Hermano Cett, monje de Fearna
Hermano Ibar, monje de Fearna
Obispo Forbassach, brehon de Laigin
Mel, capitán de la guardia de Fearna
Fianamail, rey de Laigin
Lassar, dueña de la posada La Montaña Gualda, hermana de Mel
Hermana Étromma, rechtaire o administradora de la abadía de Fearna
Gormgilla, una víctima
Fial, su amiga
Hermano Miach, médico de la abadía de Fearna
Gabrán, capitán de un barco fluvial y mercader
Coba, bó-aire o juez, jefe de Cam Eolaing
Deog, viuda de Daig, capitán de la guardia de Fearna
Dau, un guerrero de Cam Eolaing
Dalbach, un ermitaño ciego
Conna, una muchacha
Hermano Martan, de la iglesia de Brígida
Barrán, jefe brehon de los cinco reinos
CapítuloI
Los caballos, a medio galope, avanzaban por la montaña en penumbra, rebufando cuando los jinetes los picaban. Éstos eran tres varones y una mujer. Los hombres portaban atuendo y armas de guerreros, y ella se distinguía no sólo por ser una dama, sino por el atavío religioso. Pese a que la luz crepuscular velaba sus rasgos, el cansancio de la caballería y el ánimo agotado con el que cabalgaban denotaban que habían recorrido muchos kilómetros ese día.
– ¿Estáis seguros de que es por aquí? -preguntó la mujer, mirando en derredor, mientras bajaban por un bosque frondoso a galope tendido.
El camino que atravesaba la montaña descendía, cada vez más escarpado, hacia un valle. Más abajo, apenas apreciables a la luz matutina, los meandros de un río caudaloso se abrían paso a través de una vasta cañada.
– He cabalgado muchas veces como heraldo de Cashel a Fearna, señora, y conozco bien la ruta -aseguró el joven guerrero que montaba a su lado, sucio de polvo-. Un kilómetro más adelante llegaremos a un lugar donde otro río procedente del oeste confluye con ese que veis ahí abajo. Allí donde los ríos se cruzan está la taberna de Morca, donde podremos pasar la noche.
– Pero cada hora cuenta, Dego -respondió la mujer-. ¿No podemos seguir adelante y llegar a Fearna esta noche?
El guerrero vaciló antes de responder, buscando un modo de expresar firmeza sin faltarle al respeto.
– Señora, prometí a vuestro hermano el rey que yo y mis compañeros os custodiaríamos en este viaje. Yo no aconsejaría viajar por estos campos de noche. En este territorio acechan muchos peligros a gente como nosotros. Si pasamos la noche en la posada y partimos mañana con las primeras luces, llegaremos al castillo del rey de Laigin antes del mediodía. Además, estaremos frescos tras haber reposado esta noche.
La esbelta religiosa guardó silencio, y el guerrero de nombre Dego entendió que así aceptaba su consejo.
Dego era miembro de la élite guerrera de Colgú, rey de Muman; el propio rey le había asignado la tarea de escoltar a su hermana, Fidelma de Cashel, hasta Fearna, capital del reino de Laigin, cuyas tierras lindaban con el reino de Colgú. No le había hecho falta preguntar a su hermana los motivos que la habían llevado a emprender aquel viaje, pues las nuevas se habían difundido rápidamente por todo el palacio de Cashel.
Fidelma acababa de llegar de un peregrinaje al santo sepulcro de Santiago. Se había visto obligada a adelantar el regreso al recibir la noticia de que el hermano Eadulf, emisario sajón del arzobispo de Canterbury, Teodoro de Tarso, en Cashel, había sido acusado de homicidio. Los detalles eran todavía confusos; los rumores decían que en su viaje de vuelta a Canterbury, ciudad situada al este, en tierra de sajones, el hermano Eadulf había sido apresado a su paso por el reino de Laigin y había sido acusado de asesinar a una persona. Era la única información que tenían.
Si algo sabían de seguro las gentes de Cashel era que, a lo largo del año anterior, el hermano Eadulf no sólo había trabado amistad con el rey Colgú, sino que había devenido fiel compañero de su hermana, Fidelma. Decían que Fidelma había resuelto viajar a Laigin con el fin de asumir la defensa de su amigo, pues no era sólo monja, sino también dálaigh, abogada de los tribunales de los cinco reinos.
Fueran habladurías o no, Dego sabía que apenas Fidelma había desembarcado de la nave de peregrinos en Ardmore había partido a uña de caballo hacia Cashel, donde no pasó ni una hora con su hermano antes de poner rumbo a Fearna, la capital de Laigin, donde tenían preso a Eadulf.
Lo cierto es que para Dego y sus compañeros no fue cosa fácil mantener el ritmo de Fidelma, que sostuvo un gesto adusto durante todo el camino y parecía tener más dotes de monta que ellos.
Dego la miró con cierta inquietud, pues en sus ojos verde azulados percibió un destello que no auguraba nada bueno a quienes osaran contradecirla. Estaba seguro de que su recomendación de pasar la noche en la posada era la más acertada, pero también le preocupaba que Fidelma comprendiera los motivos por los que lo había propuesto. Dego sabía muy bien que ella ansiaba llegar a la capital de Laigin cuanto antes.
– Existe cierta enemistad entre Cashel y Fearna, señora -se aventuró a decir tras cavilarlo-. Todavía hay guerra en la frontera de Osraige. Si cayéramos en manos de los grupos de guerreros de Laigin que merodean por la región, podrían contravenir la protección que os ofrece vuestro cargo.
Los rasgos severos de Fidelma se suavizaron un instante.
– Estoy al corriente de la situación, Dego. Tu consejo es prudente.
Fidelma no dijo más. Dego abrió la boca para añadir algo, pero al mirarla otra vez advirtió que cualquier otra palabra más sería superflua y podría importunarla.
Al fin y al cabo, nadie mejor que Fidelma para conocer el estado de la disputa entre Cashel y Fearna. En una ocasión se había enfrentado a Fianamail de Laigin, un rey joven e irritable. Fianamail no era amigo de Cashel. Es más, desde aquella ocasión le guardaba rencor a Fidelma.
El joven Dego, que lo sabía, admiraba el valor que demostraba su señora al acudir ipso facto a socorrer a su amigo sajón, derecha hacia tierras enemigas. El hecho de ser dálaigh de los tribunales era lo único que le permitía desplazarse con tal libertad, sin obstáculos ni impedimentos. Ningún habitante de los cinco reinos osaría ponerle las manos encima, pues quien lo hiciera habría de afrontar el terrible castigo de perder el valor de su honor y ser marginado para siempre de la sociedad sin derecho a acogerse a la ley. Ningún habitante que acatara la ley osaría tocar a sabiendas a una dálaigh de los tribunales, y menos a Fidelma, que había recibido los honores del rey supremo, Sechnassach, en persona. La autoridad de una dálaigh de los tribunales la protegía más que el privilegio de ser la hermana del rey de Muman o, incluso, que el hecho de ser una hermana de la fe cristiana.
Con todo, a Dego no le preocupaban aquellos que acataban la ley. Sabía muy bien que el rey Fianamail y sus consejeros podían albergar intenciones siniestras. Era muy fácil ordenar que mataran a Fidelma y atribuir la culpa a una banda de malhechores. Razón por la cual Colgú había seleccionado a sus tres mejores guerreros para acompañar a su hermana a Laigin. No les había ordenado que lo hicieran, pues correrían más peligro que su hermana, pero había ofrecido a cada uno un bastón de mando que indicaba que actuaban como emisarios bajo la protección de las leyes de una embajada. Era cuanto podía hacer para darles protección legal.
Dego y sus compañeros, Enda y Aidan, que cabalgaban en la retaguardia ojo avizor, no vacilaron en aceptar el encargo propuesto a pesar de las dudas que albergaban en cuanto a la honradez del rey de Laigin. Estaban dispuestos a seguir a Fidelma dondequiera que fuera, pues el pueblo de Cashel sentía un afecto especial por la hermana joven, alta y pelirroja de su rey.
– La posada está ahí mismo -gritó Enda desde atrás.
Dego entornó los ojos para ver mejor en la oscuridad.
Distinguió un farol colgado de un poste, el método tradicional que usaban los posaderos para anunciar la presencia del establecimiento, e iluminar el camino a los viajeros fatigados. Dego frenó su caballo ante el grupo de edificios. De la penumbra surgieron un par de mozos de cuadra, que se les acercaron corriendo para recoger las monturas y sostenerlas mientras los jinetes desataban las alforjas; a continuación fueron hacia la entrada de la fonda.