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– Entendido -confirmó Aidan y volvió a vacilar-. Perdonadme, señora, que haya puesto en duda…

Fidelma le puso una mano sobre el brazo.

– Tenéis derecho a sospechar, Aidan. Hasta lo impensable puede ser verdad. Eadulf podría ser culpable; no saquemos conclusiones precipitadas. Pero no olvidemos tampoco que conocemos a ese hombre.

Dego cruzó miradas con sus compañeros.

– Estamos con vos, señora. ¿Queréis partir ahora?

– Ahora mismo. Salgamos por las puertas con los caballos de la mano, bajemos por la colina con calma e indiferencia y, una vez estemos entre las casas, ocultos a la vista de la fortaleza, Aidan montará y se dirigirá hacia el oeste.

Pidieron que les trajeran los caballos de las cuadras. Mientras los mozos sacaban a los caballos, el comandante se acercó al grupo.

– ¿No os alojaréis aquí, señora? -preguntó, sorprendido, pues era costumbre que el rey ofreciera su hospitalidad en su corte a los dignatarios que lo visitaban.

– Buscaremos alojamiento en el pueblo -le aseguró-. Lo mejor es que mi escolta y yo no pongamos en un compromiso al rey obligándole a ofrecernos su hospitalidad.

El hombre parecía perplejo. Aquello era inusual, pero algo había oído de la enemistad entre Fearna y Cashel, y a esto atribuyó su marcha.

– Como gustéis, señora. ¿Se os ofrece algo más antes de partir?

– Acaso podáis recomendarnos alguna posada del pueblo.

El comandante no dudó en responder.

– Hay varias, señora. Mi hermana lleva la posada La Montaña Gualda, que queda justo detrás de la plaza principal. Se llama así por la región de la que somos, que está a siete kilómetros al noreste de aquí. Es una posada limpia y tranquila: mi hermana no consiente alborotos.

– En tal caso, la buscaremos -resolvió Fidelma con una sonrisa de gratitud.

– Mi hermana se llama Lassar. Decidle que su hermano os ha recomendado la posada.

Así pues, con las riendas sobre el brazo, los cuatro cruzaron a pie las puertas de la fortaleza y descendieron por la escarpada colina hasta la población que se extendía a sus pies. Era mediodía y las calles bullían de gente. En la plaza principal había un mercado en torno al cual giraba todo lo demás; estaba repleto de puestos donde se vendían toda clase de pescados, aves de corral y otras carnes, así como frutas y verduras. El escándalo que armaban los comerciantes compitiendo entre sí para atraer clientela creaba una algarabía que se oía por todo el lugar.

A la cabeza del grupo, Fidelma se abrió paso entre la multitud de la plaza hasta llegar a una calle lateral, donde se detuvo a mirar: desde allí los centinelas que hubiera apostados en la fortaleza no podían verles.

– Ya sabéis qué debéis hacer -dijo entonces a Aidan.

El joven sonrió abiertamente y subió con agilidad a la silla.

– Os veré aquí dentro de unos días, señora, y traeré conmigo a Barrán. Si no regreso, será porque habré muerto.

– En tal caso, procurad regresar.

Alzó una mano para despedirse y hundió los talones a los costados del caballo.

Le vieron abrirse paso en la calle, en la medida en que la muchedumbre se lo permitía. Entonces desapareció tras los edificios. Fidelma soltó un fuerte suspiro y se volvió hacia sus otros dos compañeros.

– ¿Hacia dónde nos dirigimos ahora, señora? -preguntó Dego-. ¿A la abadía en busca del hermano Eadulf?

– No. Antes deberíamos seguir la recomendación del comandante de la guardia e ir a la posada de su hermana -respondió Fidelma con una sonrisa-. Luego, a la abadía.

– ¿No creéis que es peligroso ir a una posada que sugiere un guerrero de Laigin? -preguntó Enda.

– Quizá no lo sea. Puede que incluso nos ayude. No creo que haya malicia en su recomendación. Me ha parecido un hombre honesto.

