– No lo sé -contestó él, volviéndose hacia su interlocutor-. Ah, hola, Jim.
Era un hombre fornido, con el dinero preparado en la mano para que le sirvieran, y tampoco apartaba los ojos del televisor.
– Es un buen combate -dijo-. Creo que va a ganar Mailer.
A Mac Campbell se le ocurrió una idea.
– No, va a ganar Maxwell, y de lejos. ¿Apostamos algo?
El hombre fornido metió la mano en el bolsillo para sacar tabaco sin dejar de mirar al policía.
– ¿Cuánto? -preguntó.
– ¿Cinco libras? -dijo Campbell.
– Vale. Tom, ponme una pinta de cerveza, por favor. ¿Tomas algo, Mac?
– Lo mismo, gracias.
Permanecieron en silencio un rato, dando sorbos y mirando el combate. A sus espaldas se escucharon algunos rugidos amortiguados cuando los combatientes encajaban o esquivaban un puñetazo.
– A lo mejor gana el tuyo, si aguanta hasta el final -comentó Campbell, y pidió otra ronda.
– Sí, pero ya veremos. Por cierto, ¿qué tal el trabajo?
– Muy bien, ¿y el tuyo?
– En este momento no paro de bregar, la verdad -dijo imperturbable, con el cigarrillo en los labios, dejando caer ceniza en la corbata-. Una barbaridad.
– ¿Sigues indagando ese asunto de drogas?
– No. Me han asignado al caso de los secuestros.
– ¿Ah, sí? Igual que a Rebus. Procura no sacarle de sus casillas.
– Los periodistas sacan de sus casillas a todo el mundo, Mac. Gajes del… etcétera.
Mac Campbell recelaba de Jim Stevens pero le estaba agradecido por su amistad, porque, por endeble y ardua que ésta hubiera sido a veces, el periodista le había procurado información útil para su trabajo. Stevens se reservaba para sí muchas de las cosas interesantes que sabía, naturalmente, porque se trataba de «exclusivas», pero siempre estaba dispuesto a intercambiar favores, y a Campbell le parecía que, para satisfacer las necesidades de Stevens, bastaba con la información más inocua o el cotilleo más irrelevante. Stevens era una especie de urraca que lo coleccionaba todo indiscriminadamente, guardando mucho más de lo que iba a utilizar después. Pero con los periodistas nunca se sabe. Desde luego, Campbell prefería tener a Stevens como amigo que como enemigo.
– ¿Cómo va tu investigación sobre las drogas?
Jim Stevens se encogió de hombros.
– De momento no tengo nada que os pueda servir. Pero no lo he dejado, si te refieres a eso. No, lo que ocurre es que ese asunto es un avispero de cuidado; lo sigo con los ojos bien abiertos.
Se oyó la campanada para el último asalto del combate y dos cuerpos sudorosos y rendidos chocaron y se convirtieron en una masa de brazos y piernas.
– Mailer sigue teniendo ventaja -dijo Campbell con un ligero mal presentimiento.
No podía ser. Rebus no iba a hacerle eso a él. De pronto, Maxwell, el más pesado y lento de movimientos, recibió un golpe en la cara y se tambaleó retrocediendo. El bar rugió al unísono. Campbell miró su jarra. Maxwell yacía en la lona y el árbitro contaba. Se había acabado. Unos sensacionales últimos segundos de combate, según el locutor.
Jim Stevens tendió la mano abierta.
«Mataré a ese maldito Rebus. Dios mío, lo mato», pensó Campbell.
Más tarde, con las cervezas pagadas con el dinero de Campbell, Stevens le preguntó a propósito de Rebus.
– ¿Así que por fin voy a conocerlo? -inquirió.
– Tal vez sí, tal vez no. Él no es muy amigo de Anderson, así que a lo mejor lo deja relegado todo el día en algún despacho. Claro que John Rebus no es muy amigo de nadie.
– ¿No?
– Bah, no es que sea desagradable, pero es un hombre muy difícil.
