La apoteca era una sala amplia de piedra con puertas de madera y ventanas con postigos que daban a un jardín de hierbas. De las vigas de madera colgaban hierbas y flores secas, y un fuego ardía en una chimenea situada a un extremo de la sala, sobre la que pendía una gran caldera de hierro. En ésta bullía un humeante brebaje del que emanaba una perniciosa pestilencia.
Cuando entraron, un anciano que estaba de espaldas se volvió hacia ellas. Iba ligeramente encorvado y el cabello canoso se confundía a los lados con una larga barba. Los ojos, de un color gris pálido, eran fríos y exentos de vida.
– ¿Qué se os ofrece? -les preguntó en un tono agudo y quejumbroso.
– Os presento a sor Fidelma de Cashel, hermano Miach -anunció sor Étromma-. Desea haceros unas preguntas -dijo y se dirigió a Fidelma-. Os dejaré aquí mientras voy en busca de sor Fial.
Fidelma reparó en que el anciano médico la miraba con suspicacia.
– ¿Qué queréis? -dijo con mal genio-. Estoy muy ocupado.
– No os entretendré demasiado, hermano Miach -le aseguró.
Éste sorbió aire por la nariz con un gesto de desdén.
– En tal caso decid a qué habéis venido.
– He venido como dálaigh, es decir, como abogada de los tribunales.
El hombre entornó los ojos un brevísimo instante.
– ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
– Querría haceros algunas preguntas con relación al juicio del hermano Eadulf.
– ¿El sajón? ¿Qué queréis saber? He oído que van a colgarlo, si es que no lo han hecho ya…
– No, todavía no lo han colgado -le confirmó Fidelma.
– Pues haced las preguntas de una vez -dijo el viejo, que parecía impaciente y temperamental.
– Me consta que declarasteis en el juicio contra él, ¿no es así?
– Por supuesto. Soy el médico de la abadía. Si existen sospechas en torno a una muerte, se solicita mi opinión.
– Habladme, pues, de vuestra declaración.
– Ese asunto está zanjado.
Fidelma replicó con sequedad:
– Yo diré cuándo está zanjado, hermano Miach. Y vos os limitaréis a responder mis preguntas.
El viejo parpadeó deprisa varias veces, pues al parecer no estaba acostumbrado a que nadie le hablara en aquel tono.
– Me trajeron el cuerpo de esa niña para que lo examinara, y ya informé al brehon de cuanto averigüé.
– ¿Y qué averiguasteis?
– Que la niña estaba muerta. Tenía magulladuras en el cuello, lo cual indicaba claramente que había sido estrangulada. Es más, había indicios indiscutibles de que antes la habían violado.
– ¿Y de qué modo se manifestaban tales indicios?
– La niña era virgen, lo cual no es de extrañar, ya que sólo tenía doce años, o eso me dijeron. El acto sexual le había hecho sangrar profusamente. No hacían falta amplios conocimientos de medicina para llegar a esa conclusión.
– De modo que su hábito estaba manchado de sangre.
– Así es. Sobre todo por la zona que cabría esperar dadas las circunstancias. No hay ninguna duda en cuanto a lo que le ocurrió.
– ¿Ninguna duda? Vos decís que se trata de una violación. ¿Podría haber sucedido otra cosa?
– Mi querida… dálaigh -dijo el viejo médico con menosprecio-. Emplead un poco de imaginación. Una niña es estrangulada tras un acto sexual… ¿Acaso parece probable que pueda tratarse de algo distinto de una violación?
– Con todo, la observación es más una opinión que una prueba médica propiamente dicha -subrayó Fidelma, pero el médico no abrió la boca, por lo que decidió pasar a la siguiente pregunta-. ¿Conocíais a la niña?
– Se llamaba Gormgilla.
– ¿Cómo lo sabíais?
– Porque me lo dijeron.
– ¿Y la habíais visto alguna vez por la abadía antes de que os trajeran su cuerpo?
