Servía en el regimiento de paracaidismo desde los dieciocho años, pero decidí alistarme en las Fuerzas Especiales de los SAS. ¿Por qué? ¿Por qué un soldado es capaz de aceptar una reducción de la paga para alistarse en los SAS? No lo sé. Lo único que sé es que de pronto me encontré en el campamento de entrenamiento de los SAS en Herefordshire. Yo le llamaba La Cruz, porque me habían advertido que aquello sería un martirio y, tanto yo como los demás voluntarios, vivimos allí un calvario de marchas, instrucción, pruebas y esfuerzos. Nos entrenaban con saña, hasta el límite de nuestra resistencia. Nos enseñaron a ser mortíferos.
Por entonces corría el rumor de que iba a estallar de un momento a otro una guerra civil en el Ulster y que enviarían a los SAS para aplastar la insurrección. Llegó el día de la entrega de los uniformes y nos dieron una boina nueva con las insignias. Ya éramos de los SAS. Pero eso no era todo. A Gordon Reeve y a mí nos convocaron al despacho del comandante, y éste nos dijo que habíamos obtenido las dos mejores calificaciones de la promoción. Nos aguardaba un entrenamiento de dos años para convertirnos en militares profesionales, pero en nuestro caso nos reservaban un futuro espléndido.
Cuando salíamos del edificio, Reeve me comentó:
– Oye, he oído ciertos rumores y conversaciones de los oficiales. Tienen planes para nosotros, Johnny. Te lo digo en serio: planes.
Semanas más tarde iniciamos un cursillo de supervivencia. Teníamos que actuar como fugitivos, y los soldados de otras unidades tenían que tratar de capturarnos. Si lo conseguían, no se andarían con miramientos para obtener información sobre nuestra misión. Tuvimos que poner trampas y cazar para comer, ocultarnos y desplazarnos por la noche a través del páramo desolado. Por lo visto estaba decidido que la prueba la pasáramos los dos juntos, aunque esta vez nos acompañaban otros dos.
– Han preparado algo especial para nosotros -repetía Reeve-. Tengo esa corazonada.
Apenas nos metimos en los sacos de dormir para descansar dos horas, cuando el soldado que montaba guardia asomó la nariz por la tienda de campaña.
– Muchachos, no sé cómo explicaros…
Acto seguido nos vimos rodeados de luces y armas, nos dieron una paliza que nos dejó casi inconscientes y lo destrozaron todo. A la luz de las linternas, vimos que iban enmascarados y que hablaban una lengua extranjera. Un culatazo en los riñones me hizo comprender que no era un sueño. Era real.
La celda en la que me arrojaron era también real. El suelo de aquella celda estaba cubierto de sangre, heces y otros detritos. Había un colchón hediondo y una cucaracha. Nada más. Me tumbé en el colchón húmedo e intenté dormir, porque sabía que el sueño es lo primero de que te privan.
De pronto se encendieron las intensas luces de la celda. Las mantuvieron implacablemente encendidas, abrasándome el cerebro. A continuación comenzaron los ruidos, ruidos de una paliza y un interrogatorio en la celda de al lado.
– ¡Dejadle, cabrones! ¡Os voy a arrancar la cabeza!
Golpeé el muro con los puños y las botas, y los ruidos cesaron. Oí el portazo en la celda de al lado y que arrastraban un cuerpo por delante de la mía. Después, silencio. Sabía que vendrían a por mí.
Esperé y espere, horas y días, hambriento, sediento, y cada vez que cerraba los ojos, de las paredes y el techo brotaban sonidos, como si encendieran una radio a todo volumen. Me tumbé y me tapé los oídos con las manos.
«Que os den por culo. Que os den por culo.»
Estaba a punto de desmoronarme, pero si me desmoronaba, de nada habrían servido los meses de entrenamiento. Me puse a cantar en voz alta. Arañé las paredes de la celda, unas paredes húmedas cubiertas de verdín, y con las uñas marqué un anagrama de mi apellido: BRUSE. Hacía juegos mentales, pensaba en acertijos y en juegos de palabras. Transformé la supervivencia en juego. Un juego, un juego, un juego. Me lo repetía constantemente para no olvidarlo; por muy mal que me fuera, aquello era un juego.
