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Fidelma guardó silencio unos instantes y dijo luego:

– ¿Un testigo? ¿Alguien que presenció la violación y el asesinato?

– Así es. La novicia a la que mataron en el muelle iba con una amiga.

– Queréis decir con esto -dijo Fidelma- que esa novicia… ¿Cómo se llama?

– ¿Quién? ¿La que presenció el crimen?

– Sí.

– Fial.

– ¿Y la niña a la que mataron?

– Gormgilla.

– ¿Queréis decir, así, que Fial presenció la violación y el asesinato de su amiga Gormgilla con sus propios ojos y que identificó al hermano Eadulf como el individuo responsable?

– Así es.

– ¿E identificó al agresor con convicción? ¿Identificó a la persona que había visto sin sombra de duda?

– Estaba absolutamente convencida. Fue el sajón.

Una abrumadora desesperación invadió a Fidelma. Hasta ese momento había pensado que todo aquello no sería más que un simple malentendido. Ni siquiera después de oír los graves cargos de violación y asesinato de una niña de doce años -una niña por debajo de la edad de elegir- imputados a Eadulf había dudado: tenía plena confianza en él. Sencillamente no estaba en su naturaleza hacer algo así. Tenía que tratarse de un absurdo error de identificación o de un malentendido.

Sin embargo, ahora tenía ante sí una evidencia abrumadora. No sólo habían hallado las pruebas físicas de las manchas de sangre y un trozo de ropa de la víctima, sino que -y sobre todo- existía la presencia de un testigo ocular. Ahora la acusación contra Eadulf era aplastante. ¿Qué iba a decir Barrán, el jefe brehon, cuando llegara a Fearna a petición de ella y se encontrara con que no había nada que juzgar? ¿Era posible que, a pesar de su fe en Eadulf, éste fuera culpable? ¡No! Conocía a Eadulf demasiado bien.

Sor Étromma la acompañó a través de una puerta arqueada que daba a un patio cuadrangular donde Fidelma vio una plataforma de madera. No le hizo falta preguntar para qué servía: en ella había colgado de una soga el cuerpo inerte de un joven monje. No había nadie más en el patio.

Por un espantoso momento se le heló la sangre al creer que era Eadulf; al pensar que, pese a las garantías que le habían dado, había llegado demasiado tarde. Se detuvo en seco y contempló la escena, petrificada.

Al ver que no la seguía, sor Étromma se paró y se volvió de cara a ella con tristeza, haciendo lo posible por no mirar el cadáver.

– ¿Quién es? -preguntó a la rechtaire tras reparar en que el difunto tenía la tonsura de san Juan y no la de san Pedro que llevaba Eadulf.

– Es el hermano Ibar -respondió la administradora en voz baja.

– ¿Por qué motivo lo han ejecutado?

– Por asesinato y robo.

Fidelma apretó los labios un instante y preguntó con rabia:

– ¿Acaso en esta abadía van a imponerse a partir de ahora los castigos que dictan los Penitenciales? ¿Tenéis información detallada sobre este crimen?

– Asistí al juicio, hermana. La abadesa Fainder así lo ordenó a toda la comunidad. Fue el primer juicio en el que se dictó una ejecución según las nuevas leyes Penitenciales, y eso que era miembro de esta comunidad.

– ¿Y decís que se le acusó de asesinato y robo?

– El hermano Ibar fue declarado culpable de matar a un marinero de río y de robarle en el muelle de la abadía.

– ¿Cuándo sucedió?

– Hace unas semanas.

Fidelma tenía los ojos puestos en el cadáver, que se movía con un ligero balanceo.

– Parece que en ese muelle muere mucha gente -reflexionó en voz alta. Entonces se le ocurrió algo-. ¿Decís que Ibar mató a un marinero y luego le robó hace unas semanas? ¿Fue antes o después del crimen del que se acusa al hermano Eadulf?

– Fue después. Justo el día después.

– Es raro, ¿no os parece? Dos asesinatos en el mismo muelle en dos días y dos hermanos de la fe condenados a morir, uno de ellos ejecutado ya.

Sor Étromma arrugó el cejo.

