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– Un joven descontento con poder.

Sin embargo, Coba se rió con sequedad ante la preocupación de ella.

– Ya soy demasiado viejo y he vivido una vida lo bastante plena como para temer a personas con poder, sean quienes sean. Y a lo largo de toda esa vida, joven, he defendido la ley, la cultura y la filosofía de nuestro pueblo. Ningún acto de barbarie reemplazará mis principios sin que alce mi voz en protesta.

– Comprendo lo que sentís, Coba -reconoció Fidelma-, y lo comparto. Pero vos, en cuanto juez local, sabéis que el único modo de poner en entredicho esta situación y cambiar las cosas es hacerlo mediante la ley.

Coba se la quedó mirando unos instantes con ojos penetrantes y sombríos.

– Vuestro gran maestro cristiano, Pablo de Tarso, dijo que la ley es nuestro ayo. ¿A qué creéis que quiso referirse con esto?

– ¿Y a qué ley creéis que se refería? -espetó la abadesa Fainder-. No a la ley pagana, sino a la que nos da la fe.

Coba se desentendió de ella y se dirigió a Fidelma.

– La particularidad más distintiva de nuestra ley es el procedimiento por el cual el bien y el mal se justifican o se enmiendan respectivamente. El efecto más evidente de un crimen, cualquier crimen, es infligir daño a otra persona, y la consecuencia natural es apresar al malhechor. En cualquier sociedad regulada se sigue el principio de que el malhechor debe resarcir a la víctima por el daño.

– Así dicta la ley de los brehons -asintió Fidelma- Parece que vos también habéis estudiado ese principio.

Coba asintió distraídamente.

– En los cinco reinos tenemos un sistema de precios de honor que, en función de la índole del daño causado y del rango del perjudicado, se dicta una multa y un resarcimiento determinados. La filosofía de los brehons era hacer de la ley nuestro ayo, de manera que enseñara al malhechor que la pérdida que se le ha infligido se corresponde con la pérdida que él ha infligido a la persona perjudicada.

La abadesa Fainder volvió a interrumpirle.

– Me consta que el tipo de resarcimiento que impone la Iglesia de Roma para castigar al malhechor, es decir, «ojo por ojo», es la disuasión y refleja el instinto natural del hombre. La represalia natural en el caso de un asesinato es reprender al malhechor matándolo también. ¿Acaso no lo hacen los niños combativos cuando se pelean? Uno le pega al otro, y la reacción natural es devolver el golpe.

El anciano jefe rechazó el argumento con la mano.

– Se trata de un sistema basado en el miedo. La represalia violenta como respuesta a un crimen redunda en un fuerte resentimiento, el cual persuade a los malhechores a infligir más daño en venganza; y esto redunda en más represalias y, a su vez, alimenta el miedo y la violencia.

La abadesa Fainder se encendió, indignada por aquel desafío a su autoridad.

– Hemos dejado atrás la barbarie primitiva. Hay quien prefiere mantenerla. Si queremos evitar que se cometan crímenes, debemos usar los medios que esas mentes bárbaras y primitivas sean capaces de entender. La letra con sangre entra. Esto es aplicable a niños y adultos. Cuando comprendan que la pena por cometer atrocidades es la muerte, dejarán de infringir la ley.

A Fidelma le pareció que había llegado el momento de intervenir en aquella escena tan acalorada.

– Pese a lo interesante de este debate, el mismo no nos llevará a ninguna parte. He venido a hacer unas preguntas, abadesa Fainder. Con vuestro permiso, pediría que Coba se retirara a fin de poder tratar el asunto en privado con vos.

Coba no se ofendió.

– Yo ya he hablado cuanto tenía que hablar con la abadesa. Ahora necesito hablar con vuestra rechtaire, abadesa. -Se volvió y sonrió brevemente a Fidelma-. Buena suerte, sor Fidelma. Si necesitáis que alguien apoye vuestra posición contra la promulgación de esos atroces Penitenciales, soy el hombre indicado. Os lo aseguro.

Fidelma inclinó la cabeza a modo de agradecimiento.

