– Aquí los servimos de un cuarto de pinta, ¿seguro que lo quiere triple?
– Seguro.
Qué demonios. Daba igual. Si había un Dios dando vueltas en los cielos e inclinándose para atender a sus criaturas, era una extraña atención la que les concedía. Miró a su alrededor y vio una escena deplorable: viejos sentados ante media pinta de cerveza mirando al vacío hacia a la puerta. ¿Se preguntaban qué habría ahí fuera? ¿O tal vez temían que lo que hubiera ahí fuera irrumpiera algún día en el local y se abalanzara sobre los oscuros rincones desde donde ellos miraban temerosos, poseído por la furia de algún monstruo del Antiguo Testamento, de un gigante o de un diluvio devastador? Rebus no podía ver lo que había ante sus ojos, del mismo modo que sus ojos no veían nada a su espalda. Aquel atributo de no compartir los sufrimientos ajenos era lo que mantenía en marcha a toda la humanidad centrada en el «yo», ignorando a los mendigos que tiritaban de frío con los brazos cruzados. Rebus, rogaba a aquel extraño Dios que le permitiera encontrar a Reeve y explicarse ante el loco. Pero Dios no contestaba y en el televisor atronaba un banal concurso.
– Contra el imperialismo, contra el racismo.
Una joven con chaqueta de imitación de cuero y gafitas redondas estaba de pie detrás de él. Se dio la vuelta hacia ella. Llevaba una cazoleta petitoria en una mano y en la otra un montón de periódicos.
– Contra el imperialismo, contra el racismo.
– Y que lo digas. -Sentía ya el alcohol hormigueándole en los músculos maxilares, liberándolos de su rigidez-. ¿De dónde eres?
– Del Partido Revolucionario de los Trabajadores. La única manera de aplastar el sistema imperialista y el racismo es la unidad de los trabajadores. El racismo es la base de la represión.
– ¿Ah, sí? ¿No estás mezclando dos temas distintos, guapa?
La muchacha se encrespó, dispuesta a discutir. Siempre lo estaban.
– Los dos son inseparables. El capitalismo se construyó sobre el trabajo de los esclavos y se mantiene gracias al trabajo de los esclavos.
– No me pareces tú muy esclava, guapa. ¿De dónde es ese acento que tienes? ¿De Cheltenham?
– Mi padre era un esclavo de la ideología capitalista y no sabía lo que hacía.
– ¿Quieres decir que te envió a un colegio caro?
Ahora estaba furiosa. Rebus encendió un cigarrillo y le ofreció otro, pero ella sacudió la cabeza. Porque era un producto capitalista, se dijo Rebus, y los esclavos recolectan la hoja en Sudamérica. Era bastante guapa y tendría dieciocho o diecinueve años. Calzaba unos extraños zapatos Victorianos de puntera estrecha y una falda recta de tubo negra, el color de la disidencia. Él estaba totalmente a favor de la disidencia.
– Supongo que eres estudiante.
– Sí -contestó ella inquieta, calculando acertadamente quién iba a contribuir a la causa y quién no. Aquél no.
– ¿En la Universidad de Edimburgo?
– Sí.
– ¿Y qué estudias?
– Literatura y política.
– ¿Literatura? ¿Conoces a un tal Eiser? Da clases allí.
Ella asintió con la cabeza.
– Es un viejo fascista -dijo la muchacha-. Su teoría sobre la lectura es propaganda derechista para dar gato por liebre al proletariado.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿De qué partido dijiste que eras?
– Del Partido Revolucionario de los Trabajadores.
– Pero tú eres estudiante, ¿no? No eres trabajadora ni proletaria, a juzgar por tu modo de hablar. -La muchacha estaba roja y lanzaba fuego con la mirada. Si estallaba la revolución, Rebus sería el primero en ir al paredón. Pero a él aún le quedaba por jugar su mejor carta-. En realidad, estás infringiendo la Ley de Comercio, ¿sabes? ¿Y esa cazoleta? ¿Tienes licencia de la autoridad para recoger dinero en ella?