Campbell, eludiendo la mirada inquisitiva del periodista, observó su corbata. La ceniza recién caída del cigarrillo era una simple capa sobre manchas más antiguas de huevo, grasa y alcohol. Los periodistas más desaliñados eran siempre los más listos, y Stevens lo era, todo lo que puede llegar a serlo alguien que lleva trabajando diez años seguidos en el mismo diario. Se comentaba que había rechazado empleos en diarios de Londres porque le gustaba vivir en Edimburgo y que lo que más le gustaba de su trabajo era la posibilidad de desvelar los aspectos más turbios de la ciudad, el delito, la corrupción, las bandas y las drogas. Campbell no conocía un detective mejor que él, y quizá por eso no les gustaba a los jefazos de la policía, que lo miraban con prevención; eso demostraba que trabajaba bien. Campbell advirtió que a Stevens le caía una salpicadura de cerveza en los pantalones.
– Ese Rebus -dijo Stevens, limpiándose la boca- es hermano del hipnotizador, ¿verdad?
– Debe de serlo. Yo no se lo he preguntado, pero no habrá muchos con ese apellido, ¿no crees?
– Eso mismo me digo yo -respondió Stevens, asintiendo con la cabeza como si confirmara algo muy importante.
– ¿Por qué?
– Por nada. ¿Y dices que no tiene muchos amigos?
– No he dicho eso exactamente. La verdad es que me da lástima. El pobre ya tiene problemas de sobra. Ahora ha empezado a recibir cartas anónimas.
– ¿Cartas anónimas?
Stevens quedó envuelto en humo unos instantes mientras daba caladas a otro cigarrillo. La neblina azulada del pub se interponía entre los dos interlocutores.
– No debería haberte dicho eso. Que no salga de aquí.
Stevens asintió con la cabeza.
– Por supuesto -dijo-. No era eso lo que me interesaba saber. De todos modos, eso que me acabas de decir no es algo frecuente, ¿verdad?
– No es muy frecuente. Y, desde luego, no suelen ser tan extrañas como las que él recibe. Bueno, quiero decir que no son insultantes ni nada así. Son… extrañas.
– Continúa. ¿Cómo de extrañas?
– Pues que las acompaña un trocito de cordel con un nudo y el mensaje dice «hay pistas por todas partes», o algo así.
– Joder. Sí que es extraño. Son dos hermanos extraños. Uno hipnotizador y el otro recibe cartas anónimas. Sirvió en el ejército, ¿verdad?
– John estuvo en el ejército, sí. ¿Cómo lo sabías?
– Yo lo sé todo, Mac. Es mi oficio.
– Otra cosa curiosa es que nunca habla de eso.
El periodista volvió a mirarle con interés. Cuando algo le interesaba le temblaban levemente los hombros. Miró hacia el televisor.
– ¿No habla nunca del ejército? -inquirió.
– Ni una palabra. Yo le he preguntado un par de veces.
– Ya te digo, Mac, son dos hermanos muy raros. Bebe, bebe, que aún me queda buen dinero tuyo para pagar.
– Eres un cabrón, Jim.
– De tomo y lomo -replicó el periodista sonriendo por segunda vez durante la conversación.
Capítulo 3
– Caballeros y, señoras, naturalmente, gracias por haber acudido tan rápido. Aquí estará el centro de operaciones durante la investigación. Bien, como todos saben…
El director de la policía, Wallace, interrumpió su discurso al abrirse bruscamente la puerta para dar paso a John Rebus, en quien se clavaron todas las miradas. Rebus, incómodo, miró a su alrededor, dirigió una inútil sonrisa de disculpa a su superior y se sentó en la silla más próxima a la puerta.
– Como iba diciendo… -prosiguió el director.
Rebus, restregándose la frente, miró la sala llena de agentes. Sabía lo que diría el viejo, y en aquel momento precisamente lo que menos necesitaba era un discurso de arenga de la vieja escuela. No cabía un alfiler. Muchos de los presentes tenían aspecto cansado, como si ya llevaran mucho tiempo en el caso. Los rostros más despiertos y más atentos eran los de los nuevos, algunos de ellos venidos desde comisarías de fuera de Edimburgo; había dos o tres con libreta y bolígrafo, muy dispuestos a tomar notas, como en sus tiempos de colegiales. Delante de todos, con las piernas cruzadas, vio a dos mujeres muy atentas a Wallace, que ahora estaba en plena filípica, paseando por delante de la pizarra como un personaje de Shakespeare en una mediocre representación escolar.