Al cruzar el puente Jorge IV, que encauzaba turistas y peatones hacia el Grassmarket, lejos de la zona de mendigos e indigentes, pobres de los de antes que no tenían a nadie a quien recurrir, John Rebus reflexionó sobre ciertos hechos. Primero, Gordon Reeve iría armado, y segundo, utilizaría algún disfraz. Recordó los comentarios de Sammy acerca de los vagabundos que se pasaban todo el día sentados en la biblioteca. Podía ser uno de ellos. Y se preguntó qué haría cuando se topara con Reeve cara a cara. ¿Qué le diría? Aquellos interrogantes y posibilidades le trastornaban, le asustaban y le dolían tanto como la evidencia de que la suerte de Sammy estaba en manos de Reeve. Pero lo importante era ella, no sus recuerdos; ella era el futuro. Resuelto y sin temor, apretó el paso en dirección a la fachada gótica de la biblioteca.
En la puerta, un vendedor de periódicos enfundado en un abrigo que parecía de papel de seda mojado voceaba las últimas noticias, que hoy no hablaban del estrangulador, sino de un desastre marítimo. Las noticias son efímeras. Rebus esquivó al hombre, no sin antes escrutar su rostro. Sintió que el agua le calaba los zapatos, como de costumbre, y cruzó la puerta batiente de entrada.
En el mostrador principal, un vigilante de seguridad hojeaba un periódico. No se parecía a Gordon Reeve en absoluto. Rebus aspiró profundamente para contener su temblor.
– Vamos a cerrar, señor -dijo el vigilante desde detrás del periódico.
– Sí, claro. -Al vigilante no pareció gustarle el sonido de la voz de Rebus: una voz dura, gélida, como un arma-. Me llamo Rebus, sargento Rebus, y busco a un tal Reeve, que trabaja en la biblioteca. ¿Está aquí en este momento?
Rebus esperaba haberlo dicho sin alterarse, pero se sentía alterado. El vigilante dejó el periódico en la silla, se acercó y miró a Rebus como con desconfianza. Bien, eso ya le gustaba más.
– ¿Puedo ver su carné?
Con torpeza, con dedos poco hábiles, Rebus mostró su identificación. El vigilante la examinó un instante y alzó la vista hacia su rostro.
– ¿Ha dicho Reeve? -inquirió, devolviéndole el carné y sacando una lista de nombres de una carpeta amarilla de plástico-. Reeve, Reeve, Reeve, Reeve. Aquí no trabaja nadie apellidado Reeve.
– ¿Está seguro? Tal vez no sea bibliotecario. Podría trabajar en el equipo de limpieza, en mantenimiento o en cualquier otra cosa.
– No, en la lista está todo el mundo, desde el director hasta el portero. Mire, aquí figura mi nombre: Simpson. En la lista está todo el mundo. Si trabajase aquí lo tendría en la lista. Puede que usted esté equivocado.
El personal comenzaba a abandonar el trabajo, diciendo «buenas noches» y «hasta luego». Tenía que darse prisa si quería localizar a Reeve; suponiendo que aún trabajase allí. Era una posibilidad tan ínfima, una esperanza tan leve, que Rebus volvió a sentir pánico.
– ¿Puedo ver la lista? -dijo tendiendo la mano y mirándole con fuego autoritario en los ojos.
El vigilante dudó, pero le tendió la lista. Rebus la examinó enfurecido, buscando anagramas, claves, lo que fuese.
Lo vio enseguida:
– Ian Knott -musitó.
Ian Knott, nudo, «nudo gordiano». Nudo de rizo. Nudo gordiano. «Como mi apellido.» Se preguntó si Gordon Reeve tendría la facultad de oler su presencia. Él olía a Reeve; lo tenía al alcance de la mano, tal vez al final de un simple tramo de escaleras.
– ¿Dónde trabaja ese Ian Knott?
– ¿El señor Knott? Trabaja a tiempo parcial en la sección infantil. Es un hombre encantador. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
– ¿Trabaja hoy?
