Reeve echó a correr por entre las estanterías derribándolas a su paso, mientras Rebus corría hacia el escritorio para pedir ayuda por teléfono, vigilando por si regresaba Reeve. Reinaba un silencio absoluto y se sentó en el suelo.
De pronto, la puerta se abrió y entró William Anderson. Iba vestido de negro, como si fuera un estereotipo del ángel vengador. Rebus sonrió.
– ¿Cómo me ha encontrado?
– Llevo un buen rato siguiéndole -dijo Anderson agachándose para examinar el brazo de Rebus-. He oído un disparo. ¿Ha dado con él?
– Está cerca de aquí, desarmado. La pistola ha caído ahí detrás.
Anderson lió un pañuelo en el hombro a Rebus.
– John, hay que pedir una ambulancia.
Pero Rebus ya se había incorporado.
– Aún no -dijo-. Acabemos con esto de una vez. ¿Cómo es que no he notado que me seguía?
Anderson sonrió.
– Hay que ser muy buen policía para detectarme cuando sigo a alguien, y usted, John, no es muy buen policía. Es… buen policía.
Pasaron al otro lado de la mampara y avanzaron lentamente entre las estanterías. Rebus recogió el arma y se la guardó en el bolsillo. No se veía a Gordon Reeve por ninguna parte.
– Mire -dijo Anderson señalando una puerta entreabierta al fondo de la sala.
Se acercaron con precaución y Rebus la abrió del todo: daba paso a una profunda escalera de hierro, empinada y casi a oscuras, que parecía conducir a los sótanos de la biblioteca. No tenían más opción que bajar por allí.
– Creo que sé adónde conduce -susurró Anderson, y sus palabras resonaron amortiguadas en el profundo pozo por el que se internaban-. La biblioteca está edificada sobre el antiguo solar del tribunal de justicia y aún se utilizan los calabozos de los sótanos para almacenar libros viejos. Es un laberinto de celdas y pasadizos que discurre por debajo de Edimburgo.
A medida que descendían, la pared enlucida dio paso a ladrillos antiguos. Rebus olió a moho, un olor amargo que le recordaba otros tiempos.
– A saber dónde habrá ido a parar -comentó.
Anderson se encogió de hombros. Al final de la escalera se encontraron ante un amplio pasadizo sin libros al que daban unos habitáculos -las antiguas celdas, probablemente- llenos de libros sin orden ni concierto, simples libros viejos.
– Es probable que haya escapado -musitó Anderson-. Creo que hay salidas que dan al actual edificio del tribunal y a la catedral de Saint Giles.
Rebus estaba impresionado. Aquello era una zona del viejo Edimburgo que aún se mantenía intacta y sin profanar.
– Es increíble -dijo-. No sabía nada de esto.
– Hay más. Dicen que bajo el ayuntamiento aún quedan calles de la Ciudad Vieja. Con edificios construidos encima. Calles enteras, con tiendas y casas de hace siglos.
Anderson sacudió la cabeza, pensando, igual que Rebus, en lo poco que sabían: podía uno sumergirse en una realidad desconocida sin invadirla necesariamente.
Recorrieron el pasadizo, agradecidos por las bombillas eléctricas del techo, mirando en todas las celdas.
– ¿Quién es ese tipo? -inquirió Anderson.
– Un viejo amigo -contestó Rebus, sintiendo un leve desmayo; tenía la impresión de que allí escaseaba el oxígeno y sudaba a chorros a causa de la hemorragia; no debería estar allí. Recordó que tendría que haber hecho ciertas cosas, como preguntarle al vigilante la dirección de Reeve y enviar un coche patrulla por si tenía a Sammy allí. Ahora era demasiado tarde.
– ¡Allí está!
Anderson acababa de verlo a lo lejos, por delante de ellos, tan oculto entre las sombras que Rebus no vislumbró su silueta hasta que Reeve echó a correr. Anderson corrió tras él. Rebus le seguía, tragando saliva y tratando de no quedar rezagado.
– Tenga cuidado, es peligroso -dijo con un hilo de voz, sin fuerzas para gritar.
De pronto algo salió mal. Vio cómo Anderson alcanzaba a Reeve y éste se revolvía contra él lanzándole una patada en la cabeza, un golpe casi perfecto, aprendido años atrás. Anderson dobló la cabeza hacia un lado por efecto del golpe y chocó contra la pared. Rebus había caído de rodillas. Se había quedado sin aliento y apenas podía ver nada. Dormir, necesitaba dormir. El suelo, irregular y frío, le parecía una endiable y cómoda cama. Estaba temblando, a punto de desplomarse, cuando vio a Reeve acercarse hacia él mientras Anderson se desplomaba al pie de la pared. Ahora Reeve, avanzando entre las sombras, le parecía gigantesco. Su tamaño aumentaba a cada paso, y cuando llegó hasta donde él estaba, vio que sonreía burlonamente.
