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– No, si se hace justicia, Eadulf- contrapuso Fidelma con firmeza-. Hay muchas preguntas en el aire a juzgar por lo que me habéis contado.

Eadulf apretó los labios con un gesto compungido.

– Quizá ya sea demasiado tarde para hacer esas preguntas, Fidelma.

– No lo es. Presentaré una apelación.

Para su sorpresa, Eadulf negó con la cabeza.

– No conocéis a la abadesa. Tiene mucha influencia sobre el obispo Forbassach. Aquí todo el mundo le teme.

El comentario despertó el interés de Fidelma.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Después de varias semanas encerrado aquí, me he puesto al día con la poca comunicación de la que dispongo. Hasta ese indeseable del hermano Cett puede proporcionarme información con monosílabos… Si esta abadía fuera una tela de araña, la abadesa ocuparía el centro como una araña negra y hambrienta.

Fidelma sonrió por aquella acertada descripción de la abadesa Fainder.

Se puso en pie y miró alrededor. Aparte del banco y el catre con un jergón de paja y una manta, en la celda no había nada más. La única ropa de la que disponía era la que llevaba puesta.

– ¿Habéis dicho que la abadesa seguramente tiene vuestra bolsa de viaje, el bastón y la carta de Colgú para Teodoro?

– Si es que no los han sacado de debajo de la cama de la hospedería.

Fidelma fue hasta la puerta y la golpeó, llamando a sor Étromma. Volvió la cabeza hacia Eadulf y le sonrió para infundirle ánimo.

– Tened esperanza, Eadulf. Buscaré la verdad y trataré de hacer justicia.

– Contáis con mi apoyo, pero ya no espero nada bueno de este sitio.

Abrió la puerta el corpulento hermano Cett, que se hizo a un lado para dejarla salir al pasillo en penumbra. Cerró de un portazo y corrió los cerrojos.

– ¿Dónde está sor Étromma? -exigió Fidelma.

Sin responder, el grandullón señaló con la mano al final del corredor.

Fidelma siguió en la dirección que le indicaba y encontró a sor Étromma sentada en un hueco, junto a una ventana, al principio de la escalera. La ventana tenía vistas al río y los barcos que pasaban. Parecía un tramo fluvial muy transitado. Sor Étromma estaba tan absorta en la contemplación del paisaje, que Fidelma tuvo que toser para anunciar su presencia.

La rechtaire enseguida se dio la vuelta y se levantó.

– ¿Ha sido satisfactoria la charla con el sajón? -preguntó, risueña.

– ¿Satisfactoria? No mucho. Hay mucho de insatisfactorio en la forma en que se ha llevado este caso. Tengo entendido que vos declarasteis en el juicio, ¿no es verdad?

Sor Étromma adoptó un gesto defensivo.

– Así es.

– También tengo entendido que identificasteis a la víctima, Gormgilla. No sabía que la conocierais.

– Es que no la conocía.

Fidelma estaba perpleja.

– Si es así, ¿cómo pudisteis identificarla?

– Ya os lo he dicho antes: era una joven novicia de la abadía.

– Desde luego. Por lo que debo deducir que vos, como rechtaire de la abadía que sois, la recibisteis, con otras novicias, a su llegada a la abadía. ¿Cuándo pasó a formar parte de esta comunidad?

El semblante de sor Étromma traslució un gesto de duda.

– No sé exactamente cuándo…

– Exactitud es lo que busco, hermana -espetó Fidelma con mordacidad-. Decidme exactamente cuándo fue la primera vez que visteis a Gormgilla, la niña fallecida.

– La primera vez que la vi fue en el depósito de cadáveres de la abadía -confesó la rechtaire.

Fidelma se la quedó mirando, sorprendida. Luego movió la cabeza, pues quizá tendría que estar preparada para más sorpresas.

– ¿De modo que la primera vez que la visteis fue después de muerta? ¿Cómo pudisteis identificarla entonces como novicia de la abadía?

– Me lo dijo la abadesa.

