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Michael Rebus tomó asiento, cruzó las piernas y dio un sorbo de café.

– Adelante.

Stevens sacó la libreta.

– Su hermano ha sufrido una fuerte conmoción.

– Sí.

– ¿Cree usted que la superará?

– Sí.

Stevens fingió tomar nota.

– Por cierto, ¿ha pasado buena noche? ¿Durmió bien?

– Bueno, no hemos dormido mucho ninguno de nosotros. Estoy seguro de que John no ha pegado ojo -contestó Michael frunciendo el entrecejo-. Oiga, ¿a qué viene esto?

– Es simple rutina, señor Rebus. Compréndalo usted. Necesitamos recoger datos de todos los involucrados para resolver el caso.

– Pero ya está resuelto, ¿no?

A Stevens le saltó el corazón en el pecho.

– ¿Ah, sí? -dijo casi sin querer.

– Ah, ¿no lo sabe?

– Sí, claro que sí, pero tenemos que recabar todos los datos…

– De los involucrados. Sí, acaba de decirlo. Escuche, ¿me enseña otra vez el carné? No es por nada.

Se oyó el sonido de una llave en la cerradura.

«Dios -pensó Stevens-, ya están aquí.»

– Escuche -dijo entre dientes-, sabemos lo del trapicheo de drogas. ¡Díganos quién está detrás de ello o se pasará cien años entre rejas, amigo!

El rostro de Michael adquirió un tono azulado antes de volverse lívido. Abrió la boca como si fuera a decir una palabra, la palabra que Stevens esperaba.

Pero en aquel momento entró uno de los gorilas y arrancó al periodista del asiento.

– ¡Aún no me he acabado el café! -protestó Stevens.

– Suerte tiene de que no le parta esa cara tan dura, amigo -replicó el agente.

Michael Rebus se puso en pie sin decir palabra.

– ¡Dígame un nombre! -exclamó Stevens-. ¡Un nombre! ¡Saldrá todo en primera página si no colabora, amigo! ¡Deme un nombre!

Siguió gritando por el pasillo y por la escalera hasta el portal.

– Está bien, ya me voy -dijo finalmente, desasiéndose del policía-. Ya me voy. Habéis sido un poco negligentes, muchachos. Por esta vez me lo callaré, pero la próxima ya veremos.

– ¡Lárguese de aquí! -dijo uno de los gorilas.

No tuvo más remedio que hacerlo. Stevens subió a su coche más frustrado que nunca. Dios, había estado a punto de enterarse. ¿Qué había querido decir el hipnotizador con aquello de que el caso estaba resuelto? ¿Sería cierto? Si así era, quería conocer todos los detalles. No estaba acostumbrado a ir a remolque de los acontecimientos; era él quien se adelantaba a ellos. No estaba acostumbrado a aquello, y no le hacía ninguna gracia.

Pero se lo estaba pasando bien.

Si era cierto que el caso estaba resuelto, le quedaba poco tiempo. No había podido sacarle lo que quería al hermano menor, y tendría que ir a por al otro. Se imaginaba dónde estaría Rebus. Aquel día su intuición funcionaba a toda máquina. Se sentía inspirado.

Capítulo 25

– Bien, John, todo esto me suena increíblemente fantástico, pero tal vez exista una posibilidad. Desde luego, es la mejor pista que tenemos, aunque me cuesta concebir que alguien sienta tanto rencor como para matar a cuatro niñas inocentes sólo para darle a usted la clave de la víctima final.

El director Wallace miró sucesivamente a Rebus y a Gill Templer y viceversa, y después a Anderson, que estaba sentado a la izquierda de Rebus. Wallace tenía las manos en la mesa, quietas como dos pescados muertos, con un bolígrafo delante. Era un despacho espacioso y ordenado, un oasis inviolable. Allí se resolvían los problemas y se tomaban siempre las decisiones correctas.

– Ahora el problema principal es localizar a ese hombre. Si damos publicidad a esta historia podemos asustarlo y poner en peligro la vida de su hija. Por otro lado, un llamamiento público podría ser el modo más rápido de dar con él.

– ¡Pero no se puede…!

