– Os digo, Forbassach, con el juramento de dálaigh en la mano, que no he tenido nada que ver en este asunto. Y os lo podría haber dicho sin que hubiera hecho falta irrumpir de esa forma tan dramática ni usar innecesariamente la fuerza. Tampoco es necesario que sigáis ejerciendo la violencia con mis compañeros.
El obispo Forbassach se volvió hacia Dego y Enda, que permanecían doblados por el dolor insoportable, a manos de sus hombres.
– Aflojad -ordenó el obispo con renuencia.
Los hombres que habían inmovilizado a los dos guerreros de Cashel así lo hicieron. Forbassach les concedió un momento para recuperar el aliento.
– Bueno, si os tomo la palabra de que no habéis tenido nada que ver en este asunto, quizá vuestros hombres han actuado por vos. ¡Tú! ¡Habla! -exclamó de pronto, señalando a Dego.
El guerrero entornó los ojos; se habría abalanzado sobre aquel arrogante brehon de no haber tenido al lado al musculoso hermano Cett.
– Yo no sé nada de su huida, brehon de Laigin -replicó en un tono comedido, si bien sin el respeto que habría requerido la categoría de brehon.
El obispo Forbassach no disimuló su rabia.
– ¿Y tú? -exigió a Enda.
– Yo estaba en la cama hasta que vuestros baladrones me han interrumpido el sueño al atacar a la hermana de mi rey -respondió con desafío-, y he acudido a defenderla del ataque. Y deberéis responder a las consecuencias de este ataque.
– Quizá debamos convenceros para que hagáis memoria -dijo a su vez el obispo en un tono mezquino.
– ¡Esto es un atentado, Forbassach! -gritó Fidelma, horrorizada por la insinuación-. No pondréis la mano sobre mis hombres. No olvidéis que son guerreros leales de mi hermano, el rey de Cashel.
– Mejor que pongamos las manos sobre ellos que sobre vos, mujer -intervino el fornido hermano Cett.
– ¡Si permitís que este asunto se os vaya de las manos, entre Cashel y Fearna se derramará sangre, obispo Forbassach! -advirtió Fidelma con dureza-. Y aunque vuestros matones no lo sepan, vos lo sabéis muy bien.
– Yo puedo dar fe de que estos dos guerreros no han salido de la posada esta noche, señor obispo.
El que intervino fue un hombre que estaba de pie fuera de la habitación, que ya se abría paso para entrar.
Fidelma vio que se trataba de Mel, el comandante de la guardia de palacio.
El obispo Forbassach lo miró, sorprendido.
– ¿Qué os hace estar tan seguro, Mel? -quiso saber.
– Porque la posada es de mi hermana, como sabéis, y he pasado la noche aquí, en una habitación contigua a la de estos hombres. Tengo el sueño ligero, y puedo asegurar que estos hombres no se han movido hasta que vuestros acólitos han irrumpido en el lugar.
– Habéis tardado mucho en venir a decírmelo -observó Forbassach-. Si tan ligero es vuestro sueño, ¿por qué habéis tardado tanto en acudir a mí?
– Porque vuestros hombres se han puesto a registrar la posada de mi hermana y me ha parecido más prudente acompañarles y asegurarme de que no registraran con demasiado entusiasmo y causaran daños en su propiedad.
El obispo guardó silencio, como si no supiera muy bien qué medidas tomar a continuación.
Saltaba a la vista que el apoyo inesperado del guerrero de Laigin había desbaratado cualquier posible estrategia. Mientras decidía cómo reaccionar, apareció otro de sus hombres y anunció:
– Hemos registrado la posada y todos los edificios adyacentes. No hay rastro del sajón. No hay rastro de nada en absoluto.
– ¿Estáis seguros? ¿Lo habéis registrado todo concienzudamente?
– Todo, Forbassach -respondió el hombre-. Puede que el sajón robara una barca para dirigirse al lago Garman y tomar un barco que lo lleve a su país.
El obispo Forbassach se volvió hacia Fidelma con los labios apretados por la furia. Fidelma aprovechó para sacar ventaja a la circunstancia.
– Mis compañeros y yo aceptaremos vuestras disculpas por esta intrusión injustificada, Forbassach. Aun así, habéis puesto a prueba las leyes de hospitalidad hasta más allá de sus límites. Aceptaré vuestras disculpas sólo porque es evidente que estáis bajo una fuerte tensión.
El obispo Forbassach volvió a ofuscarse por la furia, y pareció que fuera a lanzar otra arremetida verbal. Sin embargo lo pensó dos veces y se limitó a hacer una seña a sus hombres para abandonar el lugar. Con todo, no apartó su mirada furibunda de los ojos de Fidelma.
– Os lo advierto, Fidelma de Cashel -le dijo muy despacio, como si le costara expresar sus pensamientos-. La huida del sajón es un asunto grave. De todos es sabido que sois amigos, que habéis venido hasta aquí para defenderle. El que haya huido a vuestra llegada no es ninguna coincidencia. Puede que vos y vuestros compañeros me hayáis burlado y hayáis sido capaces de ocultar al sajón durante el registro. No me cabe duda de que sabíais de sobra que éste sería el primer lugar al que iríamos. Os lo advierto, Fidelma, esto será vuestra perdición. No volveréis a ejercer la profesión de abogada tomándoos la justicia por vuestra mano -dijo esto y soltó una breve risa-. Lo gracioso es lo siguiente, