Rebus salió de jefatura por una puerta lateral, tal como esperaba Stevens, y éste le siguió después de ver que parecía destrozado y que echaba a andar con paso airado. ¿Qué estaba ocurriendo? Mientras no perdiera de vista a Rebus, estaba seguro de que acabaría enterándose, y no cabía duda de que prometía ser algo sensacional. Stevens miraba hacia atrás de vez en cuando, pero no parecía que nadie siguiera a Rebus. Al menos, nadie de la policía. Le resultaba extraño que lo dejasen solo, sin pensar en lo que podría ser capaz de hacer un hombre a quien han secuestrado a su hija. Stevens ansiaba desentrañar la trama: creía que Rebus le conduciría directamente hasta los capos de la nueva red de drogas. Si un hermano no le había servido, le serviría el otro.
«Era como un hermano para mí, y yo para él.» ¿Qué ocurrió? En el fondo de su corazón sabía que la culpa era suya. El origen de todo aquello era el método. La reclusión, la presión al límite y la fase final de juntarlos. Aquella fase había sido un fracaso, claro. Eran dos hombres destrozados, cada uno a su manera. Pero eso no le impediría arrancarle la cabeza a Reeve. Nada ni nadie le detendría. Pero primero tenía que encontrarlo, y no se le ocurría ni por dónde empezar. Sentía que Edimburgo se le caía encima con todo su peso histórico, aniquilándole. Disidencia, racionalismo, ilustración: Edimburgo sobresalía en los tres aspectos. A él también le iban a hacer falta. Tenía que trabajar por su cuenta y rápido, pero metódicamente, aplicando el ingenio y todo lo que estuviera en su mano. Pero, sobre todo, necesitaba instinto.
Al cabo de cinco minutos se percató de que le seguían y se le erizó el vello de la nuca. No se trataba del típico seguimiento policial. Eso habría sido más difícil de detectar. Pero sí… y tan cerca… Se detuvo en una parada de autobús y se dio la vuelta, como si comprobase si llegaba el autobús. Y lo vio esconderse en un portal. No era Gordon Reeve; era aquel maldito periodista.
Su corazón volvió a latir acompasadamente, pero ya le hormigueaba la adrenalina azuzándole a echar a correr por un camino largo y angosto, de cara al viento más fuerte que cupiera imaginar. En aquel momento, un autobús dobló la esquina y se subió a él.
Por la ventanilla trasera vio al periodista salir del portal y hacer señas desesperadamente a un taxi. No tenía tiempo de preocuparse de aquel hombre. Tenía cosas más importantes en qué pensar: cómo demonios podría dar con Reeve. Le obsesionaba la posibilidad de que Reeve lo encontrase antes a él. No tendría que buscarlo. Y, en cierto modo, aquello era lo que más miedo le daba.
Gill Templer no pudo encontrar a Rebus. Había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra. Llamó por teléfono, indagó, preguntó e hizo todo cuanto un buen policía debe hacer, pero lo cierto era que Rebus no sólo era buen policía sino que había sido además uno de los mejores soldados entrenados por los SAS. Podría estar escondido bajo sus pies, bajo la mesa o en su armario y ella no sería capaz de descubrirlo. Y seguía ocultándose.
Gill suponía que Rebus se ocultaba porque estaba actuando, con rapidez y metódicamente, por las calles y bares de Edimburgo en busca de su presa y a sabiendas de que si la encontraba, la presa se tornaría cazador.
Pero Gill no se daba por vencida. Se estremecía a veces, al pensar en el triste y atroz pasado de su amante y en la mentalidad de quienes habían decidido someterles a aquel entrenamiento. Pobre John. ¿Qué habría hecho ella en su lugar? Salir de aquella celda sin pensarlo dos veces y sin mirar atrás, igual que él. Pero también se habría sentido culpable; igual que él, y lo habría relegado todo al olvido, como una cicatriz invisible.