– ¡Ahora tú! -gritó Reeve-. Te toca a ti.
Rebus sabía que en aquel momento, por encima de sus cabezas, el tráfico discurría lentamente por el puente Jorge IV; la gente se apresuraba camino de sus casas, a reunirse con sus familias para ver la televisión, mientras él estaba allí, de rodillas ante su negra sombra, como un animal acorralado al final de una batida de caza. De nada le serviría gritar ni resistirse. De manera borrosa, vio a Gordon Reeve agacharse, con el rostro extrañamente ladeado, y recordó que acababa de partirle la nariz, y bien partida.
Reeve retrocedió y le dirigió una brutal patada en la barbilla. Rebus logró esquivarla con un rápido movimiento, sacando fuerzas de flaqueza, y el golpe le alcanzó en la mejilla y le hizo caer de lado. Tumbado en posición fetal, precariamente a la defensiva, oyó reír a Reeve y vio sus manos rodeándole el cuello. Pensó en aquella mujer y en sus propias manos apretándole la garganta. Era un castigo justo. Que así sea. Pero pensó también en Sammy, en Gill, en Anderson y en el hijo de éste, asesinado; en aquellas niñas muertas. No, no podía dejar que Gordon Reeve se saliera con la suya. No sería justo. No estaría bien. Sintió sus ojos, su lengua, tirantes y convulsos, y metió la mano en el bolsillo mientras Gordon Reeve le susurraba:
– Te alegras de que todo haya acabado, ¿verdad, John? ¿Verdad que es un alivio?
En ese momento una detonación retumbó en el pasadizo, hiriendo los oídos de Rebus. El retroceso del disparo sacudió su mano y el brazo, y volvió a sentir aquel olor dulzón, parecido al de manzanas caramelizadas. Reeve, con un estremecimiento, quedó un segundo inmóvil, se dobló sobre sí mismo y cayó sobre él, casi asfixiándole. Rebus, incapaz de moverse, pensó que ya podía dormir…
Fin
EPÍLOGO
Echaron abajo la puerta del chalé de Ian Knott, una casita tranquila de las afueras, en presencia de los vecinos curiosos, y encontraron a Samantha Rebus. Estaba muy asustada, atada a una cama y amordazada, rodeada de fotos de las niñas asesinadas. Mientras conducían a Samantha, llorosa, fuera de la casa, realizaron su trabajo. Comprobaron que el camino de entrada quedaba oculto de las miradas de los vecinos por un seto alto. Nadie había visto las idas y venidas de Reeve. Era un vecino tranquilo, dijeron. Hacía siete años que vivía en aquella casa, desde que empezó a trabajar en la biblioteca.
Jim Stevens sintió una gran alegría, porque el desenlace de aquel caso le proporcionaba material para los artículos de toda la semana. ¿Cómo podía haberse equivocado de aquel modo respecto a John Rebus? Aquella crónica quedaba descartada. Pero pudo completar su historia sobre el tráfico de drogas, y Michael Rebus iría a la cárcel. Eso era seguro.
La prensa de Londres acudió a documentar su propia versión del caso. Stevens conoció a un periodista en el bar del hotel Caledonian, un individuo que quería comprar la historia de Samantha y que se dio unas palmaditas en el bolsillo, asegurándole que llevaba un talonario del editor. A Stevens le pareció que aquello formaba parte de una epidemia generalizada. Los medios de comunicación ya no se limitaban a crear la realidad para manipularla después a su gusto, sino que ahora añadían algo nuevo a la habitual basura, vileza y chapuza, algo todavía más turbio. Y eso no le gustaba nada. Habló con el periodista londinense de conceptos vagos, como justicia, verdad y objetividad. Estuvieron horas charlando y bebiendo whisky y cerveza, pero no llegaron a ninguna conclusión. Un Edimburgo desconocido, agazapado en las sombras de la mole del Castillo, como si se escondiera de algo, se había revelado ante Jim Stevens. Los turistas sólo veían las sombras de la historia, pero la ciudad era un ente muy distinto. Y a Jim no le gustaba; no le gustaba el trabajo que hacía. Tampoco le gustaba el horario. Había recibido varias ofertas de Londres, y aprovechó la oportunidad que le brindaba el sur.