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Y mientras pensaba en ello cruzó silbando el cuarto en dirección a la cocina para prepararse el desayuno y llevárselo al dormitorio. Era un ritual después de una noche de servicio. Se desvistió, se metió en la cama, asentó sobre el pecho el plato con los panecillos y se arrimó un libro a la nariz. No valía mucho; trataba de un secuestro. La cama se la había llevado Rhona, pero le quedaba el colchón y así le resultaba más fácil coger la taza de café y cambiar de libro.

Se quedó dormido enseguida, con la lámpara encendida y cuando ya comenzaban a circular coches por la calle.

* * *

El despertador sonó, para variar, sacándole del colchón como una flecha. El edredón estaba en el suelo y él, bañado en sudor. Hacía un calor asfixiante y de pronto recordó que había dejado la calefacción central a tope. Fue a desconectar el termostato, pero al pasar ante la puerta se agachó a recoger el correo. Había una carta sin sello ni franqueo, sólo con su nombre mecanografiado en el centro. Sintió un nudo en el estómago. Abrió el sobre y sacó una hoja de papel.

PARA LOS QUE LEEN ENTRE ÉPOCAS

Así que ahora el chalado sabía dónde vivía. Miró con resignación dentro del sobre, esperando encontrar el trozo de cordel con un nudo, pero lo que encontró fueron dos cerillas atadas en forma de cruz con un cordelito.

SEGUNDA PARTE. «PARA LOS QUE LEEN ENTRE ÉPOCAS»

Capítulo 7

Caos organizado: eso era la oficina del periódico. Caos organizado a gran escala. Stevens revolvió entre los papeles de la bandeja como si buscara una aguja en un pajar. ¿No lo habría archivado en algún otro sitio? Abrió uno de los enormes cajones de su mesa y lo cerró de inmediato por temor a que se escapara parte del revoltijo allí recluido. Respiró profundamente para sobreponerse, volvió a abrirlo y metió la mano entre el batiburrillo de papeles como si algo fuera a morderle. Un clip-pinza suelto de un dossier le mordió, efectivamente, con un pellizco en el dedo. Cerró de golpe el cajón, con el cigarrillo pendiente del labio, maldiciendo a la oficina, a la profesión periodística y a los árboles proveedores de papel. Que les den. Se reclinó en el asiento y se restregó los ojos irritados por el humo. Eran las once de la mañana y ya flotaba en la oficina una neblina azul, como si toda la redacción fuese la escena del pantano de Brigadoon. Cogió una hoja mecanografiada, le dio la vuelta y comenzó a escribir con un cabo de lápiz que había robado en un despacho de apuestas.

«X (¿el Jefe?) hace la entrega a Rebus, M. ¿Dónde encaja aquí el hermano policía? Respuesta: quizás en todo, quizás en nada.»

Hizo una pausa, se quitó el cigarrillo de la boca y se puso uno nuevo, encendiéndolo con la colilla del anterior.

– Vamos a ver… cartas anónimas. ¿Amenazas? ¿Un código?

A Stevens no le parecía verosímil que John Rebus no supiera que su hermano estaba implicado en el mundo del tráfico de drogas en Escocia y, aún más, era probable que él mismo estuviera implicado, tal vez desviando las investigaciones para proteger a su hermano. Sería una historia sensacional cuando se publicara, pero sabía que a partir de aquel momento tenía que andar con pies de plomo, porque nadie le iba a ayudar a incriminar a un policía; y si alguien descubría lo que estaba investigando se vería en un grave apuro, desde luego. Dos cosas tenía que hacer: comprobar su seguro de vida y no hablarle a nadie de aquello.

– ¡Jim!

El editor le hacía un gesto para que se acercara a la cámara de tortura. Se levantó del asiento como si se desprendiera de algo orgánico, se enderezó la corbata a rayas malvas y rosa y se encaminó hacia una previsible bronca.

– Sí, Tom.

– ¿No tenías que estar en una conferencia de prensa?

– Hay tiempo de sobra, Tom.

– ¿Qué fotógrafo vas a llevar?

