– ¿Podemos hablar? -insistió el periodista, guardando el encendedor en el bolsillo.
Tenía el pelo rubio despeinado, iba sin afeitar y tenía aspecto de estar pasando frío y hambre.
Pero era todo energía por dentro.
– Me tiene hecho un lío, señor Rebus. ¿Puedo llamarle John?
– Escuche, Stevens, ya sabe lo que hay. Yo ya tengo bastante con lo mío.
Rebus intentó proseguir su camino, pero Stevens le agarró del brazo.
– No, no lo sé todo; me falta el final. Es como si me hubieran expulsado a mitad del partido.
– ¿Qué quiere decir?
– Usted sabe exactamente quién está detrás de todo esto, ¿verdad? Claro que lo sabe, y sus superiores también. ¿A que sí? ¿Les ha dicho toda la verdad y nada más que la verdad, John? ¿Les ha contado lo de Michael?
– ¿Qué pasa con Michael?
– Oh, vamos -replicó Stevens, cambiando el peso de un pie a otro y alzando la vista hacia los bloques de apartamentos cuya silueta se perfilaba en el atardecer. Contenía la risa, tiritando, y Rebus recordó haberle visto en la fiesta hacer aquella extraña mueca-. ¿Dónde podemos hablar? -añadió el periodista-. ¿En el pub? ¿O hay alguien ahí dentro que no quiere que le vea?
– Stevens, está chiflado. Lo digo en serio. Váyase a casa, duerma un poco, coma, tome un baño y déjeme de una puta vez. ¿De acuerdo?
– O si no, ¿qué? ¿Hará que ese capo amigo de su hermano me dé una paliza? Escuche, Rebus, se acabó el juego. Estoy al corriente del asunto, pero me faltan detalles, y sería mejor que sea mi amigo en vez de mi enemigo. No me tome por tonto. Yo sé que no es tan poco inteligente como para pensarlo. No me falle.
«No me falles.»
– Al fin y al cabo, han secuestrado a su hija y necesita mi ayuda. Yo tengo amigos por todas partes. Tenemos que unir nuestras fuerzas.
Rebus, sin entender nada, negó con la cabeza.
– No tengo ni la menor idea de lo que está diciendo, Stevens. Haga el favor de irse a casa.
Jim Stevens suspiró y sacudió la cabeza entristecido. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó brutalmente con el zapato haciendo saltar chispas.
– Bueno, John, pues lo siento, de verdad. Michael pasará un buen tiempo a la sombra por las pruebas que tengo contra él.
– ¿Pruebas? ¿De qué?
– De tráfico de drogas, por supuesto.
Stevens no vio llegar el golpe, pero tampoco le habría servido de nada porque fue un gancho lateral bajo que le alcanzó en el estómago. El periodista dio un resoplido y cayó de rodillas.
– ¡Miente!
Stevens tosió y tosió, como si hubiese llegado al final de una carrera. Aspiraba aire, de rodillas, con los brazos recogidos sobre el vientre.
– Si se empeña, John, pero es la verdad -replicó alzando la vista-. ¿Va a decirme que no sabe nada, sinceramente? ¿Nada de nada?
– Stevens, más vale que me dé una prueba o se la va a cargar.
Stevens no se esperaba aquello en absoluto.
– Está bien -dijo-. Esto cambia las cosas. Dios, necesito un trago. ¿Me acompaña? Creo que ahora sí que deberíamos hablar, ¿no le parece? No le entretendré mucho, pero creo que debe saberlo.
Al pensar retrospectivamente en ello, Rebus comprendió que, de un modo inconsciente, lo sabía. Aquel día, el día del aniversario del viejo, cuando fue a visitar la tumba de su padre bajo la lluvia y luego a casa de Mickey, había notado aquel olor a manzanas caramelizadas en el cuarto de estar. Ahora sabía lo que era. Ya lo había pensado en aquel momento, pero no prestó atención. Dios bendito. Sintió que su mundo se hundía en un cenagal de locura. Esperaba que pronto hubiera una tregua, porque no iba a poder soportarlo.
Manzanas caramelizadas, cuentos de hadas, Sammy, Sammy, Sammy. A veces era imposible soportar la realidad, cuando ésta era tan aplastante. Necesitaba un escudo protector. El escudo de una tregua, el olvido. Reír y olvidar.
– Ésta la pago yo -dijo Rebus, recobrando la calma.
