– Señor, ¿le importaría decirme quién nos ha asignado a mi colega y a mí esta tarea?
El inspector parpadeó y miró un instante a Rebus.
– Sí, ya lo creo que me importa, Rebus. En definitiva, no viene a cuento quién, ¿no cree? En este caso cualquier tarea es vital e importante. No lo olvide.
– Sí, señor -replicó Rebus.
– Esto es como trabajar en una caja de zapatos, señor -comentó Morton al ver la estrechez del cubículo.
– Sí, hijo, aquí estoy yo, en la caja, y vosotros sois los zapatos, así que ponte a andar.
Rebus, mientras se guardaba la lista en el bolsillo, pensó que aquel inspector era un buen tipo. Le gustaba su modo de decir las cosas.
– Pierda cuidado, señor, lo haremos rápido -añadió, con intención de que el inspector notase su tono irónico.
– Maricón el último -dijo Morton.
Actuaban según el reglamento, pero por lo visto, aquel caso requería nuevas reglas. Anderson les enviaba a buscar a los sospechosos habituales: familiares, conocidos y gente fichada, y evidentemente, al regresar a jefatura harían un escrutinio con entidades similares a Información sobre Pedófilos. Rebus esperaba que hubiese muchas llamadas de chiflados para Anderson. Solía ser así: gente que confesaba ser culpable, llamadas de videntes que se ofrecían a colaborar y a ponerse en contacto con las difuntas, gente que daba pistas notoriamente falsas. Todos movidos por culpas del pasado o fantasías del presente. Tal vez eso le ocurría a todo el mundo.
En la primera casa Rebus llamó a la puerta y aguardó. Abrió una anciana maloliente, descalza y con una rebeca rota sobre sus hombros huesudos.
– ¿Quién es?
– Policía, señora. Se trata de los asesinatos.
– ¿Cómo? No quiero nada. Váyase antes de que llame a la policía.
– Los asesinatos -dijo Rebus alzando la voz-. Soy policía. Quiero hacerle unas preguntas.
– ¿Cómo? -inquirió la mujer retrocediendo un paso para escrutarle.
Rebus habría jurado ver un fulgor de inteligencia perdida en aquellos ojos apagados.
– ¿Qué asesinatos? -preguntó la anciana.
Vaya día. Para acabar de complicarlo comenzó a llover de nuevo; gruesas gotas que le mojaban el cuello y la cara y le calaban los zapatos. Igual que el otro día ante la tumba del viejo… ¿Había sido ayer? Sucedían muchas cosas en veinticuatro horas; sobre todo a él.
A las siete, Rebus había cubierto siete de las catorce direcciones de la lista. Volvió al centro de operaciones, con los pies doloridos y el estómago inundado de té, y ansiando tomar algo más fuerte.
En el siniestro solar, Jack Morton miraba la extensión de barro sembrada de ladrillos y detritos, un paraíso infantil.
– Qué horrible lugar para morir.
– No murió aquí, Jack. Recuerda lo que comentó el forense.
– Bueno, ya sabes lo que quiero decir.
Sí, Rebus sabía lo que quería decir.
– Por cierto, has llegado el último -añadió Morton.
– Brindemos por ello -replicó Rebus.
Estuvieron bebiendo en bares sórdidos de Edimburgo, bares en los que no entraban turistas. Trataban de desconectarse del caso, pero no podían. Era la costumbre en investigaciones de crímenes como ésos, que se apoderaban de ti física y mentalmente, te consumían y te hacían trabajar más y más. En todos los asesinatos había una racha de adrenalina que les impulsaba a ir hacia delante sin parar.
– Bueno, creo que me vuelvo a casa -dijo Rebus.
– No, tómate otra.
Jack Morton hizo un gesto en dirección a la barra con el vaso vacío en la mano.
