Dijo adiós con la mano desde el coche y arrancó. Llegaría a Edimburgo al cabo de una hora, y entraría de servicio media hora después. Sabía que el motivo por el que nunca se sentía a gusto en casa de Michael era que Chrissie le detestaba por considerarle, sin paliativos, el responsable del fracaso de su matrimonio. Tal vez tenía razón. Trató de desconectarse repasando las tareas concretas de las próximas siete u ocho horas. Tenía que acabar el expediente de un caso de allanamiento y agresión grave; un caso realmente desagradable. En el DIC faltaban agentes, y ahora, con los secuestros, tendrían todavía más trabajo. Aquellas criaturas, niñas de la edad de su hija… Sería mejor no pensar en ello. Ya estarían muertas. Que Dios se apiadase de ellas. Y eso había sucedido en Edimburgo, su ciudad natal.
Un maníaco andaba suelto.
La gente no salía de casa.
Un grito en su recuerdo.
Rebus se encogió de hombros con una sensación de tirantez en el hombro. Al fin y al cabo, eso no le incumbía. De momento.
En el cuarto de estar, Michael Rebus se sirvió otro whisky. Se acercó al equipo de música, lo puso a todo volumen y, a continuación, metió la mano debajo del sillón y, tras palpar unos instantes, sacó un cenicero.
PRIMERA PARTE. «HAY PISTAS POR TODAS PARTES»
Capítulo 1
En la escalinata de la comisaría de policía de Great London Road, en Edimburgo, John Rebus encendió su último cigarrillo diario preceptivo antes de abrir la imponente puerta y entrar en el edificio.
Era una comisaría antigua, con suelo de mármol oscuro y un aire de grandeza venida a menos, de aristocracia marchita. Tenía carácter.
Rebus saludó con la mano al sargento de servicio que en aquel momento sustituía en el tablero anuncios viejos por otros nuevos y subió por la gran escalera curvada hacia su oficina. Campbell estaba a punto de macharse.
– Hola, John.
McGregor Campbell, sargento, como Rebus, se puso el abrigo y el sombrero.
– ¿Cómo está el patio, Mac? ¿Va a ser una noche movida? -preguntó Rebus mirando los avisos que había sobre la mesa.
– No lo sé, John, pero, desde luego, el día ha sido un verdadero desmadre. Tienes una carta del jefe.
– ¿Ah, sí? -inquirió Rebus, abstraído en otra carta que acababa de abrir.
– Sí, John. Agárrate fuerte. Creo que van a destinarte al caso de los secuestros. Que tengas suerte. Bueno, me voy al pub. Tengo ganas de ver el boxeo en la BBC y no quiero llegar tarde -dijo Campbell mirando su reloj-. Ah, bueno, tengo tiempo de sobra. ¿Qué sucede, John?
– ¿Quién trajo esto, Mac? -dijo Rebus agitando en el aire un sobre vacío.
– No tengo la menor idea, John. ¿De qué se trata?
– Es otra carta de un chalado.
– ¿Ah, sí? -dijo Campbell mirando por encima del hombro la nota mecanografiada-. Parece el mismo, ¿no?
– Muy listo, Mac, dado que es un mensaje idéntico.
– ¿Y el cordel?
– Aquí está también -contestó Rebus, y cogió un trocito de bramante de la mesa con un nudo en el centro.
– Qué cosa más rara -comentó Campbell mientras se dirigía a la salida-. Hasta mañana, John.
– De acuerdo, hasta mañana, Mac. -Rebus aguardó a que su colega estuviera en el pasillo-. ¡Oye, Mac!
Campbell se asomó al quicio de la puerta.
– Dime.
– El combate lo ha ganado Maxwell -dijo Rebus sonriente.
– Eres un cabrón, Rebus -replicó Campbell.
Apretó los labios y se largó.
– Uno de la vieja escuela -dijo Rebus para sus adentros-. A ver, ¿qué posibles enemigos tengo?