– ¿Crees que es necesario? Sería mejor que fuera con mi Instamatic. Esos jóvenes no saben de qué va, Tom. ¿Qué te parece Andy Fleming? ¿Puedo disponer de él?

– No puede ser, Jim, está cubriendo la gira real.

– ¿Qué gira real?

Por un momento pareció como si Tom Jameson fuera a levantarse de nuevo del asiento, lo cual habría sido un hecho sin precedentes, pero se limitó a estirar la espalda, cuadrar los hombros y mirar receloso a su periodista criminalista «estrella».

– Jim, tú eres periodista, ¿no? ¿Es que te has prejubilado, o te has vuelto ermitaño? ¿No habrá en tu familia antecedentes de demencia senil?

– Escucha, Tom, cuando la familia real cometa un asesinato seré el primero en llegar a la escena del crimen. Mientras tanto, por lo que a mí respecta, es como si no existiera. Al menos no me quita el sueño.

Jameson miró intencionadamente su reloj de pulsera.

– De acuerdo, de acuerdo, ya me voy -añadió.

Stevens, sin decir nada más, dio media vuelta con sorprendente rapidez y salió del despacho haciendo caso omiso de las voces del jefe, que seguía preguntándole cuál de los fotógrafos disponibles quería que le acompañara.

Daba igual; no había conocido un solo policía que fuera fotogénico. Pero, cuando estaba a punto de salir a la calle, recordó quién era el oficial de enlace en aquella ocasión y cambió de idea mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.

* * *

– «Hay pistas por todas partes para quien lee entre épocas.» Es un puro galimatías, ¿eh, John?

Morton conducía el coche hacia el barrio de Haymarket. Era una tarde como muchas, con lluvia ventosa, fina y fría, de esa que cala hasta los huesos. El cielo había estado encapotado todo el día, hasta el punto de que los coches circulaban a mediodía con las luces encendidas. Un día fantástico para trabajar fuera de la comisaría.

– No lo sé muy bien, Jack. La segunda parte enlaza con la primera como si fuese una conclusión lógica.

– Bueno, esperemos que te envíe más notas, a ver si así queda más claro.

– Puede ser. Pero preferiría que interrumpiera esta mierda por las buenas. No es muy agradable que un chalado sepa dónde vives y trabajas.

– ¿Tu teléfono figura en el listín?

– No.

– Entonces, queda descartado que lo haya visto en el listín. ¿Cómo habrá conseguido él tu dirección?

– Él o ella -replicó Rebus, guardándose las notas en el bolsillo-. No tengo ni idea.

Encendió dos cigarrillos y le tendió uno a Morton, después de quitarle el filtro.

– Vaya -comentó Morton, poniéndose el pitillo en la boca y viendo que amainaba la lluvia-; en Glasgow, inundaciones.

Se les veía ojerosos por falta de sueño, pero aquel caso se había apoderado de ellos y marchaban con la mente embotada hacia el desapacible centro de la investigación: una cabina desmontable instalada en el solar que había junto al lugar donde encontraron el cadáver de la niña; desde allí se coordinaría la operación puerta a puerta. También interrogarían a amigos y familiares de la víctima. Rebus preveía una jornada bastante tediosa.

– Lo que me preocupa -dijo Morton- es que si los dos asesinatos están relacionados, nos enfrentamos con alguien que probablemente no conocía a las niñas. Si es así, la investigación va a ser una cabronada.

Rebus asintió con la cabeza. No obstante, cabía la posibilidad de que las dos niñas conociesen al asesino o que éste fuese alguien en quien ellas confiaban. Porque las dos tenían casi doce años y, si no eran tontas, habrían opuesto resistencia al secuestro; pero no habían recibido ninguna denuncia de algún posible testigo. Era muy extraño.

Había dejado de llover cuando llegaron al concurrido centro de operaciones. Estaba presente el inspector encargado de la operación, para repartir las listas de nombres y direcciones. A Rebus le alegraba estar lejos de la jefatura de policía y de Anderson, con su fervor por escrutar archivos. Aquí era donde realmente se llevaba a cabo la investigación, donde se establecían contactos directos y donde cualquier desliz de un sospechoso podía marcar el punto de inflexión del caso.