– Las preguntas que no pueden responderse no pesan sobre las decisiones iniciales del juicio. Decís que ese sajón era un mensajero. ¿Dónde estaba su bastón blanco de oficio? Lo hacéis aparecer ahora cual prestidigitadora, y vuestro único testigo no juraría que os viera sacarlo del lugar del cual, aseguráis, lo sacasteis.
– Puedo presentar…
– Cualquier cosa que presentéis -intervino el obispo Forbassach- no es válida como prueba, pues quién sabe si no lo trajisteis vos misma a este lugar. No es ninguna prueba, ya que no sabemos si el sajón la llevaba encima o no. En cuanto a los testigos, impugnáis tanto su conocimiento como su integridad.
– ¡Eso no es así! -protestó Fidelma.
– ¡Ah! -exclamó el obispo Forbassach, triunfal-. ¿Retiráis los comentarios que habéis hecho de ellos?
Fidelma negó con la cabeza.
– No, no los retiro.
– En tal caso debéis impugnar su declaración.
– No. He planteado una serie de preguntas que se les debían haber hecho en el juicio.
– Ya oímos sus declaraciones en el primer juicio y no nos pareció que debiéramos volver a interrogarlos -dijo Forbassach con resolución-. Todos los testigos son personas cabales y, a nuestro juicio, dijeron la verdad. La testigo, sor Fial, vio al sajón sin lugar a dudas. Fue testigo presencial de su abyecto crimen. ¿Osaríais poner en duda la credibilidad de una niña de trece años que acaba de presenciar la violación y el asesinato de su amiga, una niña más joven todavía? ¿Qué clase de justicia es ésa, Fidelma de Cashel? Es evidente que en Laigin no compartimos los valores de los tribunales de Cashel, donde dicen que entretenéis a las multitudes con ingenio y sutilezas legales. Aquí consideramos que la verdad no es un juego legal de fidchell.
El fidchell era un juego de habilidades intelectuales que se jugaba sobre una tabla de madera; Fidelma era muy buena en él, de lo cual se enorgullecía.
Fianamail puso una mano sobre el brazo del obispo y le susurró algo al oído con urgencia. El brehon hizo una mueca malhumorada y asintió con la cabeza. De súbito, el joven rey se puso en pie.
– Doy por concluida la sesión. Para ser justos, mi brehon, el obispo Forbassach, me ha pedido que discutamos el caso a fin de que la sentencia que dictemos sea del todo justa. El obispo anunciará el fallo sobre la apelación mañana al amanecer. Las deliberaciones se dan por concluidas.
Una sombría desesperación se apoderó de Fidelma al dejarse caer en su asiento.
– ¡Los tribunales de Laigin se han sumido en las tinieblas! -exclamó una estridente voz masculina, que a Fidelma le costó identificar: era Coba, el anciano bó-aire, que se levantó y abandonó el salón, furioso.
Fianamail vaciló unos momentos, enfadado ante aquel exabrupto y, acto seguido, salió del salón con majestuosidad y cara de pocos amigos. El obispo Forbassach esperó de pie unos instantes sin saber qué hacer, hasta que la abadesa acudió a su lado. Su semblante mudó en un gesto de triunfo al mirarla, y salieron juntos. Mientras los demás se dispersaban, Dego fue en busca de Fidelma; con cierta incomodidad, le puso la mano en el hombro con la intención de reconfortarla.
– Habéis hecho lo mejor que habéis podido, señora -le dijo entre dientes-. Están decididos a ejecutar al hermano Eadulf.
Fidelma levantó la cabeza, consciente de las lágrimas que asomaban a sus ojos, pero sin sentir vergüenza.
– Dego, ya no sé qué más puedo hacer dentro de la legalidad para salvarle. Ya no tengo tiempo.
– Pero la sentencia no se dictará hasta mañana. Aún hay esperanza de que fallen a favor de la apelación -le recordó, pero sin convicción alguna en su voz.
– Ya habéis visto de qué modo el obispo Forbassach me ha acosado. No, Dego. Confirmará la sentencia que ha pronunciado.
Aunque le pesara, Dego le dio la razón.