Era un platillo petitorio viejo con la marca de procedencia borrada, de esos que se usan el día de homenaje a los caídos en las dos guerras mundiales. Pero hoy no era ese día.
– ¿Es policía?
– Exacto, guapa. ¿Tienes esa licencia? Porque si no, tendré que detenerte.
– ¡Poli de mierda!
Tomándoselo como triunfal réplica final, la muchacha dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Rebus, conteniendo la risa, apuró el whisky. Pobre chica. Ya cambiaría. Su idealismo se desvanecería en cuanto viese la hipocresía del juego y descubriera los lujos que brinda la vida fuera de la universidad. En cuanto acabara la carrera lo querría todo: un trabajo de ejecutiva en Londres, un piso, coche, sueldo, vinaterías. Y prescindiría de su idealismo para acceder a un trozo del pastel. Ahora no lo entendería; la universidad era para eso, y todos pensaban que podían cambiar el mundo en cuanto salían de la órbita familiar. Él también había sido un idealista. Había creído que regresaría del ejército con un montón de medallas y una lista de menciones, pero no fue así. Resignado, estaba a punto de marcharse de allí cuando, desde unos dos o tres taburetes de distancia, una voz se dirigió a éclass="underline"
– Eso no cura nada, ¿verdad, hijo?
Una vieja bruja desdentada le había obsequiado con esas perlas de sabiduría. Rebus miró aquella lengua dislocada en una boca cavernosa.
– No -dijo mientras pagaba al camarero, y éste le dio las gracias con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes verdosos. Rebus oía la televisión, el tintineo de la caja registradora, las conversaciones a voces de los viejos, pero a todo aquel bullicio se superponía otro runrún tenue y claro, más real para él que ningún otro.
El grito de Gordon Reeve:
«¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!».
Pero esta vez no sintió vértigo, no le entró pánico ni echó a correr. Hizo frente al sonido y dejó que afirmara sus razones, que calara en él. No volvería a escabullirse de aquel recuerdo.
– La bebida nunca cura nada -prosiguió su demonio personal-. Aquí donde me ve, yo antes vivía contenta como la que más, pero al morir mi marido quedé destrozada. ¿Me comprende, hijo? Y para mí, la bebida fue un consuelo, o eso creía. Pero es una trampa que juega contigo. Te pasas el día sentado sin hacer nada más que beber mientras la vida pasa a tu lado.
Tenía razón. ¿Cómo podía estar allí sentado soplándose un whisky y dándole vueltas a sus penas, cuando la vida de su hija pendía de un hilo? Debía de estar loco; otra vez había perdido el sentido de la realidad. Tenía que aferrarse a cualquier posibilidad, por ínfima que fuera. Podía rezar otra vez, pero eso sólo le alejaría más de los crudos hechos, y ahora perseguía hechos concretos, no sueños. Andaba tras el hecho de que un loco había surgido del armario de sus pesadillas, se había infiltrado en su mundo y le había arrebatado a su hija. ¿No era como un cuento de hadas? Mejor: así podría tener un final feliz.
– Tiene razón, encanto -dijo, y, cuando ya estaba a punto de irse, señaló el vaso vacío-. ¿Quiere otra?
Ella le miró con sus ojos legañosos y asintió torpemente con la barbilla.
– Sírvale una copa a la señora de lo que esté tomando -dijo Rebus al camarero de los dientes verdosos, y dejó unas monedas sobre el mostrador-. Y devuélvale el cambio -añadió antes de abandonar el bar.
– Necesito hablar, y creo que usted también.
Frente a la puerta del local, Stevens encendió un cigarrillo con gesto bastante melodramático, ajuicio de Rebus. Su cutis era casi amarillo bajo el alumbrado urbano, como si la piel apenas recubriera su cráneo.