Gill Templer estaba a punto de explotar en aquel tranquilo despacho, pero Wallace la hizo callar con un gesto.

– Sólo estoy reflexionando sobre la fase actual del caso, inspectora Templer, considerando nuestras posibilidades.

Anderson permanecía callado como un muerto, con la vista en el suelo. Ahora estaba de baja oficial y de luto, pero se había empeñado en seguir de cerca el caso y el director había dado su consentimiento.

– Usted, John, por supuesto, no puede seguir trabajando en el caso -dijo Wallace.

Rebus se puso en pie.

– Siéntese, John, haga el favor. -El director le miraba con firmeza y sinceridad, con ojos de auténtico policía de la vieja escuela. Rebus volvió a sentarse-. Bien, sé cómo debe sentirse, lo crea o no. Pero este asunto es de suma importancia para todos nosotros. Usted está demasiado implicado para trabajar con objetividad, y la opinión pública rechazaría una actuación irregular del cuerpo. Compréndalo.

– Lo único que comprendo es que, si no intervengo, Reeve no se detendrá ante nada. Es a mí a quien busca.

– Exacto. ¿Vamos a ser tan idiotas como para entregárselo en bandeja? Haremos cuanto podamos, igual que haría usted. Deje que nos ocupemos nosotros.

– El ejército no le revelará nada, puede estar seguro.

– Tendrán que hacerlo -replicó Wallace jugueteando con el bolígrafo como si estuviera en la mesa para eso-. En definitiva, su jefe es el mismo que el nuestro. Tendrán que revelarlo.

Rebus negó con la cabeza.

– Ellos hacen su propia ley. Los SAS son casi independientes del ejército. Si no quieren revelar nada, créame, no le dirán nada. Nada de nada -espetó golpeando la mesa con la mano.

– John.

Gill le apretó el hombro para que se calmase. Ella también se sentía furiosa, pero sabía cuándo tenía que contenerse y transmitir exclusivamente con la mirada la rabia y la disconformidad. Para Rebus la acción era ahora lo único que contaba. Había estado demasiado tiempo alejado de la realidad.

Se levantó de la silla como poseído por una furia casi inhumana y salió del despacho. El director miró a Gill.

– Queda apartado del caso, Gill. Tiene que hacérselo comprender. Tengo entendido que usted-hizo una pausa para abrir y cerrar un cajón-, que ustedes dos se entienden bien. Bueno, así se decía en mis tiempos… Tal vez usted pueda hacerle comprender la situación. Atraparemos a ese hombre, pero sin darle ninguna posibilidad de venganza a Rebus. -Wallace miró hacia Anderson, y éste le devolvió la mirada con sequedad-. No puede haber interferencias personales -repitió-. Y menos en Edimburgo. ¿Qué pensarían los turistas? -añadió esbozando una sonrisa despectiva, y miró sucesivamente a Anderson y a Gill antes de levantarse-. Esto se está convirtiendo en algo demasiado…

– ¿Interno? -aventuró Gill.

– Iba a decir incestuoso. Figúrese, el inspector jefe Anderson, su hijo y la mujer de Rebus, usted y Rebus, Rebus y ese Reeve, Reeve y la hija de Rebus… Espero que no se entere la prensa. Usted será responsable de que no trascienda y de sancionar cualquier filtración. ¿Está claro?

Gill Templer asintió con la cabeza, conteniendo un súbito bostezo.

– Muy bien -dijo el director-. Por favor, ocúpese de que el inspector jefe Anderson vuelva a su casa sin contratiempos -añadió señalando con la barbilla a Anderson.

* * *

William Anderson, sentado en el asiento trasero del coche, repasaba mentalmente su lista de informadores y amigos. Conocía a un par de personas que podrían informarle sobre los SAS. No cabía duda de que un asunto como el caso Rebus-Reeve no podía ser absolutamente silenciado, aunque lo hubieran expurgado del archivo. Algunos soldados se habrían enterado; radio macuto existe en todas partes, y sobre todo donde menos te lo esperas. Tendría que apretar algunas tuercas y gastar algunas libras para untar a alguien, pero localizaría a aquel cabrón aunque fuese lo último que hiciera en este mundo.

O iría con Rebus.