Se formuló mentalmente nuevas hipótesis, con cientos de variantes. Si los delincuentes del mundo de la droga de Edimburgo habían recurrido al secuestro y el asesinato para asustar a alguien, eso significaba que las cosas se habían puesto muy feas, desde luego, y él, Jim Stevens, tendría que ir con pies de plomo. Pero Big Podeen no sabía nada. Podría ser que hubiese entrado en juego una banda nueva con nuevas reglas. Lo cual degeneraría en guerra de gánsters al estilo de Glasgow. Pero ahora ya no se hacían así las cosas. Quién sabe.
Pensando en todo aquello, Stevens se mantenía despierto y alerta, tomando notas en la libreta y con la radio puesta para escuchar las noticias cada media hora: la hija de un policía era la última víctima del asesino de niñas de Edimburgo, que en el último secuestro había estrangulado a un hombre en casa de la madre de la niña, etcétera, etcétera. Stevens continuó elucubrando y haciendo especulaciones.
No habían dicho que los asesinatos estuvieran relacionados con Rebus; la policía no iba a revelar ese dato, ni siquiera a Jim Stevens.
A las siete y media, Stevens consiguió sobornar a un repartidor de periódicos para que le trajera panecillos y leche de una tienda cercana, y se los comió acompañándolos con tragos de leche. Aunque tenía puesta la calefacción del coche, estaba aterido, pero poseía la tenacidad -alguien lo llamaría locura o fanatismo- del buen periodista. Durante su guardia vio llegar a otros reporteros, pero los gorilas los alejaban de allí. Un par de ellos, al verle sentado en el coche, se acercaron para charlar y ver si podían descubrir alguna pista, pero él escondió la libreta y les dijo con fingido desinterés que estaba a punto de irse a casa. Era mentira, una condenada mentira.
Formaba parte de la profesión. Ahora salían por fin de la casa. Había algunos micrófonos y cámaras, naturalmente, pero sin acosos ni tumulto; por un lado, se trataba de un padre que había perdido a su hija y, por otro, era policía. Nadie iba a acosarle.
Stevens vio a Gill Templer y a Rebus subir a un Rover de la policía con el motor en marcha. Observó los rostros: el de Rebus, pálido; era de esperar. Pero, además, su mirada era sombría, y sus labios formaban una fina línea de particular gravedad. Ese detalle le preocupó: era como si aquel hombre hubiera resuelto emprender una guerra. Joder. En cuanto a Gill Templer, parecía ofuscada, más aún que Rebus; tenía los ojos enrojecidos y en su aspecto había también algo fuera de lo normal. Algo extraño estaba pasando. Era evidente para cualquier periodista que se preciara y supiera lo que buscaba. Stevens se mordió el labio. Necesitaba más datos. Aquella historia era como una droga y él necesitaba cada vez mayores dosis. Y tuvo que admitir, con cierta sorpresa, que el motivo por el cual necesitaba esas dosis no era el trabajo, sino su propia curiosidad. Rebus le intrigaba y Gill Templer, por supuesto, le interesaba.
Y Michael Rebus…
Michael Rebus no había salido del piso. Vio que el circo se alejaba; el Rover doblaba al final de la tranquila Marchmont Street, pero los gorilas seguían en la puerta. Éstos eran el nuevo relevo. Stevens encendió un cigarrillo. Podría intentarlo. Volvió al coche, lo cerró y, mientras daba una vuelta a la manzana, urdió un plan.
– Perdone, señor, ¿vive usted aquí?
– ¡Claro que vivo aquí! ¿A qué viene esto? Voy a acostarme.
– ¿Ha tenido una noche dura, señor?
El hombre ojeroso agitó ante el policía tres bolsas de papel con panecillos.
– Soy panadero y acabo de terminar mi turno. Si me hace el favor…
– ¿Cómo se llama, señor?
Fingiendo que se dirigía hacia la puerta, Stevens logró leer uno de los apellidos escritos junto al portero automático.
– Laidlaw -dijo-. Jim Laidlaw.
El agente miró en la lista de nombres de los vecinos que tenía en la mano.
– Muy bien, señor. Y perdón por la molestia.
– ¿Qué es lo que ocurre?
– Ya se enterará, señor. Buenas noches.
Aún quedaba otro obstáculo, y Stevens sabía que, por mucha astucia que emplease, si la puerta estaba cerrada no habría nada que hacer y descubrirían su juego. La empujó discretamente y vio que cedía. No habían echado la llave. La suerte le sonreía.
Nada más entrar en el portal tiró los panecillos y planeó otro truco mientras subía los dos tramos de escalera hasta el piso de Rebus. Allí olía a meados de gato. Se detuvo ante la puerta de Rebus para recobrar el aliento, en parte porque no estaba en forma, pero también porque le dominaba la emoción. Hacía años que no se sentía así. Era algo sensacional, y pensó que aquel día todo le iba a salir bien. Pulsó el timbre con ganas.
Michael Rebus abrió la puerta, bostezando y con cara de sueño. Por fin se encontraban cara a cara. Stevens, con un movimiento le mostró un carné sin darle tiempo a leerlo; era el carné de un club de billar a nombre de James Stevens.
– Señor, soy el inspector Stevens. Siento haberle sacado de la cama -dijo guardando la tarjeta-. Su hermano nos previno de que seguramente estaría durmiendo, pero decidí subir, de todos modos. ¿Puedo pasar? Serán sólo un par de preguntas, señor. Seré breve.
Los dos policías pateaban el suelo con los pies helados, a pesar de los calcetines térmicos y de que ya estaban a principios de verano. Mientras esperaban con impaciencia el relevo hablaban del secuestro, comentando el asesinato del hijo de un inspector jefe, se abrió la puerta a sus espaldas.
– ¿Aún siguen aquí? Me ha dicho mi mujer que todavía estaban en la puerta, pero no me lo creía. ¿Desde anoche? ¿Qué es lo que pasa?
Era un anciano, en zapatillas pero con un grueso abrigo de invierno. Iba mal afeitado y había perdido u olvidado la parte inferior de la dentadura postiza. Cruzó la puerta encasquetándose un gorro en su cabeza calva.
– Nada que pueda preocuparle, señor. Seguro que pronto lo sabrá.
– Ah, sí, muy bien. Sólo voy a por el periódico y la leche. Generalmente tomamos tostadas para el desayuno, pero no sé quién demonios habrá tirado media docena de panecillos en el portal, y si nadie los quiere, pues bienvenidos sean.
Sonrió mostrando la encía inferior, rosada y huera.
– ¿Quieren algo de la tienda?
Los dos agentes, sin decir nada, se miraron con suspicacia y alarma.
– Sube ahora mismo -dijo finalmente uno de ellos-. ¿Cómo se llama, señor?
El viejo contestó muy estirado, como un excombatiente:
– Jock Laidlaw, para servirle.
Stevens tomaba un café solo. Se sentía agradecido, porque hacía horas que no ingería nada caliente. Sentado en el cuarto de estar, recorría la habitación con la mirada.
– Me alegro de que me haya despertado -dijo Michael Rebus-, porque tengo que volver a casa.
«Ya me lo imagino -pensó Stevens-. Ya me lo imagino.» Rebus estaba más tranquilo de lo que él esperaba. Relajado, descansado y despreocupado. «Vaya, vaya.»
– Señor Rebus, voy a hacerle unas preguntas, como le dije.