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Mel asintió sin decir nada, siguiendo su razonamiento lógico.

– Así que Fial esperó tras esos fardos un buen rato. Presenció el asesinato; vio al asesino abandonar la escena del crimen… corriendo en dirección a la abadía, según su testimonio; vio llegar a la abadesa Fainder; os vio llegar a vos y os vio examinar el cuerpo; esperó a que la abadesa regresara a la abadía y a que llamarais a vuestro compañero. Y no apareció hasta ese momento. ¿Alguien llegó a preguntarle por qué esperó en la oscuridad y por qué tardó tanto en aparecer?

– En ese momento ni me lo planteé -confesó Mel-. Llevé el cuerpo a la abadía, y el otro guardia me acompañó con Fial. La abadesa Fainder había despertado al médico y a la administradora, sor Étromma. Ambos se hallaban presentes cuando interrogué a Fial. Entonces fue cuando identificó al hermano sajón como el hombre que había agredido y matado a su amiga. Fial quedó a cargo de una hermana mientras nosotros…

– ¿Nosotros? -preguntó Fidelma.

– La madre abadesa, sor Étromma, un monje llamado Cett y mi compañero…

– No estaría de más que dierais nombre a ese compañero.

– Se llamaba Daig.

– ¿Se llamaba? -Fidelma reparó en la flexión del verbo.

– Se ahogó en el río a los pocos días de acontecer lo ocurrido.

– Parece que en este caso los testigos tienen tendencia a desaparecer o a morir -observó Fidelma con sequedad.

– Sor Étromma nos llevó a la hospedería, donde estaba el monje sajón fingiendo estar dormido.

– ¿Que fingía decís? -preguntó con severidad-. ¿Cómo podéis estar tan seguro de que fingía?

– ¿Cómo iba a ser de otro modo si acababa de cometer un asesinato en el muelle?

– Si es que había estado en el muelle y si es que había matado a alguien -reformuló Fidelma, subrayando el valor hipotético de la frase-. ¿O acaso no cabe la posibilidad de que él no hubiera cometido el asesinato y que estuviera durmiendo de verdad?

– ¡Pero Fial lo identificó!

– Buena parte de los hechos dependen de lo que Fial vio, ¿no es así? Bien. Decíais que hallasteis al sajón en la cama del dormitorio…

– Así es. El hermano Cett se encargó de despertarlo. A la luz del farol vimos que tenía la ropa manchada de sangre y un trozo de tela. Luego se descubrió que era un trozo del hábito de Gormgilla. Éste también presentaba manchas de sangre. -El rostro de Mel se iluminó-. Eso demuestra que lo que dijo su amiga Fial es verdad, ¿cómo si no iba a haberse manchado la ropa el sajón y cómo tenía en su posesión el trozo de tela rasgada?

– ¿Cómo si no? Vos lo habéis dicho -masculló Fidelma retóricamente-. ¿Interrogasteis al hermano Eadulf?

Mel negó moviendo la cabeza.

– En ese momento la abadesa Fainder dijo que se encargaría de la situación por tratarse de un asunto que concernía a la abadía, y me pidió que ayudara al hermano Cett a llevar al sajón a una celda del edificio. Así lo hicimos, e inmediatamente llamaron al brehon y obispo Forbassach. Es cuanto sé de lo ocurrido… hasta que me citaron para declarar en el juicio, claro.

– ¿Y el juicio os satisfizo por completo?

– No os comprendo.

– ¿No opináis que los hechos, según los habéis narrado, son contradictorios y suscitan preguntas?

Mel tanteó el comentario.

– A mí no me correspondía opinar nada una vez las autoridades se hicieron cargo de todo -dijo al fin-. Si había alguna pregunta que hacer o algún error que señalar, era cosa del brehon y obispo Forbassach.

– ¿Y Forbassach no hizo preguntas?

