– Dos muertes, pues. Sí, eso me temo. -Un escalofrío recorrió la audiencia-. El cadáver de Sandra Adams, de once años, apareció en un solar junto a la comisaría de Haymarket, a la seis en punto de esta tarde, y el de Mary Andrews a las siete menos diez, en una parcela del distrito de Oxgangs. Hay agentes en ambos lugares, y al final de esta reunión se les unirán otros, elegidos entre los aquí presentes.
Rebus advirtió el orden jerárquico habituaclass="underline" inspectores en las primeras filas, a continuación sargentos, y luego, el resto. Incluso en pleno desarrollo de un caso de asesinato persistía el orden jerárquico. La enfermedad británica. Y él se encontraba al final del montón, porque había llegado tarde. Otra cruz en la calificación mental de alguien.
En el ejército siempre había sido uno de los primeros, en el regimiento de paracaidismo; en el curso de entrenamiento de los SAS, primero de su clase y seleccionado para un cursillo rápido de misiones especiales. Había ganado una medalla y merecidas menciones de honor. Una buena época, pero también la peor de todas; tiempos de estrés y extenuación, de engaño y brutalidad. Al salir de allí no le admitieron tan fácilmente en la policía; ahora sabía que fue la influencia del ejército lo que allanó las dificultades para su ingreso. En el cuerpo había personas que no se lo perdonaban, le buscaban problemas siempre que podían, complicaciones que él supo esquivar, e incluso, como hacía bien su trabajo, no tuvieron más remedio que citarle por actos de servicio. Pero en cuanto al ascenso, se había buscado un obstáculo a sus aspiraciones por hacer comentarios inconvenientes. Además, un día abofeteó a un cabrón rebelde en el calabozo. Que Dios se lo perdonara; fue un minuto de ofuscación; aquello le causó aún más problemas. Ah, qué vida tan perra; perra de verdad. Era como vivir en los tiempos bíblicos, en una tierra de barbarie y venganza.
– Mañana, después de las autopsias, tendremos, naturalmente, más información para que puedan trabajar, pero de momento esto es lo que hay. Ahora les hablará el inspector jefe Anderson, quien les asignará las correspondientes tareas iniciales.
Rebus advirtió que Jack Morton cabeceaba y, si alguien no lo impedía, pronto se escucharían sus ronquidos. Esbozó una sonrisa que se le borró fulminantemente al oír una voz al fondo de la sala: la voz de Anderson, el objeto de sus comentarios inconvenientes. Sintió el malestar de la predestinación. Anderson dirigía el caso. Hizo el firme propósito de dejar de rezar; tal vez si dejaba de rezar, Dios, al darse por aludido, dejaría de ser tan cabrón con uno de sus escasos creyentes en este olvidado planeta.
– Gemmill y Hartley harán el puerta a puerta.
Bueno, a Dios gracias, se había librado de ésta. Sólo había algo peor que el puerta a puerta…
– Y para la búsqueda inicial en los archivos de Modus Operandi, los sargentos Morton y Rebus.
Precisamente eso.
«Gracias, Dios mío, muchas gracias. Eso es justamente lo que yo quería hacer esta tarde: leer los historiales de todos los malditos pervertidos y agresores sexuales de Escocia central-este. Realmente, debes detestarme. ¿Soy acaso una especie de Job? ¿Es eso?»
Pero no respondió ninguna voz etérea. No oyó ninguna voz, excepto la del satánico y quisquilloso Anderson, cuyos dedos pasaban páginas de la lista de relación de servicios; Anderson, de labios húmedos y gruesos, cuya esposa era una adúltera descarada y su hijo poeta ocasional, nada menos. Rebus masculló para sus adentros sucesivas maldiciones contra aquel superior mojigato y delgaducho. Le dio una patada a Morton en la pierna y éste, casi a punto de roncar, se despertó, irritado.
Menudo panorama.
Capítulo 4
– Menudo panorama -dijo Jack Morton. Aspiró con deleite el cigarrillo con filtro, tosió ruidosamente, sacó el pañuelo del bolsillo y depositó en él lo expectorado-. Ja, ja, nueva prueba trascendente -comentó, aunque hizo un visible gesto de preocupación.
