Fidelma oyó el tono subido de unas voces procedentes del otro extremo del claustro. Reconoció la voz de la abadesa, estridente, tratando de acallar los graves tonos de una voz masculina que ascendían, interrogantes. Sor Étromma, que estaba a su lado, se detuvo en seco y tosió con nerviosismo.
– Parece que la abadesa está ocupada. Quizá debamos volver cuando esté menos… preocupada -murmuró.
Fidelma no interrumpió el paso.
– El asunto que a mí me ocupa no puede esperar -dijo con firmeza y siguió por el pasillo enclaustrado hacia la puerta de la abadesa, con sor Étromma pisándole los talones; al llegar llamó a la puerta. Estaba entreabierta, y las voces no callaron, como si la abadesa y su interlocutor no la hubieran oído llamar.
– ¡Os digo, abadesa Fainder, que es un escándalo!
Quien hablaba era un hombre de edad avanzada, cuyo atavío revelaba cierta autoridad y rango. Un cabello níveo le llegaba hasta los hombros, y un aro de plata le rodeaba la cabeza. Vestía una capa larga y verde tejida a mano y portaba en la mano un bastón de oficio.
La abadesa Fainder sonreía pese al tono estridente de su voz. De cerca, la sonrisa era una simple máscara, un gesto tirante de sus músculos faciales, un intento de demostrar su superioridad.
– ¿Un escándalo decís? Olvidáis con quién estáis hablando, Coba. Además, el rey, su brehon y su consejero espiritual han dado su aprobación a mis acciones. ¿Osáis afirmar que estáis más capacitado que ellos para juzgar esta clase de asuntos?
– Así es -respondió el anciano sin dejarse amilanar-. Sobre todo si se desconocen los principios de nuestras leyes.
– ¿Nuestras leyes? -repitió la abadesa con sorna-. Las leyes que esta abadía acata son aquellas que rigen la Iglesia de la cual forma parte. No acatamos más leyes que éstas. En cuanto al resto del reino, en fin… no debemos permitir que siga regocijándose en la ignorancia. Debemos adoptar la ley cristiana de Roma si no queremos ser condenados para la eternidad.
El hombre llamado Coba dio un amenazador paso adelante para acercarse a la mesa de Fainder. La abadesa no se inmutó cuando aquél se inclinó hacia ella para decirle, iracundo:
– Semejantes palabras resultan extrañas viniendo de una mujer erudita, y sobre todo de alguien de vuestra posición. ¿Acaso no recordáis las palabra de Pablo de Tarso a los romanos? «Porque los Gentiles que no tienen ley, naturalmente haciendo lo que es de la ley, los tales, aunque no tengan ley, ellos son ley a sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones.» Pablo de Tarso era más solidario con nuestra ley que vos.
La furia ensombreció la mirada de la abadesa.
– ¿Cómo tenéis la desfachatez de aleccionarme en las Escrituras? ¿Osáis aleccionar a eclesiásticos por encima de vos sobre cómo interpretar las Escrituras? Olvidáis vuestra posición, Coba. Debéis obediencia a quienes fuimos designados para gobernaros en la fe, por lo que me obedeceréis y no me discutiréis.
El anciano, que seguía de pie, la miró con compasión.
– ¿Quién os designó para gobernarme? Yo, desde luego que no.
– Mi autoridad procede de Cristo.
– Según recuerdo, la primera carta del apóstol Pedro, de las mismas Escrituras, (y éste fue designado por Cristo como principal apóstol de la fe, dice: «Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo pronto; y no como teniendo señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo dechados de la grey». Quizá debáis recordar esas palabras antes de exigir obediencia incondicional.
La abadesa Fainder casi se atragantó de frustración al decirle, alzando una voz quebrada por la rabia:
– ¿Acaso carecéis de humildad?
– Tengo suficiente humildad para reconocer cuándo carezco de ella -respondió Coba con una fría risotada.
De pronto, la abadesa vio a Fidelma de pie en la puerta, presenciando la discusión con un gesto de entretenido interés. Los rasgos de la abadesa se disolvieron de inmediato en una máscara inexpresiva, y se dirigió al anciano.
– El brehon y el rey están de acuerdo con las medidas de castigo, Coba. Así se hará. No tengo más que decir. Podéis salir. -Volvió a dirigirse a Fidelma en un tono glacial-. ¿Y vos? ¿Qué queréis, hermana?
El anciano se había vuelto hacia la puerta tan pronto había reparado en la presencia de Fidelma. No se molestó en obedecer la orden para retirarse de inmediato.
– Considero justo advertirle, abadesa Fainder-dijo sin apartar la vista de Fidelma, impidiendo cualquier respuesta que pudiera darle la abadesa-. No pienso renunciar a esta cuestión. Ya habéis matado a un joven hermano, y ahora pretendéis matar al sajón. No es propio de nuestra ley.
Fidelma se dirigió a él y no a la abadesa.
– ¿De modo que habéis venido a protestar contra la sentencia de muerte? -le preguntó, mirando con interés al anciano.
Coba no respondió con ánimo de simpatizar.
– A eso he venido. Y si vos os hacéis llamar miembro de la fe, haréis como yo.
– Yo ya he dado a conocer mi protesta -le aseguró Fidelma-. ¿Quién sois vos?
La abadesa Fainder intervino a su pesar.
– Es Coba, de Cam Eolaing, donde es bó-aire… y no ollamh de la ley ni de la religión -apostilló con rencor.
Un bó-aire era un juez local, un jefe sin tierras, cuya riqueza se valoraba en función de las vacas que poseía, de ahí que se le llamara «jefe de vacas».
– Coba, os presento a Fidelma de Cashel -añadió la abadesa.
El anciano entornó los ojos para mirar mejor a la recién llegada y preguntó:
– ¿Qué hace en Fearna una monja de Cashel? ¿Sólo estáis aquí para protestar contra las acciones de su abadesa, u otro propósito os ha traído aquí?
– La abadesa ha pasado por alto mencionar que soy dálaigh de los tribunales con categoría de anruth -respondió-. Además soy amiga del sajón que está amenazado de muerte. He venido aquí para defenderlo de una posible injusticia.
El anciano jefe se mostró algo más tranquilo.
– Vaya. Y me figuro que no habéis sido capaz de convencer a la abadesa de que desista de su malévola intención.
– No he podido cambiar la sentencia, que el rey y su brehon han confirmado -reconoció Fidelma, escogiendo con cuidado cada palabra.
– Así pues, ¿qué os proponéis? Esta mañana han asesinado a un hombre y piensan asesinar a otro mañana. La venganza es impropia de nuestro pueblo.
La abadesa emitió unos sonidos inarticulados, pero Fidelma la desoyó.
– Cierto, es impropia de nuestro pueblo -coincidió Fidelma-. Soy de esa misma opinión. Pero sólo podemos recurrir a la ley para combatir contra la injusticia. He obtenido autorización para averiguar si existen fundamentos suficientes para interponer una apelación.
El anciano casi escupió al exclamar:
– ¡Una apelación! ¡Es ridículo! Van a ejecutar al sajón mañana. Hay que exigir que lo suelten. No hay tiempo para sutilezas jurídicas.
La abadesa entrecerró los ojos.
– Debo advertiros, Coba, que cualquier exigencia será recibida con renuencia. Si intentáis interferir con la ley…
– ¿Ley, decís? ¡Barbarie! Eso es lo que es. Porque aquellos que apoyan esta versión legal de quitar la vida a una persona tienen afinidad con los asesinos y no tienen derecho a hacerse llamar personas civilizadas.
– Os lo advierto, Coba: informaré de vuestra opinión al rey.
– ¿El rey? Más bien un jovenzuelo descontento que se ha dejado engañar en esta materia.
Fidelma le puso una mano en el brazo y, ya que tanta franqueza podría perjudicar al jefe, le recordó con amabilidad: