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Cuando sor Étromma acudió a las puertas, parecía afectada por una extraña tribulación. En cuanto el obispo Forbassach había anunciado su opinión, la hermana abandonó el salón del rey para regresar apresuradamente a la abadía.

– Lo lamento, hermana. No he podido sino decir la verdad. Estabais de espaldas a mí cuando hallasteis esos objetos, y no podía jurar que os hubiera visto sacarlos de allí. El obispo Forbassach se mostró tan implacable al hacer las preguntas que…

Fidelma alzó una mano para apaciguar la desazón de la administradora. No se lo reprochaba. Aunque ésta hubiera apoyado su causa, el obispo Forbassach habría buscado otro modo de poner en duda aquellas pruebas.

– No tenéis la culpa, hermana. Comoquiera que sea, todavía no se ha anunciado decisión alguna -le aseguró Fidelma tratando de dar el mayor matiz posible de indiferencia a su voz.

Sor Étromma no se apaciguó.

– Sin embargo, imagino que sabréis ya la decisión que el obispo tomará -insistió-. Él mismo lo ha dicho.

Fidelma trató de aparecer segura y confiada.

– La decisión definitiva está en manos del rey y sus consejeros. Independientemente de lo que diga Forbassach, mantengo que quedan por plantearse todavía diversas cuestiones, y cualquier juez imparcial sabría que no se puede arrebatar una vida hasta que no se halle una respuesta a esos planteamientos.

Sor Étromma bajó la cabeza.

– Supongo que así es. ¿De verdad creéis que todavía cabe la posibilidad de aplazar la ejecución del sajón?

Fidelma respondió con la voz tensa, eligiendo con cuidado cada palabra:

– Espero que la haya. No obstante, no me corresponde a mí predecir la decisión del juez.

– Así es -murmuró la rechtaire de la abadía-. Éste ha dejado de ser un lugar alegre. No veo el día de partir a la isla de Mannanán Mac Lir y apartarme del desasosiego que envuelve esta abadía. Imagino que deseáis ver al sajón, ¿cierto?

– Así es.

Dio media vuelta y encabezó el paso una vez más al interior de la abadía, a través del patio principal. Ya casi había anochecido y la oscuridad envolvía el lugar. Sin embargo, numerosas antorchas iluminaban el patio. Dos hombres, en presencia de otros dos que miraban (uno de los cuales era un monje), estaban cortando la cuerda para bajar al hermano Ibar de la horca de madera. Mientras realizaban aquella truculenta operación dirigieron la vista hacia ellas, y uno de los hombres, de rasgos toscos y con ropa de trabajo, sonrió burlonamente y gritó:

– Hacemos sitio para mañana.

Cerca de ellos, tendida sobre las losas del patio, había una arpillera dispuesta para envolver el cuerpo. El hermano Ibar no sería enterrado con ataúd de madera -observó Fidelma-, sino con una tela de saco y, seguramente, en un hoyo cavado con prisas en el pantanal a orillas del río. Aquellos dos hombres de negro le parecieron a Fidelma un par de cuervos picoteando los restos de su víctima y no tanto dos profesionales preparando el cuerpo para un funeral.

Fidelma vaciló un momento y su mirada fue a parar al rostro de uno de los religiosos que supervisaban la labor. Reconoció la figura corpulenta del pugnaz hermano Cett. Éste la miraba de soslayo, y a su boca asomaba una dentadura negra y picada. Raras veces había visto hombres de aspecto tan siniestro. Fidelma se estremeció. Junto al monje había un hombre nervudo de baja estatura, cuyo atavío revelaba su condición de marinero. El pantalón y el jubón de piel así como la bufanda de lino que llevaba era el atuendo típico entre los marineros de río. Éste no se molestó en mirarlas cuando cruzaron el patio.

– Vamos a la celda del sajón, Cett -informó sor Étromma al pasar.

El hombretón gruñó, acaso expresando aprobación, aunque el sonido podría haber significado cualquier cosa. Al parecer, la rechtaire lo tomó como un asentimiento, ya que siguió adelante, con Fidelma a la zaga sin perder un instante.