– Sin embargo, no teníais derecho a identificarla en la declaración ante el tribunal si no la conocíais personalmente.

– No dudaría nunca de la palabra de la abadesa. Además, Fial dijo que era compañera suya y que había venido a la abadía con ella para ser novicia.

Fidelma se dio cuenta de que era absurdo instruir a la rechtaire en las normas a las que debe atenerse un testigo.

– Vuestra declaración es inválida en el tribunal. ¿Quién vio a la niña antes de morir? No debió de presentarse sola en la abadía sin más, ¿no?

Sor Étromma respondió con desafío:

– Me lo dijo la abadesa, y yo así os lo digo a vos. Además, la maestra de las recién llegadas es quien las recibe y las educa. Ella debió de ver a la niña.

– Vaya. Ahora empezamos a llegar a alguna parte. ¿Por qué no declaró la maestra de las novicias? ¿Quién es esta mujer y dónde puedo encontrarla?

Sor Étromma vaciló en responder.

– Se ha marchado a Ilona en un viaje de peregrinación.

Fidelma parpadeó.

– ¿Y cuándo partió?

– Un día o dos antes del asesinato de Gormgilla. Por tanto, es natural que yo, como administradora de la abadía, hiciera la declaración. Seguramente la abadesa sabía por la maestra de las novicias que la niña era una de las que tenía a su cargo.

– Salvo que vuestra declaración ante la ley carece de fundamento. Os limitasteis a repetir lo que se os dijo, no lo que sabíais.

Fidelma estaba furiosa; furiosa porque, según todos los indicios, se habían pasado por alto los trámites legales necesarios. No cabía duda de que sobraban discrepancias en la práctica jurídica para presentar una apelación.

– Pero Fial era novicia también, e identificó a su amiga -protestó sor Étromma.

– En tal caso, debemos ir a ver a sor Fial, pues parece que su testimonio es más que decisivo en todo este asunto. Vayamos a buscarla ahora mismo.

– Muy bien.

– También quiero ver a los otros testigos de este caso, como al hermano Miach. Estará por aquí, ¿no?

– ¿El médico?

– El mismo… ¿o acaso también él ha partido en peregrinación? -añadió con sarcasmo.

Sor Étromma no reaccionó a la pulla.

– Su apoteca está en la planta de abajo. Os acompañaré hasta allí e iré en busca de sor Fial.

Dio media vuelta y bajó por la escalera, seguida por Fidelma.

La mente de Fidelma bullía. En los años que llevaba de dálaigh, jamás se había encontrado con tan flagrantes infracciones de los trámites legales. Consideró que disponía de suficiente fundamento sobre el que basar su apelación para un nuevo juicio. Le costaba creer que el brehon de Laigin hubiera oficiado aquella farsa. El brehon tenía que conocer las normas que regían las declaraciones en un juicio.

Ahora bien, el problema fundamental lo constituía la declaración de la joven novicia como testigo presencial. Ésta podía ser el principal obstáculo en cualquier intento de absolver a Eadulf. Su declaración como testigo ocular había sido desastrosa para Eadulf. Con todo, la sucesión de acontecimientos no dejaba de ser estrambótica.

Tenía muchas preguntas que hacer a Fial. ¿Por qué habían quedado ella y su amiga en el muelle en mitad de la noche? ¿Y cómo podía haber visto los rasgos del asesino con tan poca luz, pero con tal claridad para identificarlo? ¿Quién le había dicho que era un forastero sajón? Si Eadulf decía la verdad, nunca había visto a Fial ni había hablado con ella antes de que entrara a identificarlo en su celda. ¿Alguien había indicado a la niña que él era el forastero? Y si era así, ¿quién?

Fidelma suspiró hondamente, pues no olvidaba que aunque podía ver posibilidades en algunos aspectos de la cuestión y aunque podía poner en entredicho los trámites legales, los hechos principales seguían existiendo: Eadulf había sido identificado por un testigo presencial; habían hallado sangre en su ropa y habían encontrado junto a él un pedazo de tela del hábito de la novicia.