– Deberías dejar de fumar, Jack -comentó Rebus sonriente.
Estaban los dos sentados ante un escritorio sobre el que se amontonaban unos ciento cincuenta expedientes de agresores sexuales fichados en Escocia central. Una joven y guapa secretaria, sin duda encantada por las horas extra que las investigaciones por homicidio le permitían hacer, no dejaba de traerles más expedientes, bajo la fingida mirada indignada de Rebus cada vez que aparecía. Esperaba asustarla; si entraba una vez más, la indignación iba a materializarse.
– No, John, son estos cabrones con filtro, que no puedo fumarlos. De verdad que no puedo. Maldito médico.
Mientras lo decía, Morton se quitó el cigarrillo de la boca, le arrancó el filtro y volvió a ponerlo, ridículamente corto, en sus pálidos labios.
– Así está mejor. Es más cigarro.
A Rebus siempre le habían parecido notables dos cosas. Una, que le cayera bien ese Jack Morton y que el sentimiento fuera mutuo, y la otra, que Morton aspirara con tal fuerza un pitillo y expulsara tan poco humo. ¿Dónde iba a parar aquel humo? No podía imaginarlo.
– Veo que hoy estás de abstinencia, John.
– Estoy reduciéndolo a diez al día, Jack.
Morton sacudió la cabeza.
– Diez, veinte o treinta al día, en definitiva, es lo mismo, John. Te lo digo yo. Lo que cuenta es dejarlo o no, y si no puedes dejarlo, lo mejor que puedes hacer es fumar todos los que te apetezca. Está demostrado. Lo he leído en una revista.
– Sí, pero ya sabemos las revistas que lees tú, Jack.
Morton contuvo la risa, tosió estentóreamente otra vez y buscó el pañuelo.
– Qué tarea de mierda -comentó Rebus cogiendo la primera carpeta.
Estuvieron en silencio unos veinte minutos hojeando hechos y fantasías de violadores, exhibicionistas, pederastas, pedófilos y proxenetas. A Rebus le parecía sentir aquella porquería en la boca; era como si se viera implicado sin remisión, una y otra vez, como si otro yo acechara a espaldas de su conciencia cotidiana; su propio míster Hyde, como en la obra del edimburgués Robert Louis Stevenson. Se avergonzaba de sentir alguna que otra erección; seguro que a Jack Morton también le ocurría. Eran gajes del oficio, igual que el asco, el odio y la fascinación.
En torno a ellos, la comisaría vibraba al ritmo de la actividad nocturna. Agentes en mangas de camisa pasaban adrede por delante de la puerta del despacho que les habían asignado, alejado de todos los otros para que nadie interrumpiera sus reflexiones. Rebus hizo una pausa para pensar en lo bien que le vendría a su oficina en Great London Road disponer de parte de aquel mobiliario: un escritorio moderno (con buenas patas y cajones fáciles de abrir), archivadores (ídem) y una máquina dispensadora de agua allí mismo, en el pasillo. Incluso había moqueta, y no aquel linóleo color rojo hígado con peligrosas puntas levantadas. Aquél era un agradable entorno para localizar pervertidos y asesinos.
– ¿Qué es lo que estamos buscando exactamente, Jack?
Morton lanzó un resoplido, tiró en la mesa una carpeta marrón no muy gruesa, se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.
– Porquerías -dijo cogiendo otra carpeta, sin que Rebus tuviera ocasión de saber si era o no una respuesta.
– ¿Sargento Rebus?
En la puerta había un joven agente uniformado, con acné en el cuello y recién afeitado.
– Diga.
– Un mensaje del jefe, señor -dijo mientras le entregaba a Rebus una hoja azul de bloc doblada.
– ¿Buenas noticias? -preguntó Morton.
– Oh, la mejor de las noticias, Jack, la mejor de las noticias. El jefe nos envía el siguiente mensaje fraterno: «¿Alguna pista en los archivos?». Eso es todo.
– ¿Hay respuesta, señor? -inquirió el agente.
Rebus hizo una pelota con la nota y la tiró en una papelera nueva de aluminio.
– Sí, hijo, sí que la hay -contestó Rebus-, pero dudo mucho que te apetezca decírsela.