Mel iba a decir algo cuando de pronto frunció el entrecejo, desplazando la vista sobre el hombro de Fidelma. Ésta se volvió hacia atrás con presteza para averiguar qué había llamado la atención del capitán de la guardia. No le resultó difícil reconocer la figura de la abadesa Fainder a pesar del largo hábito negro, a lomos de un caballo robusto; se acercaba a medio galope por el camino paralelo al muro de la abadía, tras acabar de salir, al parecer, por las puertas de la misma.

Fidelma hizo una mueca de irritación.

– Precisamente quería hablar con ella ahora. ¡Qué fastidio de mujer! ¡El tiempo apremia! Supongo que se dirige a ver el barco hundido.

Mel miró al cielo para consultar la posición del sol.

– La abadesa Fainder suele salir a cabalgar a esta hora -observó, y preguntó enseguida con perplejidad-: ¿Que se ha hundido un barco, decís? ¿De qué estáis hablando?

Fidelma no prestó atención a la pregunta porque estaba pensando en lo extraño que era que la abadesa tuviera por costumbre salir de su abadía a diario para dar un paseo a caballo. Los miembros de una orden religiosa solían renunciar a los caballos en virtud de los votos de pobreza, sobre todo como medio de transporte, a menos que gozaran de determinada categoría social. La posición de Fidelma como dálaigh con categoría de anruth le permitía tener el privilegio de viajar a caballo, algo que por ser monja se le habría vedado.

– ¿Adónde va todos los días a estas horas?

Mel hizo oídos sordos a la pregunta y repitió:

– ¿Qué barco se ha hundido? ¿A qué os referís?

Fidelma le habló del recado que habían llevado a sor Étromma y de cómo ésta había corrido hacia el lugar del accidente para prestar su ayuda. Mel se puso serio, lo cual le extrañó, y se excusó atropelladamente por tener que marcharse.

– Disculpadme, hermana. Debería ir y ver qué ha sucedido. Parte de mi obligación consiste en estar bien informado de estos sucesos. El barco podría estar obstaculizando el paso de otros navíos. Disculpadme.

Dio media vuelta y arrancó a andar con prisa por la orilla en la dirección que habían tomado sor Étromma y el otro monje, así como la abadesa Fainder.

Fidelma no quiso perder más tiempo haciendo conjeturas sobre qué preocupaciones asaltaban a los religiosos; prefirió quedarse en el muelle. Miró a su alrededor para examinar con cuidado la escena y luego dio un leve suspiro. Le pareció que allí ya no descubriría más secretos, y decidió volver a la posada.

Capítulo VII

Al llegar a la posada La Montaña Gualda, Fidelma buscó a Dego y a Enda. Habían regresado de su expedición por la ciudad sin mucho de que informar. Se habían encontrado con una población muy dividida. Muchos estaban claramente escandalizados con el decreto del rey sobre la aplicación de los Penitenciales como nuevo sistema legal para todos los ciudadanos, dejando así de limitarse a ser meras normas según las cuales algunas comunidades religiosas preferían gobernar su vida. Los más fanáticos de la nueva fe apoyaban las medidas extremas de los Penitenciales. Dego y Enda sólo podían basar su opinión en las pocas conversaciones que habían sostenido con los comerciantes de la plaza del mercado, pues habían tenido que andarse con cuidado. Con todo, era un hecho manifiesto que la presencia de Fidelma y su propósito iban ya de boca en boca por toda la ciudad. ¿Cómo era el antiguo dicho? Los chismes no necesitan de caballos para circular.

Fidelma, en cambio, les resumió en dos palabras lo que había averiguado en la abadía. Dego y Enda pusieron caras largas cuando les habló de las pruebas que existían contra Eadulf.

– Debo regresar a la abadía para hablar otra vez con la abadesa Fainder -les anunció-. Quiero preguntarle acerca de Fial, ya que no acabo de creerme su declaración. Además, Fainder me intriga. Si descartamos las razones que pudiera tener Fial, el ímpetu de la abadesa es lo que ha traído este cambio en la ley. Hay algo turbador en esa mujer.

– Aún así, señora -dijo Enda reflexivamente-, existe el testimonio de sor Fial. Afirma que vio a Eadulf violar y matar a su amiga. Y un testimonio así resulta determinante ante cualquier ley.