– Pero entre los dos hechos no hay ninguna relación.

Fidelma señaló con disgusto el cadáver.

– ¿Cuánto tiempo piensan tenerlo colgado aquí?

– Hasta el anochecer. Después lo bajarán y lo enterrarán en tierra no consagrada.

– ¿Le conocíais bien?

– No muy bien. Hacía poco que se había unido a la comunidad. Creo que venía de Rathdangan, al norte de aquí. Era herrero de oficio. Y ejercía como tal en la abadía.

– ¿Por qué mató y robó al marinero?

– Se estimó que lo hizo por codicia. Le robó una bolsa con monedas de oro y una cadena de oro después de matarlo.

– ¿Para qué necesitaría dinero un herrero que trabaja para la abadía? Un herrero goza de suficiente respeto para poder poner el precio de honor que quiera a su arte. En fin, su precio de honor es de diez seds, el equivalente de un aireechta, el de un brehon de categoría inferior.

Sor Étromma se encogió de hombros con un gesto elocuente.

– Aquí hace frío, hermana. Vamos -sugirió.

Fidelma la siguió a través del patio rodeado por los elevados muros de los edificios, y luego cruzaron una puertecilla. Sor Étromma subió por una escalera de piedra hasta la planta superior, dos alturas más arriba. El edificio era frío y húmedo. Fidelma sintió un fuerte abatimiento. La oscuridad y la sensación premonitoria que envolvían el lugar no le transmitían en absoluto la atmósfera de una comunidad consagrada a la vida cristiana. Un velo de peligro inminente, algo difícil de explicar, se cernía sobre aquellos muros.

Sor Étromma condujo a Fidelma por un lúgubre pasillo tras detenerse unos momentos para acostumbrar la vista a la penumbra. Al final había una pequeña puerta de roble con cerrojos de hierro.

– ¿Quién va? -preguntó una voz gutural-. ¿Sois vos, Étromma?

– Sí -respondió la administradora-. Vengo con sor Fidelma, una dálaigh con permiso de la abadesa para interrogar al prisionero.

Fidelma percibió una vaharada de cebolla expelida por aquel hombre corpulento al acercarse a ella para verla mejor.

– Muy bien -respondió con su voz cavernosa-. Si a Étromma le parece bien, podéis pasar.

La figura retrocedió en la oscuridad.

– ¿Quién es ése? -preguntó Fidelma en voz baja, algo impresionada por la corpulencia del hombre.

– Es mi hermano Cett, que ahora ejerce de celador -respondió Étromma.

– ¿Vuestro hermano Cett? -preguntó Fidelma, extrañada por el posesivo.

– Hermano carnal y hermano cristiano -aclaró Étromma, cuya voz sonaba distante-. Mi pobre hermano es un hombre simple. De niños sufrimos un ataque de los Uí Néill, y le dieron un golpe en la cabeza; así que ahora sólo hace tareas de poca monta y algunas que exigen fuerza.

Sor Étromma descorrió los cerrojos de metal que atrancaban la puerta de la celda.

– Llamadme cuando queráis salir. El hermano Cett o yo estaremos pendientes.

Abrió la puerta, y Fidelma entró en la celda; permaneció de pie unos instantes, parpadeando por el rayo de luz que entraba por la ventana de barrotes de la pared de enfrente, y una voz asustada exclamó:

– ¡Fidelma! ¿Sois vos de verdad?

Capítulo V

Mientras cerraban la puerta y corrían los cerrojos, Fidelma avanzó hasta el centro del reducido espacio y extendió las manos hacia Eadulf, que enseguida se levantó del banco en el que estaba sentado. La tomó de las manos, y quedaron mirándose unos instantes; no fueron necesarias las palabras, pues sus ojos ya expresaban el desasosiego y la preocupación del uno por el otro.

Eadulf aparecía demacrado. No le habían permitido afeitarse a diario, y una barba de varios días le cubría las mejillas y el mentón. Sus rizos castaños estaban enmarañados; llevaba el hábito sucio y además olía mal. Al ver la consternación de su amiga por su aspecto lamentable, sonrió y dijo para disculparse: