Tras cruzar el umbral de la puertecilla enmarcada en la grande, Fidelma se halló ante un amplio tramo del río. A lo largo de los muros del edificio aparecía un camino concurrido, lo bastante ancho para que cupieran los carros. Junto a éste se extendía un terraplén de tierra donde habían construido un muelle de madera, pues en ese trecho el río discurría en paralelo al camino. En el muelle había amarrado un barco fluvial de proporciones considerables, del que diversos hombres descargaban barriles.
– Éste es nuestro embarcadero particular, hermana -explicó sor Étromma-. Aquí llegan las mercancías destinadas a la abadía. Más adelante veréis otros muelles, donde los mercaderes de la ciudad desarrollan sus comercios.
Fidelma se detuvo unos instantes, recreándose con la caricia del sol en el rostro. Hacía un buen día a pesar de la brisa, y la sensación era reconfortante tras la humedad y la oscuridad predominantes dentro de la abadía. Cerró los ojos un momento y respiró hondo para relajarse. Después miró en derredor. Tal cual había dicho la administradora, a lo largo del río había muelles con varios barcos amarrados. Y es que Fearna era la capital comercial del país, así como la capital real de la dinastía de los Uí Cheinnselaigh que gobernaba Laigin.
– ¿Dónde se cometió el asesinato?
Sor Étromma señaló el embarcadero de la abadía.
– Ahí mismo.
Una campana empezó a tocar en la abadía. Sorprendida, Fidelma miró en la dirección del sonido. No era posible que estuvieran llamando a rezos. Instantes después, por la puerta apareció corriendo un monje y comunicó a sor Étromma.
– Hermana, acaba de llegar un mensajero de aguas arriba. Uno de los barcos del río se ha hundido. Cree que es el navío que acababa de zarpar de nuestro embarcadero.
– ¿El barco de Gabrán? -Étromma había palidecido-. ¿Está seguro? ¿Están todos bien?
– No, no está seguro, hermana -respondió el monje-. Y no sabe nada más del accidente.
– En todo caso, habrá que ir allí y ver en qué podemos ayudar.
Sor Étromma se disponía a entrar en la abadía, cuando recordó que sor Fidelma seguía allí.
– Disculpadme, hermana -se excusó tras vacilar un momento-. Al parecer, uno de los barcos que comercia regularmente con la abadía podría haber naufragado. Como administradora, es mi deber atender este asunto. El río es un lugar peligroso.
– ¿Queréis que os acompañe? -ofreció Fidelma.
Sor Étromma negó con la cabeza distraídamente y dijo sin más dilación:
– Tengo que irme.
Fue a reunirse con el monje, que ya se alejaba corriendo por el camino paralelo a los muros del edificio. Fidelma la observó, desconcertada por el modo en que se había marchado. Entonces, una voz masculina la llamó por su nombre. Fidelma se dio la vuelta y vio una figura familiar acercándose por la orilla en su dirección.
Era el guerrero Mel, el mismo que, según había contado Étromma, había hallado el cuerpo sin vida de la niña y que había seguido la pista del asesinato hasta llegar a Eadulf. Fue un golpe de suerte que el capitán apareciera en ese momento, porque así no tendría que buscarlo. Con tranquilidad, Fidelma se dirigió hacia él por el camino hasta llegar al borde del muelle, a cuyo entarimado de madera se había encaramado Mel.
– Volvemos a encontrarnos, señora -saludó con una sonrisa amplia, de pie ante ella.
– Ya veo que sí. Me han dicho que os llamáis Mel.
El guerrero asintió, complacido.
– Y a mí, que aceptasteis mi recomendación y os habéis alojado con vuestros compañeros en la posada de mi hermana Lassar. Creía que os acompañaba un tercer hombre: Lassar me ha dicho que llegasteis sólo con dos de vuestros guerreros.
Ante la perspicacia del comandante, Fidelma se guardó de medir sus palabras.
– Cierto, conmigo venían tres guerreros. Uno de ellos se ha visto obligado a regresar a Cashel -mintió.
