A su pesar, Dego se mostró de acuerdo con su compañero.
– ¿Creéis que podéis encontrar algún fallo en su testimonio?
– Creo que sí, a decir por lo que me han contado hasta el momento; pero sólo si tengo ocasión de hablar con ella. Parece que interesaba hacerla desaparecer.
Dego y Enda se miraron.
– ¿Sospecháis que puede haber un complot para ocultarla? -preguntó este último.
– Sólo digo que es una coincidencia que sor Fial haya desaparecido -respondió y quedó pensativa-. No obstante, creo que en el desarrollo del juicio puedo plantear suficientes preguntas para que cualquier juez imparcial aplace la ejecución de la pena, en espera de una investigación más exhaustiva. Tras entrevistarme otra vez con la abadesa, exigiré que el rey Fianamail cumpla su palabra y escuche las razones que aportaré para interponer una apelación. Sólo necesitamos obtener una semana más. Preferiría llevar el caso ante Barrán a llevarlo ante un brehon de Laigin que pudiera estar bajo la influencia del obispo Forbassach.
– ¿Qué podemos hacer nosotros entretanto? -preguntó Dego.
– Hay algo que ayudaría -respondió Fidelma-. He descubierto que la abadesa Fainder tiene por costumbre salir de la abadía todas las tardes. Se trata de misteriosas salidas a caballo, y en ocasiones regresa muy tarde. Quisiera saber adónde va y con quién se ve.
– ¿Creéis que la abadesa está implicada en este caso? -quiso saber Enda.
– Podría ser. Por el momento, son tantos los misterios que rodean este lugar que conviene aclararlos uno a uno. Puede que éste no sea nada importante. O puede que sí. Precisamente cuando regresaba de una de esas salidas, pasada la medianoche, fue vista junto al cuerpo de la niña asesinada. ¿Simple coincidencia?
– Entendido, señora. Enda y yo vigilaremos a la buena abadesa y la seguiremos en esas salidas -confirmó Dego con una sonrisa-. Nosotros nos encargaremos.
Sucedió al poco de regresar Mel a la posada. Fidelma acababa de almorzar y se disponía a ir a la abadía. Dego y Enda ya habían salido para desempeñar su trabajo. No con poca frustración, Fidelma se dio cuenta de que no tenía nada que hacer hasta que la abadesa regresara a la abadía o sor Étromma encontrara a Fial. Estaba inquieta e irritada, pues tenía muy presente que el tiempo corría y que Eadulf no podía permitirse perder ni un minuto. Se obligó a sentarse en el salón principal de la posada, junto al fuego crepitante, y trató de dominar su creciente agitación. No era propio de ella sentarse de brazos cruzados cuando había tanto por hacer. Buscó sosiego en las palabras de su mentor, el brehon Morann: La paciencia es la madre de la ciencia.
También buscó consuelo en el arte del dercad, el acto de meditación mediante el cual incontables generaciones de místicos irlandeses habían alcanzado el estado de sitcháin o paz, aplacando pensamientos externos y furores mentales. Fidelma practicaba con frecuencia este antiguo arte en momentos de tensión, aunque algunos miembros de la fe como Ultan, arzobispo de Armagh, lo condenaban por considerarlo pagano, pues era una costumbre muy extendida entre los druidas antes de llegar a Éireann la nueva fe. Incluso el santísimo Patricio, el britano que estableciera la fe en los cinco reinos dos siglos atrás, había prohibido expresamente diversas costumbres meditativas. Sin embargo, aunque el dercad no estaba bien visto, no se había prohibido todavía. Era una manera de relajar y apaciguar la efervescencia de pensamientos en una mente agitada. Y Fidelma a menudo recurría a esta costumbre.
Al rato oyó a Mel entrar. Salió del estado de meditación con facilidad para saludarlo.
– ¿Es grave? -le preguntó sin ambages.
Mel dio un respingo, ya que no la había visto, al estar sentada a la penumbra de un rincón junto al fuego. Al entender a qué se refería, movió la cabeza y dijo:
– ¿Os referís al accidente del río? Por suerte no ha muerto nadie.