Cuando Coba hubo salido, Fidelma fue al grano.

– No me habíais dicho que fuisteis vos quien halló el cuerpo de la niña asesinada.

Sin inmutarse, la abadesa respondió:

– No me lo preguntasteis. Además, ésa no es exactamente la verdad.

– Pues decidme la verdad.

La abadesa Fainder se apoyó contra el respaldo, pensativa, con las palmas sobre la mesa, en una posición que, según supuso Fidelma, era típica de ella.

– Recuerdo que esa noche regresaba a la abadía…

– Curiosa hora de regresar para una abadesa, pues fue pasada la medianoche… o eso me han dicho.

– Que yo sepa, ninguna norma prohíbe a la abadesa salir de la abadía.

– ¿De dónde veníais?

Por un momento, la abadesa entrecerró los ojos con un gesto de fastidio. Luego relajó el semblante y volvió a sonreír.

– Eso no os incumbe -dijo sin malicia-. Basta con decir que nada tiene que ver con este asunto.

Fidelma se dio cuenta de que apenas si podía insistir sin más información.

– Me han dicho que ibais a caballo.

– Volvía por la orilla, de camino a la entrada que da al muelle de la abadía. Las cuadras están justo ahí.

– Ya he visto el lugar -aseguró Fidelma.

– Venía cabalgando por el camino…

– ¿Había luz de luna?

La abadesa frunció un momento el ceño.

– Creo que no. No, era una noche oscura y cerrada. Me disponía a enfilar con mi montura las puertas de la abadía, cuando algo me llamó la atención.

– ¿Y qué fue? -instó Fidelma después de que aquélla se interrumpiera.

– Creo recordar que fue un sonido entre el montón de fardos y cajas que habría dejado allí alguno de los barcos que habían llegado ese día.

– ¿Un sonido?

– No sé exactamente qué fue, pero algo me llamó la atención y, con cuidado, me acerqué con el caballo a los fardos. Entonces vi la forma acurrucada de un cuerpo.

– Pese a que estaba oscuro y nublado. Y que no llevabais una antorcha. ¿Cómo supisteis que era un cuerpo bajo esas condiciones, sin luz?

La abadesa sopesó la pregunta.

– No lo recuerdo. Debía de haber luz procedente de alguna parte. Sólo sé que vi la figura acurrucada y advertí que era un cuerpo. Quizá la luz salió un momento de entre las nubes. No lo sé.

– ¿Y luego?

– Esperé sobre el caballo hasta que Mel, el capitán de la guardia, surgió de la oscuridad. De entrada no lo reconocí, así que pregunté quién iba. Al ver que era Mel, el capitán de la guardia, le pedí que examinara el cuerpo. Así lo hizo, y me dijo que era una niña y que estaba muerta. Le ordené que llevara el cuerpo a la abadía y fui a despertar al hermano Miach, nuestro médico.

– Ya veo. ¿Y Mel llevó el cuerpo a la abadía?

– Así es.

– ¿Solo?

– No, con uno de sus compañeros.

– ¿Recordáis su nombre?

– Un hombre llamado Daig -dijo sin más.

– Cuando dejaron el cuerpo, imagino que os percataríais de que era una de vuestras jóvenes novicias.

– En absoluto. Nunca la había visto. Fial, la niña a la que hicieron venir y que presenció el ataque de vuestro amigo sajón, identificó el cuerpo -dijo la abadesa con intención más que aviesa.

– Y esa noche era la primera vez que veíais a esas dos niñas. ¿No os parece extraño?

– No tiene ningún misterio, porque yo no recibo a todas las novicias, como ya he dicho en otra ocasión.

– De modo que Fial os dijo que, al parecer, había presenciado la violación y el asesinato de su amiga.

– Para entonces, habían ido a buscar a sor Étromma, y nos acompañó hasta el lugar donde el sajón fingía estar durmiendo. Lo sacaron de la cama. Tenía el hábito manchado de sangre, y guardaba un pedazo del de la niña muerta.

Fidelma se dio un golpecito sobre un lado de la nariz con su fino índice, frunciendo el ceño.

– ¿Y no os pareció extraño?