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– Ahora sois una religiosa en la abadía de Fearna (mi abadía) y cualquier religioso tiene la obligación de obedecerme, hermana.

– No estamos en Roma, madre abadesa -replicó Fidelma en un tono amable, si bien impregnado de una dureza amonestadora-. Me consta que habéis regresado de allí hace poco, así que se os permite un posible lapso de memoria en cuanto a las leyes que rigen este país. Estoy aquí como dálaigh con categoría de anruth. No tengo que recordaros las leyes de rango y privilegios, ¿verdad?

El hecho de tener sólo un grado menos del máximo que concedían las universidades eclesiásticas y seculares, permitía a Fidelma gozar de mayor jerarquía que la abadesa tanto por ley como por ser hermana de un rey.

Fainder parpadeó por primera vez. Fue un extraño movimiento amenazador, como una sierpe que deja caer los párpados una fracción de segundo.

– En esta abadía -dijo arrastrando las palabras- la doctrina de los Penitenciales rige nuestra vida. A Dios gracias que tenemos un rey progresista como Fianamail que ha tenido la sabiduría de extender los preceptos de los Penitenciales a todo su pueblo como deber cristiano vital.

Fidelma se levantó, se inclinó y, despacio, tomó de la mesa el documento que la abadesa

Fainder aún no había leído. Se le había agotado la paciencia.

– Muy bien. Lo consideraré como una negativa a obedecer la autoridad del Consejo del jefe brehon y del rey supremo. No le hacéis ningún favor a la abadía, Fainder. Me sorprende que queráis desatar la ira de una investigación judicial por empeñaros en desoír mi autoridad y la orden de vuestro rey, Fianamail.

Fidelma ya se había vuelto hacia la puerta cuando la voz de la abadesa, extrañamente entrecortada, la detuvo.

– ¡Deteneos!

La abadesa seguía sentada en la misma posición con las palmas sobre la mesa. A Fidelma le pareció que su rostro era una máscara tallada, de facciones rígidas. Fidelma esperó en la puerta.

– Puede… -La abadesa parecía buscar las palabras acertadas para sortear el apuro en que estaba por no haber conseguido intimidar a Fidelma-. Puede que no me haya explicado con la precisión que pretendía. Permitidme ver la autorización de Fianamail.

Sin mediar palabra, Fidelma volvió a aproximarse a la mesa para presentar el documento ante aquella austera mujer. Ésta lo leyó en un santiamén, durante el cual torció brevemente el gesto. Luego volvió la vista a Fidelma.

– Nada puedo objetar contra la voluntad del rey. Sólo pretendía informaros de la manera en que se gobierna esta abadía y de mi deseo de que sigan rigiendo los Penitenciales.

Tras encontrar las palabras para decir lo que quería, la voz de Fainder recuperó el tono amable y falsamente tranquilizador.

– Así pues, ¿tengo vuestro permiso para ver al hermano Eadulf e iniciar una investigación?

La abadesa Fainder señaló con la mano la silla de la que Fidelma se acababa levantar.

– Volved a tomar asiento, hermana, y hablemos sobre el asunto del sajón. ¿Por qué os interesa ese hombre?

– Lo que me interesa es la justicia -respondió Fidelma, esperando que el calor de las mejillas no se reflejara como un rubor.

– Así que conocéis al sajón… Por supuesto -dijo la abadesa volviendo a abrir los labios en una pretendida sonrisa-. Me han contado que en Roma os acompañaba un monje sajón. ¿Es posible que se trate de la misma persona?

Fidelma volvió a sentarse y miró con serenidad a la abadesa.

– Conozco al hermano Eadulf desde el congreso que se celebró en la abadía de Whitby. El último año ha estado al servicio de Teodoro de Tarso, arzobispo de Canterbury en el país de los sajones, como emisario entre él y mi hermano, el rey de Cashel. Mi hermano me ha enviado para ocuparme de su defensa.

– ¿Qué defensa? -repitió la abadesa Fainder con un resoplido-. Me figuro que estaréis al corriente de que se le ha declarado culpable y que será castigado como represalia por su crimen. Los Penitenciales prescriben ejecutar al culpable en este caso y se hará mañana al mediodía.

Fidelma se inclinó hacia delante.

– Como emisario del rey y el arzobispo, bajo nuestra ley goza de unos derechos que no pueden infringirse. El rey Fianamail me ha concedido permiso para investigar el crimen del que se le acusa a fin de averiguar si puede hacerse una apelación legal, aunque es evidente que no hay manera posible de apelar contra el ánimo de venganza que percibo en este lugar.

La abadesa Fainder volvió a endurecer el gesto, controlando así cualquier posible reacción a la estocada de Fidelma.

– Quizás ignoréis cuál es la índole del terrible crimen del que se ha declarado culpable al sajón.

– Ya me han puesto al corriente, madre abadesa. El hermano Eadulf que yo conozco jamás habría sido capaz de cometer el crimen del que se le acusa.

– Ah, ¿no? -El semblante siniestro de la abadesa Fainder era burlón-. ¿Cuántas madres, hermanas… amantes… de asesinos habrán dicho lo mismo antes que vos?

Fidelma movió ligeramente el cuerpo, incómoda por la insinuación.

– Yo no soy… -«su amante», iba a decir pero, de pronto, alzó el mentón con desafío, dispuesta a no dejarse provocar-. Desearía iniciar la investigación cuanto antes.

– Desde luego. Sor Étromma, la administradora de la abadía, os asistirá.

La abadesa tocó una campanilla. Apenas se había extinguido el tintineo cuando entró una monja. Era una mujer de baja estatura y cabello claro; tenía rasgos agradables, pero movimientos rápidos y nerviosos como los de un pájaro. Más que andar correteaba, y ocultaba las manos en los pliegues del hábito. Era la misma mujer que había recibido a Fidelma a la puerta de la abadía y que la había acompañado a la sala de la abadesa Fainder.

– Hermana -dijo ésta a la recién llegada-, ya habéis conocido hace un momento a nuestra… nuestra distinguida visitante. -El mero instante de vacilación denotó la ironía de sus palabras-. Se le dará toda la ayuda que necesite en las próximas veinticuatro horas. Está investigando los delitos del sajón para verificar que no hemos transgredido la ley.

Sor Étromma miró a Fidelma con los ojos muy abiertos de asombro; luego se volvió hacia la abadesa y asintió con un brusco movimiento de la cabeza.

– Me ocuparé de que así sea, madre abadesa -murmuró y, tras callar un momento, añadió-: Esto no es habitual, ¿verdad?, pues el sajón ya ha sido juzgado.

– Ocupaos de acompañarla y no se hable más, sor Étromma -ordenó la abadesa-. Obra en sus manos una autorización de Fianamail que, según parece, nos obliga a obedecer.

La pequeña administradora agachó la cabeza y musitó:

– Fiat voluntas tua, madre abadesa.

– Supongo que os veré luego, sor Fidelma. ¿En la capilla de rezos tal vez?

Fidelma inclinó la cabeza mirándola, pero hizo caso omiso de la pregunta.

Sor Étromma se apresuró a salir de la sala delante ella. Una vez fuera, sin la presencia de la abadesa, se relajó visiblemente.

– ¿En qué puedo serviros, sor Fidelma? -preguntó con una voz menos entrecortada de la que había empleado para dirigirse a su superiora.

– Desearía ver al hermano Eadulf ahora mismo.

Los ojos de sor Étromma volvieron a abrirse.

– ¿Al sajón? ¿Queréis verle?

– ¿Acaso hay algún inconveniente? La abadesa ha dicho que debéis asistirme en todo.

– Desde luego. -Sor Étromma parecía confusa-. No sé en qué estaba pensando. Venid, os llevaré hasta él.

– ¿Hace mucho que sois la administradora? -preguntó Fidelma mientras aquélla la guiaba a través de los oscuros pasillos abovedados del edificio.

– Hace diez años que soy rechtaire de la abadía. Llegué aquí con mi hermano, siendo todavía una niña.

– Diez años de rechtaire -observó Fidelma-. Eso supone un tiempo considerable. ¿Hace mucho que conocéis a la abadesa Fainder? Sé que ha vuelto de Roma hace poco, pero ¿la conocíais antes de partir a la santa ciudad?