– ¿Y era el barco de Gabrán?
La pregunta pareció tener un efecto electrizante en Mel, que preguntó a su vez:
– ¿Qué os hace pensar que lo fuera?
– Bueno, sor Étromma parecía preocupada cuando le dijeron que podía tratarse de su barco, ya que comercia con la abadía.
– Vaya. -Mel aguardó un momento, como si reflexionara, y negó con la cabeza-. Pues no; era una vieja barcaza de río que tendrían que haber desguazado para madera desde hace mucho tiempo: estaba carcomida. Calculan que en unas horas ya habrán arrastrado a la orilla los restos del naufragio que obstruyen el paso.
– Así que la preocupación de sor Étromma era infundada.
– Ya os digo, al ser un centro mercante fluvial, a todos nos preocupa que el río pueda quedar obstruido.
– Comprendo.
Mel se disponía a seguir andando, cuando ella lo detuvo.
– Me rondan unas cuantas preguntas más. ¿Os importa que os las haga? No os entretendré mucho rato.
Mel se sentó enfrente de ella.
– Me alegra seros de ayuda, señora -afirmó con una sonrisa-. Preguntad.
– ¿En qué circunstancias se ahogó vuestro compañero… el que iba con vos la noche que mataron a Gormgilla?
Mel se extrañó de la pregunta.
– ¿Quién? ¿Daig? Una noche estaba de guardia en los muelles, como de costumbre, y por lo visto resbaló (seguramente porque las tablas estaban mojadas) y se golpeó la cabeza con algo, puede que con un pilar de madera. Cayó al agua tras perder el conocimiento y quizá se ahogó sin que nadie se diera cuenta. Hallaron su cuerpo al día siguiente.
Fidelma consideró sus palabras unos instantes.
– ¿Así que la muerte de… (¿Daig, decís que se llamaba?) no fue más que un trágico accidente? ¿No hay nada sospechoso en torno a lo sucedido?
– Fue un accidente, y muy trágico, ya que Daig era un buen vigilante y se conocía el río como la palma de la mano. Creció entre los barcos de este río. Pero si creéis que tuvo alguna relación con al asesinato de Gormgilla, os puedo asegurar que no la tiene en absoluto.
– Ya veo -dijo Fidelma, poniéndose de pie repentinamente-. ¿Sabéis si sor Étromma ha regresado ya a la abadía?
– Creo que sí -respondió el guerrero, que siguió su ejemplo poniéndose en pie.
– ¿Y la abadesa Fainder? ¿Ha regresado también?
Mel se encogió de hombros.
– No lo sé, pero lo dudo. Cuando sale, suele tardar bastante en regresar.
– ¿La abadesa ha ido a ver el barco hundido?
– No la he visto por allí. Y sería inusual. Suele salir a cabalgar sola por las tardes. Creo que sube a las colinas.
– Gracias, Mel. Habéis sido de gran ayuda.
Cuando Fidelma regresó a la abadía, sor Étromma la recibió en la entrada.
– ¿Y bien, hermana? -dijo Fidelma-. ¿Sabéis algo de la niña ausente, sor Fial?
Sor Étromma la miró con gesto impasible.
– Yo también acabo de llegar a la abadía. Seguiré preguntando, aunque he mandado a un miembro de la comunidad que la busque por todo el edificio.
– ¿Ha vuelto ya la abadesa Fainder? Debo hacerle unas preguntas.
Sor Étromma preguntó, confusa:
– ¿Si ha vuelto, preguntáis?
Fidelma asintió sin perder la paciencia.
– Sí, del paseo a caballo que da por las tardes. No sabréis adónde suele ir, ¿no?
La rechtaire de la abadía respondió quitando importancia a sus palabras:
– Desconozco las costumbres personales de la abadesa. Seguidme. Supongo que estará en sus dependencias.
Una vez más, condujo a Fidelma por los lúgubres pasillos del edificio, hacia las dependencias de la abadesa. Tuvieron que pasar por un pequeño espacio enclaustrado situado tras la capilla para poder llegar allí.