– Creo que sí. Creo que viene dos horas al final de la tarde. Oiga, ¿qué ocurre?
– ¿Ha dicho la sección infantil? Abajo, ¿verdad?
– Sí -contestó el vigilante aturdido; intuía que iba a haber problemas-. Voy a llamarle…
Rebus se abalanzó sobre el mostrador hasta casi tocar nariz con nariz al vigilante.
– Nada de telefonear, ¿entendido? Si se le ocurre avisarle, le meto el teléfono por el culo y ya verá las llamadas internas que hace. ¿Lo ha captado?
El vigilante asintió despacio con la cabeza, pero Rebus ya le había dado la espalda y se dirigía hacia la reluciente escalera.
La biblioteca olía a libros usados, a humedad y a pulimento para dorados. Pero para Rebus era el olor del enfrentamiento, un olor permanente; bajar por aquella escalera hacia el corazón de la biblioteca le hizo recordar el olor de la manguera a presión a medianoche, la acción de arrebatarle la pistola a alguien, las marchas solitarias por el páramo, los lavaderos, toda aquella pesadilla. Podía oler colores, sonidos y sensaciones; había una palabra para definir el fenómeno, pero no la recordaba.
Contó los peldaños para calmarse los nervios: doce; dobló y doce más. Estaba ante una puerta de cristal con un dibujo: un osito y una comba de saltar. El osito se reía de algo, y le pareció que se reía de él; no era una risa amable, sino de fruición: Pasa, pasa, seas quien seas. Miró el interior de la sección. No había nadie; ni un alma. Abrió despacio la puerta. Ni niños, ni bibliotecario, pero se oía a alguien colocando libros en un anaquel. El ruido venía de más allá de una mampara que había detrás del mostrador de préstamos. Rebus se acercó de puntillas y tocó la campanilla.
De detrás de la mampara surgió, tarareando y sacudiéndose las manos de un polvo inexistente, un sonriente Gordon Reeve, rechoncho y envejecido. Parecía un osito. Rebus se aferró con fuerza al borde del mostrador.
Gordon Reeve dejó de tararear al verlo, pero la sonrisa permanecía en su rostro y le hacía parecer inocente, normal, tranquilo.
– Me alegro de verte, John -dijo-. Así que por fin me has localizado, condenado diablo. ¿Cómo estás?-añadió tendiéndole la mano.
Pero John Rebus sabía que si soltaba las manos del borde del mostrador se desplomaría allí mismo.
Ahora recordaba a Gordon Reeve, recordaba con todos los detalles el tiempo que habían pasado juntos. Recordaba gestos, bromas, ocurrencias. Habían sido hermanos de sangre, habían sufrido juntos y casi habían llegado a leerse el pensamiento. Volverían a ser hermanos de sangre. Rebus lo veía en la mirada enloquecida de su sonriente torturador. Sintió una oleada que le aturdía los oídos. Así que era eso. Eso es lo que esperaba de él.
– Vengo a buscar a Samantha -dijo-. La quiero viva y ahora. Luego podemos ajustar cuentas como tú quieras. ¿Dónde está, Gordon?
– ¿Sabes cuánto tiempo hace que nadie me llama Gordon? He sido lan Knott tanto tiempo que me resulta difícil asimilar que soy «Gordon Reeve» -dijo sonriente, mirando más allá de la espalda de Rebus-. John, ¿y la caballería? No irás a decirme que has venido solo… Va en contra del reglamento, ¿no?
Pero Rebus se guardó muy mucho de decirle la verdad.
– Están ahí fuera; tranquilo. He entrado yo solo para hablar contigo, pero mis colegas están ahí fuera. Se ha acabado el juego, Gordon. Dime dónde está Samantha.
Pero Gordon Reeve sacudió la cabeza conteniendo la risa.
– Vamos, John. No es tu estilo venir acompañado. Olvidas que te conozco bien. -Ahora iba despojándose poco a poco de su personaje ficticio-. No, has venido solo. Solito. Igual que lo estaba yo, ¿recuerdas?