– No la habría visto a menos que se hubiera puesto enferma. Creo que sor Étromma fue quien me dijo su nombre. De hecho, tarde o temprano la habría conocido si no la hubieran matado.
– ¿Qué os hace pensar eso?
– Creo que era una de esas monjas a las que les gusta infligirse daño físico por sus pecados. Advertí que tenía llagas alrededor de ambas muñecas y de un tobillo.
– ¿Llagas?
– Indicios de que se había atado con cadenas.
– ¿Cadenas? ¿Y éstas no tienen nada que ver con la violación y el asesinato?
– Las llagas se debían al uso de algún tipo de sujeción aplicada durante cierto tiempo antes de morir. Las llagas no guardaban ninguna relación con las otras heridas.
– ¿Había signos de flagelación?
El médico negó con la cabeza.
– Algunos de esos penitentes ascéticos sólo usan cadenas para expiar el dolor de lo que entienden como sus pecados.
– ¿Y no os pareció que tal penitencia, como así la definís, era algo extraño para alguien tan joven?
El hermano Miach no se inmutó.
– He visto casos peores. El fanatismo religioso a menudo deriva en casos impactantes de castigo físico a la propia persona.
– ¿Examinasteis también al hermano Eadulf?
– ¿Al hermano Eadulf? Ah, el sajón… ¿Para qué?
– Según me han dicho hallaron restos de sangre en su ropa y un trozo de tela del hábito de la niña. Quizás habría sido apropiado examinarle a fin de demostrar que existía plena coherencia al relacionar su aspecto con la idea de que había agredido a la niña.
El médico volvió a sorber aire por la nariz.
– Por lo que he oído, no hizo falta mi opinión para condenarle. Como bien decís, tenía la ropa manchada de sangre y un trozo del hábito ensangrentado de la víctima. Además fue identificado por alguien que presenció el crimen. ¿Qué necesidad tenía yo de examinarlo?
Fidelma reprimió un suspiro.
– Habría sido… lo apropiado.
– ¿Lo apropiado? ¡Bah! Si hubiera malgastado mi vida haciendo lo apropiado, habría dejado morir a cien pacientes aquejados.
– Con todos los respetos, esa comparación está fuera de lugar.
– No estoy aquí para discutir cuestiones de ética con vos, dálaigh. Si no tenéis nada más que preguntarme, tengo mucho que hacer.
Fidelma dio por terminado el interrogatorio con un breve agradecimiento y salió de la sala. No tenía nada más que preguntar al médico. Sor Étromma no había regresado todavía, de modo que la esperó fuera de la apoteca. A los pocos minutos se le ocurrió algo. Entre las dotes de Fidelma se contaba una capacidad casi asombrosa de orientarse en un lugar en el que había estado antes. Gracias a su memoria e instinto, sabría cómo regresar a los lugares de la abadía por los que la habían conducido. Así pues, en vez de esperar a sor Étromma, dio media vuelta y se aventuró por los pasillos que la conducirían hasta la cámara de la abadesa Fainder.
Abrió la puerta que daba al apacible patio de la abadía y lo cruzó sin demorarse. El cuerpo del monje todavía colgaba del cadalso. ¿Cómo se llamaba…? ¿Ibar? Era extraño que aquel monje hubiese matado y robado a un marinero en el mismo muelle el día después de la violación y el asesinato de Gormgilla.
De pronto, se detuvo en medio del patio al caer en la cuenta: el monje ejecutado era una de las dos personas de la abadía con quien Eadulf había intercambiado unas palabras la noche de su llegada.
Dio media vuelta y se apresuró por las escaleras que daban al pasillo húmedo y oscuro que conducía a la celda de Eadulf. El hermano Cett se había ido, y otro religioso ocupaba su lugar.
– ¿Qué queréis? -murmuró el hombre con rudeza desde la penumbra.
– En primer lugar, me gustaría que cuidarais los modales, hermano -respondió Fidelma, tajante-. En segundo lugar, desearía que abrierais la puerta de esta celda. Tengo autorización de la abadesa para entrar.