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– ¡Es horrible salir de casa! -exclamó desde el vestíbulo en dirección al cuarto de estar.

Se quitó el impermeable y vio el televisor encendido y a Andy en el sillón, con las manos atadas a la espalda, amordazado con esparadrapo y un cordel de bramante colgándole del cuello.

Rhona iba a lanzar el grito más aterrador de su vida cuando un objeto pesado le golpeó en la cabeza, haciéndola caer desvanecida sobre las piernas de su amante.

– Hola, Samantha -dijo una voz que le resultó familiar, pero como iba enmascarado no pudo reconocer su sonrisa.

El coche de Morton cruzó veloz la ciudad con la luz azul parpadeante, como si le persiguiera el demonio. Rebus le explicaba detalles por el camino, pero estaba demasiado alterado para hacerse entender; y Jack Morton, demasiado atento al tráfico para prestar atención. Habían pedido ayuda: que enviasen un coche al colegio, por si aún no se habían marchado, y dos coches a la casa, advirtiendo que el estrangulador podía estar allí. Había que ir con cuidado.

El coche cruzó Queensferry Road a ciento treinta, dio un giro demencial a través del tráfico que circulaba en dirección contraria y se internó en el pulcro barrio donde vivían Rhona y Samantha, y ahora también el amante de Rhona.

– Dobla ahí -gritó Rebus alzando la voz por encima del ruido del motor.

Al entrar en la calle vieron los dos coches patrulla estacionados delante de la casa y el coche de Rhona, cual llamativo símbolo de futilidad, en el camino de entrada.

Capítulo 20

Querían administrarle sedantes pero se negó a tomar ningún medicamento. Le pidieron que se fuera a casa, pero no les hizo caso. ¿Cómo podía irse a casa con Rhona hospitalizada allí mismo? ¿Con su hija secuestrada, con su vida destrozada y convertida un guiñapo? Caminó de un lado a otro por la sala de espera del hospital. Les dijo que se encontraba bien. Sabía que Gill y Anderson esperaban en el pasillo. Pobre Anderson. Observó a través de la mugre de la ventana a las enfermeras caminar bajo la lluvia, entre risas, con las capas ahuecadas por el viento como en una vieja película de Drácula. ¿Cómo podían reírse? La niebla comenzaba a acumularse en los árboles, y las enfermeras, sin dejar de reír, ajenas al sufrimiento del mundo, se perdieron en la niebla como si un Edimburgo del pasado las hubiese engullido en su leyenda llevándose con ellas toda la risa del mundo.

Empezaba a anochecer y el sol era ya un recuerdo tras el cortinaje de nubes. Los pintores religiosos de la Antigüedad debieron de conocer cielos como aquél, y aceptaron ese color cárdeno de las nubes como un signo de la presencia de Dios, una manifestación de su poder creador. Rebus no era pintor y sus ojos no captaban la belleza en la realidad sino a través de las imágenes impresas. En aquella sala de espera tuvo el convencimiento de que su vida había sido una aceptación de experiencias secundarias -la experiencia de leer las ideas de otro- en detrimento de la vida real. Bien, pues ahora allí la tenía, cara a cara: volvió a verse a sí mismo en el regimiento de paracaidistas, en los SAS, cuando era la viva imagen del agotamiento, angustiado, con los músculos en tensión.

Una vez más volvía a revivirlo todo. Golpeó la pared con las palmas de las manos, como si fueran a cachearle. Sammy se encontraba en algún lugar en manos de un maníaco, y él, allí, pensando en elogios funerarios, disculpas y comparaciones. No era suficiente.

En el pasillo, Gill concentraba su atención en William Anderson. A él también le habían dicho que se fuese a casa. Tras reconocerlo un médico para evaluar los efectos del shock, le recomendaron que permaneciera una noche en observación.

– No pienso moverme de aquí -dijo Anderson con fría determinación-. Si todo esto tiene algo que ver con John Rebus, quiero tenerle cerca. De verdad, me encuentro bien. -Pero no era cierto. Estaba aturdido y arrepentido, desconcertado por todo lo que había pasado-. Es inconcebible -le comentó a Gill Templer-. Es increíble que todo fuese un simple preludio al secuestro de la hija de Rebus. Es inverosímil. Ese tipo tiene que ser un trastornado. ¿Seguro que John no tiene alguna idea respecto a quién puede ser el asesino?

