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A Gill Templer, cuando pensó en ello más tarde, le llamó la atención un detalle. Las niñas no podían haber sido raptadas en una tienda; habría sido imposible sin que se produjeran gritos o alguien lo hubiera visto. Pero alguien había declarado haber visto a una niña con el mismo aspecto que Mary Andrews -la segunda víctima- subir la escalinata de la National Gallery hacia el Mound. Iba sola y parecía contenta. Tal vez, se dijo Gill, porque había escapado a la tutela de su madre. ¿Por qué? ¿Para acudir a escondidas a alguna cita con alguien a quien había conocido y que resultó ser el asesino? En tal caso, se diría que todas las niñas habían conocido al asesino; por tanto, algo tendrían en común. Sin embargo, iban a distintos colegios, tenían distintos amigos, edades distintas. ¿Cuál era el común denominador?

Se dio por vencida cuando empezó a dolerle la cabeza. Además, había llegado a la calle donde vivía John y tenía otras cosas en qué pensar. Él le había pedido que le llevara una muda para cuando le dieran el alta, que mirase si tenía correo y comprobase si funcionaba la calefacción central. Le había dado la llave; mientras subía la escalera tapándose la nariz para evitar el olor a meados de gato, sintió que había un vínculo entre ella y John Rebus. Se preguntaba si la relación iba a convertirse en algo serio. Era un buen hombre, aunque con alguna obsesión, algún secreto. Tal vez era eso lo que a ella le gustaba.

Abrió la puerta del piso, recogió las cartas de la moqueta y echó una mirada al interior. En la puerta del dormitorio recordó aquella apasionada noche; el olor aún parecía flotar en el aire.

El piloto del radiador estaba encendido; Rebus se sorprendería cuando se lo dijera. Tenía muchos libros; claro, su mujer era profesora de literatura. Recogió algunos del suelo y los colocó en los estantes vacíos del mueble. En la cocina se preparó café, se sentó a tomarlo y miró el correo: una factura, una circular y una carta con el nombre mecanografiado echada al correo en Edimburgo hacía tres días. Las guardó en el bolso y cuando fue a mirar en el armario advirtió que el cuarto de Samantha seguía cerrado con llave. Más recuerdos suprimidos. Pobre John.

* * *

A Jim Stevens se le acumulaba el trabajo. El Estrangulador de Edimburgo se estaba convirtiendo en un personaje importante; no se podía ignorar a aquel malnacido, aunque uno tuviera mejores cosas que hacer. Stevens disponía de un equipo de tres personas que trabajaban con él en las noticias y artículos del diario. Los malos tratos a niños en Inglaterra eran la noticia del día; las cifras eran horripilantes, pero era más horripilante la sensación de estar perdiendo el tiempo mientras esperaban que apareciera otra niña asesinada o que desapareciera otra criatura. Edimburgo era una ciudad desierta. Los niños no salían de casa y los pocos que se veían por la calle corrían como desesperados. Stevens quería dedicar sus esfuerzos al caso de las drogas, a reunir pruebas y desenmascarar la conexión con la policía; pero tenía encima a Tom Jameson a todas horas del día, entrando y saliendo de su despacho: «¿Y ese original, Jim? A ver si te ganas el sueldo, Jim. ¿Cuándo es la próxima rueda de prensa, Jim?» Stevens salía quemado al cabo de la jornada. Así que decidió interrumpir su investigación sobre el caso Rebus. Era una lástima, porque al estar la policía totalmente ocupada en aquellos asesinatos, quedaba el campo libre para otros delitos, incluido el tráfico de drogas. La mafia de Edimburgo debía de estar en la gloria. Había publicado el artículo sobre el «burdel» de Leith con la esperanza de obtener alguna información a cambio, pero los capos no entraban en el juego. Bueno, que les dieran. Ya llegaría su momento.

Cuando ella entró en el pabellón, Rebus leía una Biblia, cortesía del hospital; la monja, al enterarse de su petición, le preguntó si quería un cura o un pastor, posibilidad que él rechazó enérgicamente. Estuvo hojeando complacido -más que complacido- algunos de los mejores pasajes del Antiguo Testamento y refrescando su memoria acerca del vigor y la fuerza moral de los mismos. Leyó la historia de Moisés, de Sansón y de David, y a continuación el Libro de Job, y encontró en él una fuerza que creía olvidada:

Dios se ríe del sufrimiento de los inocentes,

la tierra es entregada en manos de los impíos

y él cubre el rostro de los jueces,

si no es él, ¿quién es?

Si yo dijere: olvidaré mi queja,

dejaré mi triste semblante y me esforzaré,

me turban todos mis dolores;

sé que no me tendrán por inocente.

Yo soy impío.

¿Para qué esforzarme en vano?

Aunque me lave con aguas de nieve.

Rebus sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal a pesar de que la calefacción del pabellón era agobiante, y su garganta imploraba agua. Mientras se servía un poco de agua tibia en un vaso de plástico vio llegar a Gill con unos tacones menos escandalosos y dirigirle una sonrisa que animaba el pabellón. Algunos enfermos la miraban con admiración. Rebus sintió una repentina alegría de marcharse aquel mismo día de allí. Dejó a un lado la Biblia y la saludó con un beso en el cuello.

– ¿Qué me traes?

Cogió el paquete de sus manos y vio que era una muda.

– Gracias -dijo-. Creía que esta camiseta no estaba tan limpia.

– Y no lo estaba -comentó ella riendo y acercando una silla-. Tenías toda la ropa sucia y he tenido que lavarla y plancharla con verdadero riesgo para mi salud.

– Eres un ángel -comentó él dejando el paquete a un lado.

– Por cierto, ¿qué leías en la Biblia? -preguntó ella dando unos golpecitos en la tapa de imitación de cuero.

– Oh, no gran cosa; hojeaba el Libro de Job que leí hace mucho tiempo. Ahora me parece aún más terrible. El hombre que duda, que clama a Dios buscando una respuesta y oye que «Dios ha entregado la tierra en manos de los impíos», como dice un versículo, o bien este otro: «¿Para qué esforzarse en vano?».

– Qué interesante. ¿Y persiste en esforzarse?

– Sí, eso es lo increíble.

Trajeron el té y la joven enfermera tendió una taza a Gill. Les había llevado un plato con galletas.

– Te he traído unas cartas del piso, y aquí está la llave -dijo tendiéndole la pequeña Yale. Pero Rebus sacudió la cabeza.

– Quédatela, por favor -dijo-. Tengo un duplicado.

Se miraron en silencio.

– De acuerdo -dijo finalmente Gill-. Gracias.

Acto seguido le entregó las tres cartas y él examinó los sobres.

– Ya veo que ahora las envía por correo -dijo abriendo la última misiva-. Este tipo está obsesionado conmigo -añadió-. Yo le llamo el señor Nudos. Es mi chiflado particular.

Gill observó con interés cómo Rebus leía la carta. Era más larga que de costumbre.

SIGUES SIN ADIVINARLO, ¿VERDAD? NO TIENES NI IDEA. NI UNA SOLA IDEA EN TU CABEZA. Y AHORA ESTO ESTÁ A PUNTO DE ACABAR, A PUNTO DE ACABAR. NO DIRÁS QUE NO TE DI UNA OPORTUNIDAD. ESO NO PUEDES DECIRLO. FIRMADO.

Rebus sacó del sobre una cruz hecha con cerillas.

– Ah, veo que hoy es el señor Cruz. Bueno, a Dios gracias, esto está a punto de acabar. Supongo que le aburre.

– ¿De qué se trata, John?