Subieron por las escaleras que conducían a la celda, fuera de la cual había otro monje sentado en una banqueta de madera a la luz trémula de una antorcha de tea; el hombre se hallaba inmerso en la contemplación de su crucifijo, que sostenía con ambas manos sobre el regazo. Cuando las monjas se aproximaron, se puso de pie de un salto y reconoció enseguida a sor Étromma. Sin decir palabra, descorrió los cerrojos de la celda.

Sor Étromma se volvió hacia Fidelma y le dijo:

– Avisadle cuando deseéis salir. Yo tengo otros asuntos que tratar, por lo que no puedo quedarme.

Fidelma entró en la celda. Eadulf se levantó para recibirla. Mostraba un semblante afligido.

– Eadulf… -empezó a decir Fidelma.

Él se apresuró a interrumpirla, moviendo la cabeza.

– No tenéis que decirme nada, Fidelma. Desde la ventana os he visto cruzar el patio con la otra hermana y ya me figuro cuál ha sido el resultado de la vista. Si se hubiera concedido la apelación, imagino que el obispo Forbassach os habría acompañado y no habríais venido con esa expresión funesta.

– No es del todo seguro -dijo Fidelma con un hilo de voz-. El obispo Forbassach anunciará el resultado de la apelación mañana por la mañana. Todavía hay esperanza.

Eadulf se volvió hacia la ventana.

– Lo dudo. Ya os lo dije: en este lugar hay algo maligno, algo que ya ha decidido que debo morir.

– ¡No digáis necedades! -saltó Fidelma-. No debéis desistir.

Eadulf le lanzó una breve miraba por encima del hombro con una sonrisa sombría.

– Creo que os conozco desde hace demasiado tiempo como para poder esconderme algo, Fidelma. Lo veo en vuestros ojos. Ya estáis llorando mi muerte.

Fidelma tendió la mano para tomar la suya y exclamó:

– ¡No digáis eso!

Por primera vez, Eadulf percibió el tono quebradizo en la voz de su amiga y supo que estaba al borde de las lágrimas.

– Lo lamento -murmuró sintiéndose algo incómodo-. Qué cosa más tonta de decir.

Se dio cuenta de que ella necesitaba tanto apoyo como él para hacer frente al suplicio que le aguardaba. Y Eadulf no era un hombre egoísta con sus sentimientos.

– ¿Así que el obispo Forbassach se pronunciará sobre la apelación mañana por la mañana? -añadió.

Fidelma asintió sin decir nada, pues no confiaba en que fuera a ser capaz de hacerlo.

– Bien. Pues aceptaremos la decisión cuando esté tomada. Entretanto, ¿podríais pedirle a sor Étromma que me faciliten agua y jabón? Quisiera tener el mejor aspecto posible para lo que me depare la mañana, sea lo que fuere.

Fidelma sintió el escozor de las lágrimas que asomaban a sus ojos. De pronto, Eadulf se acercó a ella para rodearla con los brazos, la estrechó con fuerza y luego la apartó de sí casi con brusquedad.

– ¡Bueno! Salid, Fidelma. Dejadme meditar a solas. Os veré mañana.

Fidelma así lo hizo; habían compartido demasiadas cosas como para quedarse en la celda con él. Unos segundos más, y ambos perderían el control de sus emociones. Dio media vuelta y llamó con dureza al monje celador. Instantes después se oyó el ruido áspero de los cerrojos y la puerta se abrió. Al salir no miró atrás; se limitó a murmurar:

– Hasta mañana, Eadulf.

El hermano Eadulf no respondió y la puerta de la celda se cerró de un golpe detrás de ella.

Fidelma no regresó a la posada enseguida, sino que fue a dar un paseo por la orilla del río, donde encontró un rincón en el que estar sola, al final de los muelles. Allí se sentó sobre un tronco, a la penumbra del crepúsculo. La luna era de un blanco reluciente y proyectaba un resplandor fantasmagórico sobre las aguas. Fidelma permaneció en silencio; le ardían las mejillas, cubiertas de lágrimas. No había llorado desde niña. Ni siquiera intentó recurrir a la técnica meditativa del aeread para aplacar la furia de su emoción. Había tratado de contenerla desde que supiera que Eadulf se hallaba en peligro. No podría ayudarle desatando sus emociones. Tenía que ser fuerte; debía distanciarse de éstas a fin de poder discernir de manera lógica.