¿Por qué los hombres de su vida tenían que ser siempre unos tipos tan complicados y enrevesados? ¿Es qué sólo atraía a tíos tarados? Hubiera sido para reírse, de no haber estado Samantha por medio, y eso no tenía ninguna gracia. ¿Por dónde empezar a buscar una aguja en un pajar? Recordó las palabras del director Wallace: «Tienen el mismo jefe que nosotros». Valía la pena sopesar las implicaciones de esa afirmación. Si dependían del mismo jefe, quizá por ese lado podrían actuar de forma encubierta, ahora que la horrorosa y antigua verdad enterrada amenazaba con salir a la superficie. Si aquello trascendía a la prensa se armaría un buen follón. Tal vez estarían dispuestos a colaborar para que no trascendiese. Tal vez querrían hacer callar a Rebus. Dios mío, ¿y si querían silenciar a Rebus? Eso significaría silenciar a Anderson y a ella misma. Sobornos o una limpieza general. No, tendría que andarse con mucho cuidado. Un paso en falso podía traducirse en su baja del cuerpo, y eso sí que no. Había que hacer justicia. Sin patrañas. Al Jefe, fuese quien fuese e independientemente de lo que significara ese término, no le iba a gustar. Tenía que descubrir la verdad o aquello se convertiría en una farsa y ellos en unos peleles.
¿Y sus sentimientos hacia John Rebus, de quien todos estaban pendientes? No sabía qué pensar, pero seguía inquietándole la posibilidad de que, por absurdo que pareciese, John fuera la causa y no Reeve: que él mismo se enviara las notas y que los celos lo hubieran impulsado a matar al amante de su mujer; y que mantuviera a su hija oculta en algún lugar como aquel cuarto cerrado.
No quería ni pensarlo, pero, considerando hasta donde habían llegado las cosas, Gill pensaba en esa posibilidad, y no a la ligera. Sin embargo, acabó descartándola. Lo hizo por la mera circunstancia de que había hecho el amor con John Rebus y él le había abierto su alma, le había apretado la mano bajo la manta en el hospital. ¿Un hombre que tiene algo que ocultar iba a liarse con una policía? No, no era verosímil.
Pero era una posibilidad entre otras. Empezaba a dolerle la cabeza. ¿Dónde demonios andaría John? ¿Y si Reeve lo encontraba antes de que ellos encontraran a Reeve? Si John Rebus era un blanco en movimiento para su enemigo, ¿no era una locura que anduviera por ahí solo? Era una idiotez. Había sido una idiotez dejarle marchar del despacho, salir del edificio y esfumarse. Mierda. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa.
Capítulo 26
John Rebus recorría la jungla urbana, esa jungla que los turistas nunca ven porque están muy entretenidos en fotografiar esos templos de antiguo esplendor que ya son sólo sombras del pasado. La jungla se cerraba implacable sobre los turistas sin que la vieran, como una fuerza natural, la fuerza del deterioro y la destrucción.
Edimburgo no es más que una ronda tranquila, decían sus colegas de la costa oeste. Sal una noche por Patrick y ya me dirás. Pero Rebus no pensaba igual. Sabía que en Edimburgo todo era apariencia, y eso hacía que los delitos fuesen más difíciles de detectar, no por ello menos reales. Edimburgo era una ciudad esquizofrénica, la tierra natal del doctor Jekyll y mister Hyde, por supuesto, de Deacon Brodie, y la cuna de los abrigos de pieles sin bragas debajo (como decían en el oeste). Pero también era una ciudad pequeña, para ventaja de Rebus.
Buscó por los tugurios de matones bebedores y en los polígonos de bloques de apartamentos donde reinaban la heroína y el paro, porque sabía que en algún rincón de aquel terreno anónimo podía ocultarse y pasar desapercibido un tipo duro. Intentaba ponerse en la piel de Gordon Reeve, un hombre que tantas veces había cambiado de piel, pero tenía que admitir que se encontraba más alejado que nunca de aquel loco y mortífero hermano de sangre. Si él le había vuelto la espalda a Reeve antes, ahora era Reeve quien no se dejaba ver. Tal vez le enviaría otra nota, otro acertijo burlón. «Oh, Sammy, Sammy. Dios bendito, que no muera, por favor.»
Gordon Reeve se había esfumado del mundo de Rebus. Era como si flotase por encima de él, regocijándose por su recién adquirido poder. Quince años había tardado en montar su treta. Pero, Dios mío, qué treta. Quince años en los que probablemente habría cambiado de nombre y de aspecto y habría tenido tiempo de indagar en la vida de Rebus. ¿Desde cuándo lo habría tenido en el punto de mira, vigilándole con odio mientras planeaba su venganza? Todas aquellas ocasiones en que había sentido aquel escalofrío, cuando llamaban por teléfono y colgaban sin hablar al otro extremo de la línea, todas aquellas casualidades nimias rápidamente olvidadas… Y Reeve sonriente en la sombra, como un pequeño dios rigiendo su destino. Rebus entró temblando en un pub y pidió un whisky triple.