Era la segunda vez que se refería a la abadía con un deje de desdén, lo cual despertó el interés de Fidelma. Era cierto que lo normal para una monja de viaje habría sido alojarse de balde en una abadía. Pero al parecer, Lassar tenía una opinión muy poco encomiable de la abadía y de su hospitalidad, incluso para una posadera que pudiera ver en la abadía a un rival.
– ¿Y por qué lo decís? -se interesó.
La rolliza posadera torció el gesto con desafío.
– Es evidente que sois forastera.
– No he dicho lo contrario.
– Los tiempos han cambiado, hermana. Sólo digo eso. La abadía se ha convertido en un lugar misterioso. Antes tenía que hacer un gran esfuerzo por atraer a los viajeros a la posada, pues muchos buscaban la hospitalidad de los muros de la abadía. Pero ahora nadie quiere entrar ahí, desde que… -Calló de improviso y se estremeció.
– ¿Desde que…? -insistió Fidelma.
– No diré más, hermana. Un screpall al día por los tres si queréis las habitaciones.
Fidelma vio que Lassar no iba a soltar prenda.
– Un screpall al día nos va bien -aceptó, mirando a Dego y a Enda-. Os daré tres screpalls por adelantado por las habitaciones. Antes nos gustaría lavarnos y comer algo cuanto antes.
– Si deseáis un baño frío, no hay ningún problema. Como he dicho, sólo tengo agua caliente por la noche para el baño. Ahora, desde que mi hermano es tan importante en el palacio, apenas si dispongo de ayuda en la posada.
– No pasa nada -le aseguró Fidelma sacando unas cuantas monedas del marsupium, la bolsa de piel que llevaba a la cintura, para dárselas a la posadera.
Ésta miró las monedas como si las contara y luego sonrió con satisfacción.
– Mandaré que os suban agua a la habitación y podéis bajar a comer cuando queráis. Sólo hay platos fríos. Los platos calientes sólo se sirven de noche porque…
– Lo tengo presente. -La interrumpió Fidelma con una sonrisa indulgente-. Agradecemos vuestra ayuda, Lassar.
La posadera desapareció por las escaleras. Dego soltó un suspiro de alivio.
– ¿Y ahora qué, señora? -preguntó-. ¿Qué es lo siguiente que vamos a hacer?
– Después de descansar, sugiero que os mezcléis con discreción entre la gente y agucéis los oídos para ver qué rumores corren por el pueblo con respecto a lo que está pasando. Averiguad qué piensa la gente de la imposición de los Penitenciales como ley y castigo sobre nuestras leyes tradicionales.
– ¿Y vos qué haréis? -preguntó Enda-. ¿No preferís que os acompañemos?
Fidelma negó con la cabeza.
– Yo iré a la abadía. Quiero ver a Eadulf.
Capítulo IV
La abadía de Fearna era más imponente de cerca que de lejos. Una atmósfera funesta, tangible como las telas de araña de las paredes, envolvía el edificio. La sensación era impalpable, casi etérea, pero allí estaba, como una fría niebla que lo empapaba todo. Dos puertas grandes y oscuras de roble tachonadas de hierro conformaban la entrada principal. Sobre la puerta de la derecha se erguía una gran imagen de bronce. Fidelma reparó en que se trataba de la famosa figura de un ángel creada por Máedóc, pues presentaba unas alas de ornamento intrincado y enarbolaba una espada con la mano derecha. El rostro era redondo, al igual que los ojos, muy abiertos y carentes de órbitas, lo cual le confería un aspecto casi maligno. Había oído decir que llamaban a aquella imagen «Nuestra Señora de la Luz» y era un símbolo de protección.
Fainder, la abadesa de Fearna, era igual de impresionante e imponente, hecho que Fidelma debía reconocer pese a que, inexplicablemente, le cayó antipática en cuanto la conoció. Desde el primer momento en que la acompañaron a la sala donde la abadesa la aguardaba, sentada muy recta en una silla de roble tallado frente a una larga mesa de madera que usaba a modo de escritorio, Fidelma sintió el aura de su presencia: altiva y hostil. Incluso sentada causaba la impresión de ser una persona de gran estatura, de una delgadez que acentuaba la altura. No obstante, cuando se levantó para saludar a Fidelma, la impresión no se confirmó. Fidelma, que era considerada una mujer esbelta, superaba en estatura a la abadesa, que era de mediana altura. La falsa impresión se debía solamente a su porte y personalidad.