– Bueno, espero que el alojamiento sea de vuestro agrado. Mi hermana ofrece buena comida y camas cómodas.
– Así es. Mis compañeros y yo estamos muy a gusto en La Montaña Gualda. Me alegra haberos encontrado.
El guerrero frunció un poco el ceño.
– ¿Y por qué, señora?
– Acabo de hablar con algunos miembros de la abadía acerca del asesinato de la joven novicia -respondió Fidelma-. Me han dicho que fuisteis un testigo clave en el juicio del hermano Eadulf.
El guerrero hizo un gesto de desprecio.
– No fui exactamente un testigo clave. Simplemente coincidió que, como capitán de la guardia, me hallaba en este mismo muelle la noche del asesinato.
– ¿Podéis contarme qué sucedió exactamente? Creo que estáis al corriente de mi interés en este asunto.
El guerrero mostró cierta incomodidad unos instantes y a continuación asintió.
– Los rumores vuelan en esta ciudad, señora. Sé quién sois y a qué habéis venido.
– ¿Por qué estabais en el muelle aquella noche?
– Por una razón muy simple: estaba de guardia. Aquella noche éramos tres de guardia en el muelle -respondió, señalando el conjunto de muelles de madera de la ciudad de Fearna.
– ¿Tanto abundan aquí los delitos que hacen falta guardias nocturnas? -inquirió Fidelma.
Mel soltó una risotada jactanciosa.
– De hecho no los hay gracias a la guardia. Como capital de los reyes de Laigin, somos un importante centro comercial. Los mercaderes duermen tranquilos sabiendo que sus barcos y cargas se encuentran bien vigilados.
Mel hizo una pausa, pero Fidelma lo instó a seguir narrando lo sucedido aquella noche.
– Bueno, como he dicho, esa noche éramos cuatro hombres. Yo estaba al mando de la guardia. Cada uno tenía asignada una parte de los muelles. Debía de ser después de medianoche. Venía andando de… -Se volvió para señalar un muelle más pequeño y más alejado de la abadía-. Uno de mis hombres estaba apostado allí. Otro se encontraba más acá. Así que yo estaba supervisando el trabajo de mis hombres, haciendo guardia, como de costumbre, por cada muelle.
– ¿Qué tiempo hacía?
– Hacía buena noche, no llovía -reflexionó-.
Pero el cielo estaba nublado, así que estaba oscuro. Llevábamos antorchas -añadió.
– Sin embargo, había escasa visibilidad, ¿no? -recalcó Fidelma con interés-. A determinada distancia no se puede ver gran cosa, ni siquiera con una antorcha.
– Cierto -afirmó aquél-. Por eso casi tropecé con el cuerpo de la niña antes de verlo.
Fidelma arqueó las cejas.
– ¿Tropezasteis con el cuerpo? Es decir, ¿vos lo descubristeis? Creía que un testigo había presenciado el asesinato.
Mel vaciló antes de responder.
– Y así fue. Es un poco complicado, hermana.
– Ah, ¿sí? Contadme lo ocurrido con la mayor sencillez que podáis.
– Iba andando con la antorcha en alto. Como he dicho, era una noche muy oscura. Llegué al camino del río y me disponía a cruzar este muelle…
– ¿Había algún barco amarrado en el muelle? -Fidelma lo interrumpió al pensar de pronto en un detalle.
– Sí, uno de los barcos mercantes que atracan aquí con regularidad. Era noche cerrada y no había nadie en el muelle. Tampoco habría sido normal a esa hora de la madrugada. Seguramente todos los marineros estarían bajo la cubierta durmiendo o borrachos -explicó con una sonrisa al imaginarlo-. Al aproximarme vi a alguien a caballo.
– ¿Dónde? -preguntó Fidelma-. ¿En ese camino?
– No. Justo aquí, donde empieza el muelle.
– ¿Qué estaba haciendo esa persona?
– Cuando la vi estaba muy quieta, tan quieta que no la advertí hasta que reparé en un movimiento del caballo. No portaba antorcha, pero estaba ahí, en medio de la oscuridad. Así fue como descubrí el cuerpo.