– ¿Y bien, Rebus? -inquirió Anderson cuando Gill hubo concluido-. ¿Qué dice usted de todo eso? ¿Podría tratarse de alguien que tuviera motivos para informarle de sus planes? Quiero decir, ¿el estrangulador le conoce a usted?
Rebus se encogió de hombros, sonríe que te sonríe.
Jack Morton, en el interior de su coche, anotó unas observaciones en el informe. Visita e interrogatorio al sospechoso; despreocupado y atento. Otra pista sin resultados, quería escribir. Otra maldita pista inútil. El vigilante del aparcamiento se acercaba mirándole con enfado para atemorizarle. Morton suspiró, dejó el bolígrafo y mostró el carné. Lo de siempre.
Rhona Phillips se puso el impermeable. Era un día de finales de mayo y la lluvia azotaba las casas como en un paisaje al óleo. Dio un beso de despedida a su amante poeta de pelo ensortijado, que estaba mirando la televisión, y salió de casa buscando en el bolso las llaves del coche. Desde hacía unos días recogía a Sammy en el colegio, a pesar de que estaba a menos de dos kilómetros de distancia, y la acompañaba también a la biblioteca a la hora del almuerzo, sin dejar que se apartara de ella. No quería arriesgarse mientras aquel psicópata andará suelto. Se dirigió rápidamente hacia el coche, subió y cerró de golpe la portezuela. La lluvia de Edimburgo era una maldición; calaba hasta los huesos, impregnaba los edificios empapados y los recuerdos de los turistas. Y duraba días, llenaba los charcos, rompía matrimonios, hacía tiritar, era mortal, omnipresente. El prototipo de postal enviada desde Edimburgo rezaba: «Edimburgo precioso. Gente muy reservada. Ayer vi el Castillo y el monumento a Escocia. Es una ciudad pequeña, casi un pueblo. Si estuviera dentro de Nueva York, pasaría desapercibida. El tiempo podría ser mejor».
El tiempo podría ser mejor. El arte del eufemismo. Lluvia, lluvia asquerosa. Era típico, justo cuando tenía el día libre. También era típico que ella y Andy hubiesen discutido. Y ahora allí lo tenía, en el sillón, sentado sobre las piernas. Lo de siempre. Y por la tarde tenía que corregir exámenes. Menos mal que habían empezado los exámenes. Aquellos días los chicos estaban más calladitos en clase, los mayores afectados por la fiebre o por la apatía ante el examen y los más jóvenes viendo en el rostro de víctima de los docentes la imagen de su irremediable futuro. Era una época interesante del año. Y pronto esos temores afectarían a Sammy, mejor dicho Samantha, porque era casi ya una mujer. Para una madre eso acarreaba otros temores: los peligros de la adolescencia, de experimentar cosas nuevas.
La observó desde el Escort, mientras sacaba el coche del camino de entrada haciendo marcha atrás. Perfecto. Tendría que esperar unos quince minutos. Cuando desapareció el coche, él aparcó el suyo frente a la casa y examinó las ventanas. Ahora estaría su novio solo. Salió del coche y caminó hacia la puerta.
Rebus volvió al centro de operaciones tras la reunión con Anderson, sin imaginarse que éste había decidido ponerlo bajo vigilancia. El centro de operaciones era un caos. Había papeles por todas partes, un ordenador en un rincón, y mapas y listas de tareas cubriendo totalmente las paredes.
– Tengo una reunión -dijo Gill-. Nos vemos más tarde. Oye, John, yo creo que hay una conexión. Llámalo intuición femenina u «olfato» policial, lo que quieras, pero lo digo en serio. Piénsalo. Piensa en alguna posible venganza, por favor.
Él asintió con la cabeza y la vio alejarse camino de su despacho, situado en otra parte del edificio. Ya ni sabía cuál era su mesa. Miró a su alrededor y vio que todo estaba de otra manera, como si hubieran cambiado las mesas de lugar o las hubieran agrupado. Sonó el teléfono en la que tenía al lado y, aunque había otros agentes y telefonistas más cerca, lo descolgó él, como si fuera un gesto para reintegrarse en la investigación. Rogó al cielo que no fuese él el objeto de la investigación, pero lo hizo sin fe.