Gill Templer sabía lo que siempre había sabido: el asesino seguía una pauta para elegir a sus víctimas. Por lo tanto, había tenido acceso a sus nombres antes de secuestrarlas. Eso significaba que las cuatro niñas tenían algo en común, algo que le permitió a Reeve seleccionarlas. ¿Qué? Lo habían comprobado todo: tenían algunos gustos comunes: baloncesto, música pop y libros.
Baloncesto, música pop y libros.
Baloncesto, música pop y libros.
Eso implicaba indagar entre los entrenadores de baloncesto (no, descartado: eran todas féminas), empleados de tiendas de discos, pinchadiscos, dependientes de librerías y bibliotecarios. Bibliotecas.
Bibliotecas.
Rebus le contaba historias a Reeve. Samantha iba a la biblioteca central. Y las otras niñas, a veces, también. A una de ellas la habían visto subir por el Mound hacia la biblioteca el día que desapareció.
Pero Jack Morton ya había indagado en la biblioteca. Un empleado tenía un Ford Escort azul, pero habían descartado a aquel sospechoso. ¿Había sido suficiente con un interrogatorio? Hablaría con Morton y ella misma lo interrogaría otra vez. Se disponía a reunirse con Morton cuando sonó el teléfono.
– Inspectora Templer -contestó por el receptor color beige.
– La niña va a morir esta noche -dijo entre dientes una voz al otro extremo del hilo.
Irguió el torso en la silla con tal fuerza que estuvo a punto de derribarla.
– Oiga -dijo-, si es un chiflado…
– Calla, zorra. No soy ningún chiflado y lo sabes. Soy el auténtico. Escucha. -Oyó un grito amortiguado y sollozos infantiles, y a continuación la misma voz rencorosa-: Dile a Rebus que le deseo suerte. No podrá decir que no le di oportunidades.
– Escuche, Reeve, no…
Inmediatamente se dio cuenta de que no debía haber dicho su nombre, pero el sollozo de Samantha la había trastornado. Oyó un nuevo grito, el grito lúgubre de un loco que se ve descubierto. Se le puso la carne de gallina y sintió que el aire se helaba. Era el grito de la muerte, el grito final de victoria de un alma demente.
– Ah, lo sabes -jadeó la voz en un tono que reflejaba regocijo y terror-, lo sabes, lo sabes, lo sabes. Eres muy lista. Y además tienes una voz muy sexy. Tal vez vaya a por ti algún día. ¿Te jodió bien Rebus? ¿Sí? Dile que tengo a su niña y que esta noche va a morir. ¿Entendido? Esta noche.
– Escuche, yo…
– No, no, no. No me pidas nada, señorita Templer. Han tenido tiempo de sobra para localizarme. Adiós.
Oyó un clic y el sonido de la línea libre.
Tiempo para localizarlo. Qué imbécil había sido. Tenía que haber pensado en ello antes que nada y no lo había hecho. Tal vez el director Wallace tenía razón. Quizá no era sólo John quien estaba emocionalmente implicado en el caso. Se sintió cansada, vieja, agotada, como si su trabajo se hubiera transformado en una carga insoportable y todos los delincuentes fueran invencibles. Tenía los ojos irritados y pensó en ponerse las gafas, su escudo frente al mundo.
Tenía que encontrar a Rebus. ¿O buscaría primero a Jack Morton? Tenía que poner a John al corriente. No había tiempo que perder, y tenía que tomar la decisión correcta: ¿A quién llamar primero, a Rebus o a Morton? Optó por llamar a John Rebus.
Desconcertado por la revelación de Stevens, Rebus había regresado a su piso. Necesitaba averiguar algunas cosas. Mickey podía esperar. Le habían tocado muchas cartas malas en aquella agotadora tarde. Tenía que ponerse en contacto con sus antiguos jefes en el ejército, hacerles ver que había una vida en juego, a ellos que valoraban la vida humana de un modo tan extraño. Tendría que hacer muchas llamadas. Se puso en ello.
Pero antes llamó al hospital. Rhona estaba bien. Era un alivio, pero aún no le habían dicho lo del secuestro de Samantha. ¿Le habrían dicho que su amante había muerto? No, claro que no. Encargó unas flores para ella. Estaba a punto de hacer acopio de fuerzas para marcar el primer número de una larga lista cuando sonó el teléfono. Lo dejó sonar pero no cesó de hacerlo hasta que lo descolgó.