– Estáis en lo cierto, señora. Ese obispo Forbassach ha dejado claro que no es imparcial. ¿Habéis visto cómo ha salido con la abadesa Fainder, tomándole la mano, y cómo ambos sonreían? Creo que en este asunto hay connivencia.
– La única esperanza que nos quedaría es que el jefe brehon de Irlanda, Barrán en persona, llegara a tiempo para detener esta vil injusticia -dijo Fidelma.
Dego movió la cabeza con pesar.
– Entonces ya no hay esperanza, señora. Harían falta al menos tres días más para que el joven Aidan localizara a Barrán y lo trajera aquí; seguramente tardaría toda una semana, y teniendo la suerte de nuestro lado.
Fidelma se levantó, tratando de recobrarse.
– Debo regresar a la abadía y decirle que se prepare para lo peor.
– ¿No sería preferible esperar a mañana, cuando se anuncie formalmente la decisión?
– No tiene sentido engañarme a mí misma, Dego, y tampoco puedo engañar a Eadulf.
– ¿Queréis que os acompañe?
– Gracias, pero no, Dego. Debo hacer esto sola. Creo que Eadulf querrá ver caras amigas mañana, cuando tenga lugar esta atrocidad. Al menos podrá morir en compañía de amigos, aparte de enemigos. Pediré permiso para asistir en cuanto se haya dictado la sentencia. ¿Me acompañaréis Enda y vos?
Dego no vaciló.
– Os acompañaremos. Que Dios les perdone si desoyen vuestro ruego, señora. He visto morir en batalla a muchos hombres valientes; e incluso he matado a muchos. Pero lo hice llevado por la furia, el ardor de la batalla, y eran hombres libres que empuñaban una espada o una daga para defenderse en una lucha de uno contra uno, de igual a igual. Pero esto… Esto es una vileza. Reducir a un hombre a la indignidad de una triste vaca en el matadero… Me hace sentir vergüenza.
– No es nuestro sistema de castigo -reconoció Fidelma y luego soltó un profundo suspiro-. Cierto que puede argüirse que aquel que asesina, que causa sufrimiento y mata a otro, no merece nuestra compasión, pero…
– Pero no es motivo para que debamos rebajarnos a la altura de un asesino y representar rituales despiadados para encubrir nuestro propio asesinato -interrumpió Dego-. Por otra parte, ¿no estaréis reconociendo ahora que el hermano Eadulf es culpable del crimen?
Tratando de reprimir la emoción que la embargaba, Fidelma sacudió la cabeza. Esperaba que los ojos no le brillaran demasiado.
– En este momento no sé si Eadulf es culpable o no. Creo que es inocente. Concedo valor a su palabra. Pero las palabras no son suficientes. Sólo digo, desde la experiencia, que a estas alturas ya debería haber una respuesta a demasiadas preguntas y ahora… ahora parece demasiado tarde. Regresad a la posada, Dego. Me reuniré con vos y Enda después.
Con paso cansino y abrumada por pensamientos sombríos, Fidelma se dirigió a la abadía a través de la ciudad. No sabía qué iba a decirle a Eadulf. Sólo podía contarle la verdad. Sentía que le había fallado por completo. Estaba convencida de que, pese al intento de Fianamail de recurrir a medidas diplomáticas, el obispo Forbassach denegaría la apelación. La beligerancia con que éste había rebatido todas sus preguntas indicaba que pretendía mantener la petición de la abadesa Fainder y aprobar aquellos atroces castigos.
¡Si al menos hubiera dispuesto de más tiempo! Las pruebas y declaraciones presentaban tantas inverosimilitudes… Y sin embargo el obispo Forbassach no parecía interesado en investigarlas. ¡Tiempo! ¡Era una simple cuestión de tiempo! Y al día siguiente, cuando el sol estuviera en su cenit, su querido amigo y compañero perdería la vida porque ella no había sido capaz de salvarle.
Al aproximarse a la entrada de la abadía, decidió que no permitiría que nadie viera que había perdido confianza; a fin de cuentas sólo hacía falta algo, cualquier cosa, para un aplazamiento. Alzó el mentón en actitud defensiva.