Volvió a examinar la carta y después el sobre. Sólo llevaba escrito su nombre, mecanografiado con cierta irregularidad. Lo habrían entregado en destino, como la otra carta. Desde luego, era un asunto muy extraño.
Bajó a recepción y se acercó al mostrador.
– Jimmy.
– Sí, John.
– ¿Has visto esto? -preguntó, mostrando el sobre al sargento de guardia.
– ¿Eso? -A Rebus le pareció que, más que el ceño, el sargento frunció el rostro entero. Sólo cuarenta años de servicio podían causar algo semejante en un individuo; cuarenta años de preguntas, problemas y cruces a cuestas-. Lo habrán echado por debajo de la puerta, John. Lo encontré ahí, en el suelo -añadió señalando hacia la puerta-. ¿De qué se trata?
– Oh, no tiene importancia. Gracias, Jimmy.
Pero Rebus sabía que iba a pasarse toda la noche reconcomido por aquella nota recibida unos días después del primer mensaje anónimo. Miró los dos sobres que había sobre el escritorio, con caracteres escritos por una antigua máquina de escribir portátil. La letra S estaba un milímetro más alta que las otras; el papel era barato, sin marcas de agua, y el trozo de bramante con un nudo en medio había sido cortado con un cuchillo o unas tijeras. El mensaje mecanografiado era idéntico:
HAY PISTAS POR TODAS PARTES.
Muy bien; tal vez las hubiera. Era obra de algún chalado, una broma de mal gusto, pero ¿por qué se los enviaban a él? No tenía sentido. En ese momento sonó el teléfono.
– ¿El sargento Rebus?
– Al habla.
– Rebus, soy el inspector jefe Anderson. ¿Ha recibido mi nota?
Anderson. Maldito Anderson. Sólo le faltaba eso. Un chiflado más.
– Sí, señor -contestó Rebus sujetando el auricular con la barbilla y desplegando la nota sobre la mesa.
– Bien. ¿Puede estar aquí dentro de veinte minutos? La reunión es en la sala de operaciones de Waverley Road.
– Muy bien, señor.
La línea se cortó mientras Rebus continuaba leyendo. Así que era cierto, una comunicación oficial. Le destinaban al caso de los secuestros. Dios mío, qué vida. Guardó en el bolsillo de la chaqueta las notas, los sobres y el bramante y, frustrado, echó una mirada a su alrededor. Maldita la gracia. Caso de fuerza mayor: tenía que estar antes de media hora en Waverley Road. ¿Cuándo iba a poder acabar todo lo que tenía pendiente? Le esperaban tres casos ante los tribunales y casi otra docena clamando al cielo porque les faltaba algún trámite, y después podría olvidarse de ellos. Sería estupendo liquidarlos todos; hacer limpieza. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Pero el montón de papeles seguía allí, mayor que nunca. No había nada que hacer. Era el cuento de nunca acabar. Apenas había cerrado un caso le caían otros dos. ¿Cómo se llamaba aquel ser? ¿La hidra? A eso tenía que enfrentarse: cada vez que cortaba una cabeza, caían unas cuantas más en su bandeja de entrada. Volver de vacaciones era un tormento.
Y ahora, además, le tocaba la roca de Sísifo.
Miró al techo.
– Por Dios bendito -musitó antes de salir camino del coche.
Capítulo 2
El Bar Sutherland era un local muy frecuentado por bebedores. Había dos máquinas de discos, pero nada de vídeo ni de máquinas tragaperras. El local tenía una decoración espartana, con un televisor que parpadeaba imágenes que saltaban. Allí, hasta finales de los años sesenta no habían entrado mujeres. El secreto bien guardado era, por lo visto, que servían la mejor pinta de cerveza de barril de Edimburgo. McGregor Campbell dio un sorbo a la jarra sin apartar la vista del televisor en la pared de detrás de la barra.
– ¿Quién va ganando? -preguntó una voz a su lado.