La mano que tendió a Fidelma para saludarla era fuerte, los huesos prominentes, la piel áspera y callosa, atributos más propios de una campesina que de una religiosa. Su cabello era oscuro, y Fidelma calculó que rondaría la treintena. Tenía un rostro simétrico, aunque sus rasgos revelaban cierta dureza, y los ojos hundidos, uno de los cuales presentaba un extraño estrabismo. Con todo, no era esto lo que le confería ese aspecto siniestro, sino el hecho de que apenas parpadeaba. Pese a su leve estrabismo, clavó la mirada en Fidelma y no la apartó en ningún momento. Si ésta hubiera sido mujer de poco carácter, habría apartado la vista por sentirse violenta.
Cuando la abadesa Fainder habló, reveló una voz suave, modulada y casi tranquilizadora, capaz de adormecer al interlocutor, creándole una falsa sensación de seguridad. Pero Fidelma, que había desarrollado con los años una sensibilidad para percibir el temperamento de las personas, estaba pendiente del fuerte tono que subyacía a la delicadeza de su expresión. Fainder no admitiría desacuerdos con su opinión; de ello, Fidelma estaba convencida.
Por el modo en que la abadesa le tendió la mano, Fidelma advirtió que aquélla esperaba que hiciera una reverencia y besara el anillo pastoral, al estilo de la Iglesia de Roma. Sin embargo, Fidelma se limitó a tomarle la mano y a inclinar sutilmente la cabeza, a la manera de la Iglesia de Irlanda.
– Stet fortuna domus -entonó.
Un destello de fastidio cruzó los ojos de la abadesa, pero fue tan fugaz que sólo un buen observador se habría percatado.
– Deo juvenate? -preguntó ésta a su vez, volviendo a ocupar su lugar.
Indicó a Fidelma que se sentara en una silla frente a la mesa. Ésta así lo hizo.
– De modo que sois Fidelma de Cashel. -La abadesa sonrió, o más bien separó aquellos labios finos y exangües-. Oí hablar de vos en Roma cuando estuve allí.
Fidelma guardó silencio. Nada tenía que decir al respecto. Se limitó a señalar el papel de vitela con la orden y el sello de Fianamail.
– He venido por un asunto apremiante, abadesa.
La abadesa hizo caso omiso del papel que Fidelma dejó ante ella. Permaneció sentada muy recta con las palmas sobre la mesa, en la misma posición que estaba en el momento de entrar Fidelma en la sala.
– Tenéis buena reputación como dálaigh, hermana -prosiguió Fainder-. Con todo, sois monja. Tengo entendido que resolvisteis salir de la abadía de Kildare porque teníais diferencias con la abadesa Ita.
Calló a la espera de una respuesta, pero más que un comentario era una afirmación. Fidelma no dijo nada.
– Cuando se toma el hábito, Fidelma de Cashel -dijo la abadesa, haciendo énfasis en el título que designaba a Fidelma como princesa de los Eóghanacht-, el primer deber es la obediencia a la Orden, a los Preceptos de los santos. La obediencia es el primer precepto, pues un religioso tiene por deber no discrepar, no hablar cuando le place ni viajar a cualquier lugar sin permiso. El acatamiento de los Preceptos es la manifestación de la vida religiosa.
Fidelma esperó pacientemente a que la abadesa hubiera concluido su homilía antes de dirigirse a ella clara y pausadamente.
– Estoy aquí en calidad de dálaigh, madre abadesa, y con la autoridad de mi hermano Colgú, rey de Cashel. El documento que he puesto ante vos es una autorización de Fianamail, rey de Laigin.
La voz de la abadesa se endureció y siguió sin mirar siquiera el papel.