Rebus, con la mente nebulosa, pensó en las misteriosas misivas. Sospechaba de Rhona, aunque no era su estilo. Sospechaba de su hija Sammy, quizás en un tardío acto de venganza por el hecho de que su padre se hubiera apartado de ella. Los familiares y las amistades eran, al menos al principio, los principales sospechosos. Pero podía ser cualquiera, cualquiera que supiera dónde trabajaba y dónde vivía. Otra posibilidad no descartable era que fuese alguien del cuerpo.
La pregunta del millón, ciertamente.
– Aquí tienen, dos estupendas pintas a cuenta de la casa.
– Eso es publicidad etílica -comentó Rebus.
– O publicidad del dueño, ¿no, John? -añadió Morton conteniendo la risa y limpiándose espuma de los labios. Vio que Rebus seguía abstraído-. ¿En qué piensas? -dijo.
– En un asesino en serie -contestó Rebus-. Tiene que serlo. Y en tal caso, aún no ha terminado la faena.
Morton dejó el vaso en la mesa y se olvidó inmediatamente de su sed.
– Esas niñas iban a distintos colegios -prosiguió Rebus-, vivían en diferentes zonas de la ciudad, tenían gustos diferentes, amigos diferentes, su religión era distinta y las mató el mismo asesino, de la misma manera y sin abusos visibles de ningún tipo. Se trata de un maníaco. Puede estar en cualquier parte.
En ese momento se entabló una discusión en el bar, al parecer por una partida de dominó. Un vaso se estrelló en el suelo, seguido de un silencio. A continuación la tensión se calmó un poco, un hombre abandonó el local empujado por sus partidarios en la disputa mientras otro permanecía derrumbado sobre la barra, musitándole algo a una mujer que estaba junto a él.
Morton le dio un trago a su cerveza.
– Gracias a Dios que no estamos de servicio -dijo, y añadió-: ¿Te apetece comer algo?
Morton dio buena cuenta del pollo picante y dejó caer el tenedor en el plato.
– Creo que voy a reclamar una inspección sanitaria -dijo, sin dejar de masticar-. O una inspección de comercio. Porque no sé lo que era esto, pero pollo, desde luego, no.
Estaban en un pequeño restaurante, cerca de Haymarket Station, de iluminación cutre y paredes empapeladas en rojo imitación terciopelo, con una obsesiva música ambiental de sitar.
– Pues me ha parecido que te gustaba -dijo Rebus apurando la cerveza.
– Ah, sí, me ha gustado, pero no era pollo.
– Entonces, si te ha gustado no tienes motivos para quejarte -añadió Rebus, echándose hacia atrás en la silla con las piernas estiradas y un brazo en el respaldo, y fumando el enésimo cigarrillo del día.
Morton se inclinó indeciso hacia él.
– John, siempre hay algo de que quejarse, en particular si piensas que así puedes irte sin pagar la cuenta.
Hizo un guiño a Rebus, se arrellanó en el asiento, eructó y metió la mano en el bolsillo para coger un cigarrillo.
– Una porquería -dijo.
Rebus trató de hacer un cálculo de los cigarrillos que él había fumado aquel día, pero su cerebro le hizo desistir.
– Me pregunto qué estará haciendo nuestro asesino en este momento -dijo.
– ¿Estará terminando de cenar? -aventuró Morton-. John, el problema es que ese tipo podría ser un don nadie, en apariencia respetable, casado, con hijos, el ciudadano medio, un trabajador, pero con un loco en su interior; así de sencillo.
– Ese hombre no tiene nada de sencillo.
– Cierto.
– Pero quizá tengas razón. Te refieres a que se trataría de una especie de doctor Jekyll y mister Hyde, ¿no es eso?
– Exacto -contestó Morton dejando caer ceniza en la mesa, sucia ya de salsa y cerveza. Miraba el plato vacío como pensando adonde había ido a parar la comida-. Jekyll y Hyde. Tú lo has dicho. John, te juro que yo encerraría a esos malnacidos un millón de años, un millón de años aislados en una celda como una caja de zapatos. Eso es lo que haría.