– No lo sé. En casa, supongo.
– Según ella, ¿simplemente me desmayé?
– Exacto.
Rebus sintió un gran alivio. No había contado nada. Sintió de nuevo punzadas en la cabeza. El doctor tenía las muñecas vellosas y muy limpias; le puso un termómetro en la boca, sonriéndole.
¿Sabría lo que estaba haciendo antes de desmayarse? ¿O su amiga lo vistió antes de llamar a la ambulancia? Tenía que ponerse en contacto con aquella mujer. No sabía exactamente dónde vivía, pero lo sabrían los de la ambulancia; ya lo averiguaría.
Agotamiento. No se sentía agotado. Comenzaba a sentirse descansado y, aunque algo desconcertado, bastante tranquilo. ¿Le habrían dado algo cuando estaba inconsciente?
– ¿Pueden traerme un periódico? -farfulló con el termómetro en la boca.
– Le diré a un ordenanza que se lo traiga. ¿Quiere que llamemos a alguien? ¿Un familiar o un amigo?
Rebus pensó en Michael.
– No -contestó-, no llamen a nadie. Sólo quiero un periódico.
– Muy bien -dijo el médico cogiendo el termómetro y anotando la temperatura.
– ¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí?
– Dos o tres días. Quiero que le examine un psiquiatra.
– De psiquiatra, nada. Lo que quiero son unos libros.
– Veremos qué puede hacerse.
Rebus volvió a recostarse, más relajado y decidido a dejar que las cosas siguieran su curso. Se quedaría allí descansando, aunque no lo necesitara, y dejaría que se ocupasen los demás del caso. Que se fastidiasen. Anderson, Wallace y Gill Templer.
Pero le vino a la mente el pensamiento de sus manos apretando aquella garganta avejentada y se estremeció. Era como una mente ajena. ¿Había estado a punto de matar a esa mujer? ¿No sería, quizá, necesario que le viera un psiquiatra? Las preguntas acentuaban su dolor de cabeza. Trató de no pensar en nada, pero las imágenes de su viejo amigo Gordon Reeve, de su nueva amante Gill Templer y de la mujer con quien la había engañado y a la que había estado a punto de estrangular, regresaron a su mente y bailaron en su cabeza hasta hacerse borrosas. Pero enseguida se quedó dormido.
– ¡John!
Se acercó diligente a la cama, con fruta y una bebida energética en las manos. Iba maquillada y vestía de calle. Le dio un beso en la mejilla; Rebus olió el perfume francés y atisbo de reojo, con cierta mala conciencia, el escote.
– Hola, inspectora Templer -dijo-. Adelante -añadió levantando una esquina de la sábana.
Ella se echó a reír y arrastró junto a la cama una silla de rígida estructura. En el pabellón entraban otras visitas, hablando en voz baja por respeto a los enfermos, pero Rebus no se sentía enfermo.
– ¿Cómo estás, John?
– Muy mal. ¿Qué me has traído?
– Uvas, plátanos y naranjada. Muy poco original, me temo.
Rebus cogió un grano de uva y se lo metió en la boca, dejando a un lado la novelucha que había estado leyendo sin muchas ganas.
– Inspectora, hay que ver lo que tengo que hacer para conseguir una cita contigo -comentó balanceando la cabeza.
Gill sonrió, nerviosa.
– Estábamos preocupados por ti, John. ¿Qué te ocurrió?
– Que me desmayé. En casa de una amiga, figúrate. No es nada grave. Sólo me quedan unas semanas de vida.
Gill le dirigió una sonrisa cálida.
– Dicen que es por exceso de trabajo -comentó ella haciendo una pausa-. ¿A qué viene eso de «inspectora»?
Rebus se encogió de hombros y la miró enfurruñado. A su mala conciencia se mezclaba el recuerdo del desplante que ella le había hecho, aquel desaire que dio origen a todo lo que pasó después. Volvió a su papel de paciente, dejando hundir la cabeza en la almohada.
– Estoy muy enfermo, Gill. Muy enfermo para contestar preguntas.
– Bien, en ese caso no te pasaré los cigarrillos que me ha dado Jack Morton.
Rebus volvió a incorporarse.
– Que Dios le bendiga. ¿Dónde están?
Ella sacó dos cajetillas del bolsillo de la chaqueta y las introdujo bajo la sábana. Él le agarró la mano.
– Te echo de menos, Gill.
Ella sonrió sin retirar la mano.
Dado que la visita sin límite de tiempo era prerrogativa de la policía, Gill permaneció dos horas con él contándole cosas de su vida y haciéndole preguntas sobre la suya. Ella había nacido después de la guerra en una base aérea de Wiltshire. Le explicó que su padre era mecánico de la RAF.
– Mi padre -dijo Rebus- sirvió en el ejército durante la guerra. Me concibieron en uno de sus últimos permisos. Era hipnotizador profesional. -Siempre que lo mencionaba, su interlocutor solía enarcar una ceja, pero Gill Templer no mostró ninguna sorpresa-. Actuaba en auditorios y teatros, y a veces, en verano, en Blackpool, Ayr y sitios por estilo, así que siempre sabíamos que pasaríamos las vacaciones fuera de Fife.