– Centro de operaciones -dijo-. Sargento Rebus al habla.
– ¿Rebus? Qué apellido tan raro. -Era una voz de hombre mayor pero vivaz, sin duda de alguien bien educado-. Rebus -repitió como si tomara nota.
Rebus miró con desconfianza el teléfono.
– ¿Cuál es su nombre, señor?
– Ah, soy Michael Eiser, E-I-S-E-R, profesor de literatura inglesa en la universidad.
– Ah, dígame, señor -replicó Rebus cogiendo un bolígrafo y anotando el nombre-. ¿En qué puedo ayudarle?
– Bien, señor Rebus, se trata más bien de en qué puedo ayudar yo, aunque podría estar equivocado, por supuesto. -Rebus se imaginó al que llamaba, suponiendo que no se tratara de un falsario: un hombre de pelo ensortijado, con pajarita, traje de tweed no muy planchado, zapatos antiguos y que movía las manos al hablar-. Me interesan los acertijos, ¿sabe? De hecho, estoy escribiendo un libro sobre el tema que se titula Ejercicios de lectura y respuestas exegéticas orientativas. Menciono en él los acrósticos en los que la primera letra de cada palabra forma otra palabra, un juego tan viejo como la literatura. Sin embargo, el grueso del libro trata sobre su aparición en obras actuales, de Nabokov, Burgess y otros autores. Naturalmente, el acróstico constituye una pequeña parte de otros muchos recursos que los escritores utilizan para entretener o convencer a sus lectores.
Rebus trató de interrumpirle, pero el desconocido no paraba y tuvo que seguir escuchando, preguntándose si sería la llamada de un chiflado y si debería colgar por las buenas, claro que eso sería una infracción del reglamento. Tenía cosas más importantes que hacer y le dolía la espalda.
– … Y el caso, señor Rebus, es que he advertido casi por azar una especie de pauta en la elección que hace el asesino de sus víctimas.
Rebus se sentó en el borde de la mesa y apretó el bolígrafo como si quisiera estrujarlo.
– ¿Ah, sí? -dijo.
– Sí. Tengo ante la vista una hoja con los nombres de las víctimas. Tal vez habría debido advertirlo antes, pero no se me ocurrió hasta hoy, al leer un artículo en el periódico que mencionaba a esas pobres niñas. Yo suelo leer el Times, ¿sabe?, pero esta mañana no pude encontrarlo y compré otro periódico, y allí lo vi. Puede que no sea nada, una simple casualidad, pero puede que no. Decídanlo ustedes mismos. Yo me limito a ofrecerles mi propuesta.
Jack Morton, expulsando humo a su alrededor, entró en la sala y, al ver a Rebus, le saludó con la mano. Rebus movió la cabeza en respuesta. Jack tenía aspecto de estar rendido. Todos lo tenían, y allí estaba él, fresco como una rosa después de una temporada de descanso y relajación, escuchando por teléfono las elucubraciones de un lunático.
– ¿Qué propuesta exactamente, profesor Eiser?
– Bueno, ¿no lo ve? Los nombres de las víctimas, en orden, son Sandra Adams, Mary Andrews, Nicola Turner y Helen Abbot. -Jack se acercó cabizbajo a la mesa de Rebus-. Si formamos un acróstico con nombres y apellidos obtenemos la palabra Samantha. ¿La próxima víctima del asesino, tal vez? O quizá sea una simple casualidad y no exista ningún juego.
Rebus colgó de golpe, se alejó rápidamente de la mesa y tiró de la corbata a Morton. Éste jadeó y el cigarrillo se le cayó de los labios.
– Jack, ¿tienes el coche ahí fuera?
Morton, casi sin respiración, asintió con la cabeza.
Santo cielo, santo cielo, así que era cierto. Tenía que ver con él. Samantha. Todas las pistas, los asesinatos eran un mensaje para él. «Dios mío, ayúdame por favor.»
Su hija iba a ser la siguiente víctima del estrangulador.
Rhona Phillips vio el coche aparcado delante de su casa, pero no le dio importancia. Lo único que quería era librarse de aquella lluvia. Echó a correr hacia la puerta de la casa, con Samantha siguiéndola de mala gana, y abrió.