Gill Templer estaba pensando lo mismo.

– ¿Por qué no nos lo ha dicho? -prosiguió Anderson, y, de repente, recuperó su condición de padre y comenzó a sollozar-. Andy, mi Andy -balbució, tapándose la cara con las manos y permitiendo que Gill le pasara el brazo por sus hombros caídos.

John Rebus, mientras miraba cómo oscurecía, pensaba en su matrimonio y en su hija. Su hija Sammy.

«Para quienes leen entre épocas.»

¿Qué era lo que estaba reprimiendo? ¿Qué era lo que había rechazado durante todos aquellos años, desde que estuvo en la costa de Fife, sufriendo el último ataque de depresión y cerrando el pasado con el aplomo de quien le cierra la puerta a un testigo de Jehová? No era tan fácil. El mensajero indeseado se había tomado su tiempo y ahora había decidido aparecer y entrar de nuevo en su vida. Trabando con el pie la puerta. La puerta de la percepción. ¿De qué le servía interpretarlo ahora? ¿Tan débil era el hilo de su fe? Samantha, Sammy, su hija. «Dios bendito, que no le ocurra nada. Dios bendito, que no muera.»

«John, tú tienes que saber quién es.»

Pero él negó con la cabeza, regando con sus lágrimas los pliegues del pantalón. No lo sabía, no, no. Era Nudos. Era Cruces. Ya no le decían nada aquellos nombres. Nudos y cruces. Le enviaban nudos y cruces, bramante y cerillas; un galimatías, como había dicho Jack Morton. Simplemente eso. Dios bendito.

Salió al pasillo y se acercó a Anderson, que parecía una pieza de naufragio a punto de ser recogida por un camión de residuos. Se dieron un abrazo para infundirse ánimos mutuamente; eran dos viejos enemigos que de pronto se habían dado cuenta de que estaban en el mismo bando, y se abrazaban llorosos, desahogándose por todos aquellos años pateándose las calles impávidos e imperturbables. Ahora se mostraban como seres humanos, como todo el mundo.

Finalmente, después de que le informaran de que Rhona había sufrido una fractura craneal y de que le permitieran verla un momento, conectada a un respirador, Rebus permitió que lo llevaran a casa. Rhona estaba fuera peligro. Ya era algo. Mientras que Andy Anderson yacía en una mesa del depósito de cadáveres para que los forenses examinasen sus restos. Pobre Anderson; pobre hombre, pobre padre, pobre policía. Ahora el caso era una cuestión personal. Se había convertido en algo mucho más fuerte de lo que se hubieran podido llegar a imaginar. Ahora les movía el rencor.

Por fin tenían una descripción, aunque no muy buena. Una vecina había visto al hombre llevando a la niña al coche, un vehículo de color claro, dijo. Un coche corriente y un hombre corriente; no muy alto, rasgos duros. Caminaba muy deprisa y ella no se pudo fijar bien.

Apartarían a Anderson del caso, y también a Rebus. Ahora era un asunto de mayor magnitud: el estrangulador había allanado un domicilio y había perpetrado un asesinato allí mismo. Había ido muy lejos. Los periodistas y los fotógrafos apostados delante del hospital querían conocer más detalles. El director Wallace convocaría una conferencia de prensa. Los lectores y los curiosos también querían más detalles. Era una noticia bomba. Edimburgo, capital europea del crimen. El hijo de un inspector jefe asesinado y la hija de un sargento de policía secuestrada y posiblemente muerta, a aquellas alturas.

¿Qué podía hacer salvo sentarse y esperar a que llegase otra carta? Estaría mejor en su piso, por oscuro y vacío que le pareciera, por mucho que le recordara una celda. Gill prometió ir a verle más tarde, después de la conferencia de prensa. Pondrían vigilancia delante de su casa, en un coche camuflado, por supuesto, pues no sabían hasta qué punto podía llegar el estrangulador.