– ¿Un guerrero de Laigin… honesto? -dijo Dego como si lo dudara.

Fidelma no abundó en su parecer. Es más, preguntó a un hombre que pasaba dónde estaba la posada La Montaña Gualda. Resultó estar a sólo una calle de allí, cerca de la plaza principal, protegida del barullo gracias al parapeto que formaban otros edificios. La Montaña Gualda se anunciaba con un cartel con la imagen de un triángulo amarillo que sugería claramente la forma de una montaña. La posada era amplia: una estructura de madera de dos plantas con su propio patio y sus cuadras. Parecía un lugar concurrido, ya que entraba y salía bastante gente.

Llevaron los caballos hasta el patio, y Dego tomó las riendas del de Fidelma cuando ésta se dirigió hacia la puerta de entrada. Una mujer grande salió a su encuentro. Tenía una cara amable, y Fidelma le encontró cierto parecido con el comandante de la guardia.

– ¿Queréis habitaciones para pasar la noche? -preguntó la mujer a modo de saludo-. Tenemos los mejores precios de Fearna, hermana. Y aquí encontraréis más comodidad y mejor comida que si os alojáis de balde en la abadía…

Interrumpió lo que estaba diciendo y puso cara de pocos amigos al reconocer el atavío de los dos guerreros de Muman.

– ¿Sois Lassar? -preguntó Fidelma con amabilidad para recuperar la atención de la posadera.

– La misma que viste y calza -respondió la mujer, volviéndose para escrutarla con una mirada suspicaz.

– Vuestro hermano, el guerrero de la fortaleza, nos ha recomendado vuestra posada, Lassar.

Los ojos de la posadera se abrieron con un gesto de respeto.

– ¿Venís de la fortaleza de Fianamail?

– Mis quehaceres me han traído hasta aquí para conversar con Fianamail -confirmó Fidelma-. ¿Disponéis de habitaciones para nosotros?

Lassar volvió a lanzar una mirada recelosa a los guerreros antes de dirigirse de nuevo a Fidelma.

– Tengo una habitación que ellos pueden compartir y otra pequeña para vos… pero os costará más que dormir en una compartida -añadió a la defensiva.

– No es problema.

Lassar levantó una mano y, de la nada, apareció un mozo de cuadra para hacerse cargo de los caballos. Dego recogió las alforjas de los corceles antes de que se los llevara.

La posadera, una mujer de cara rolliza, les indicó con la mano que pasaran.

– Así que Mel os ha recomendado la posada, ¿eh?

– ¿Mel?

– Mi hermano. Creía que era demasiado importante para acordarse de mi negocio, ahora que es comandante de la guardia en el palacio de Fianamail.

– ¿Ahora? -repitió Fidelma, reparando en el leve énfasis del comentario-. ¿Hace poco que lo han nombrado comandante?

– Sí. Acababan de ascenderlo a la guardia y luego a capitán.

Lassar los condujo escaleras arriba hasta la segunda planta, y luego hasta una puerta, que abrió con el gesto de quien está a punto de revelar un tesoro de valor incalculable al otro lado. Era un cuarto estrecho y oscuro con una ventana pequeña y parecía algo claustrofóbico.

– Ésta es vuestra habitación, hermana.

Fidelma las había visto peores. Al menos aquélla parecía limpia, y la cama cómoda.

– ¿Y la de mis compañeros?

Lassar señaló al final del pasillo.

– Ahí hay una que pueden compartir. ¿Querréis comer algo también?

– Sí, aunque puede que cambiemos de planes.

Lassar frunció el ceño ligeramente.

– ¿Así que pensáis quedaros unos días por aquí?

– Sí, más o menos una semana -respondió Fidelma-. ¿Qué precios tenéis?

– Dado que sois tres, os cobraré un pinginn por persona, es decir, un screpall por día. Eso si me garantizáis que os quedaréis una semana. Tenéis plena libertad para entrar y salir de la posada y comer cuanto y cuando queráis. Por las noches tendréis agua caliente para un baño. Así que, como veis, no os engaño al decir que aquí estaréis mejor que en la abadía.