Y pensaba en Reeve, que me lo había advertido. Sí, claro, grandes planes. Reeve era lo más parecido a un amigo que tenía en el regimiento; me preguntaba si era su cuerpo lo que había oído arrastrar por el pasillo. Recé por él.
Un día me trajeron comida y un tazón de agua turbia. La comida parecía que la hubieran recogido allí mismo, entre la porquería del suelo, antes de pasarla por la trampilla que se abrió de repente en la puerta para volver a cerrarse inmediatamente. Deseé que aquella bazofia fría se convirtiera en un bistec con verduras, antes de llevarme una cucharada a la boca y escupirla acto seguido. El agua sabía a hierro. Me limpié despacio la barbilla con la manga, convencido de que me estaban observando.
– Mi enhorabuena al cocinero -dije en voz alta.
Lo único que recuerdo es que a continuación me quedé dormido.
Estábamos volando. No me cabía la menor duda. Iba en un helicóptero y el viento me azotaba la cara. Me desperté despacio y abrí los ojos en la oscuridad. Tenía la cabeza metida en una especie de saco y las manos atadas a la espalda. Sentía que el helicóptero subía y bajaba.
– ¿Estás despierto? -dijo alguien dándome un culatazo.
– Sí.
– Bien. Ahora dime el nombre de tu regimiento y los detalles de tu misión. Esto no es ninguna broma, hijo. Así que más vale que cantes.
– Vete a la mierda.
– Espero que sepas nadar, hijo. Espero que puedas nadar. Estamos a sesenta metros por encima del mar de Irlanda y vamos a tirarte de este helicóptero con las manos atadas. Chocarás con el agua como si fuera cemento, ¿te das cuenta? Te matarás o quedarás atontado. Te comerán los peces, hijo, y jamás aparecerá tu cadáver. ¿Entiendes lo que te digo?
Era un oficial y hablaba con voz monocorde.
– Sí.
– Bien. Dime, pues, el nombre de tu regimiento y los detalles de tu misión.
– Vete a la mierda -dije procurando conservar la calma.
Sería otro accidente reflejado en las estadísticas: muerto en un entrenamiento; sin comentarios. Caería en el mar como una bombilla que se estrella contra un muro.
– Vete a la mierda -repetí, diciéndome para mis adentros que sólo era un juego.
– Esto no es un juego, ¿sabes? Se acabó el juego. Tus amigos ya han cantado, y de qué manera. De acuerdo, muchachos, dadle el empujón.
– Espera…
– Que disfrutes del chapuzón, Rebus.
Me agarraron por las piernas y el tronco. En la oscuridad del saco, con el viento soplando salvajemente, comencé a pensar que todo había sido un grave error…
– Esperad…
Sentí que flotaba en el aire, a unos sesenta metros por encima del mar, entre los graznidos de las gaviotas, antes de que me dejaran caer.
– ¡Esperad!
– ¿Cómo dices, Rebus?
– ¡Quitadme al menos este puto saco de la cabeza! -grité desesperado.
– Tirad a este cabrón.
Y me tiraron. Floté en el aire un segundo antes de caer como un ladrillo. Caía en el vacío atado como un pavo de Navidad. Grité una o dos veces antes de estrellarme contra el suelo.
El duro suelo.
Quedé allí tirado mientras el helicóptero aterrizaba. Me rodearon todos riendo y volví a oír las voces extranjeras. Me levantaron y me arrastraron hasta la celda. Me alegré de tener tapada la cabeza con el saco porque así no veían que lloraba. En lo más íntimo de mi ser era un revoltijo estremecido de agujetas; serpientes de terror, de adrenalina y de alivio se enroscaban en mi hígado, mis pulmones y mi corazón.
Cerraron la puerta de golpe a mis espaldas; oí unos pasos arrastrados y unas manos me desataron con torpeza. Al quitarme la capucha tardé unos segundos en recobrar la visión.
Vi un rostro que parecía el mío. Otra vuelta de tuerca. Pero comprobé que era Gordon Reeve en el mismo instante que él me reconocía a mí.
– ¡Rebus! -exclamó-. Me dijeron que habías…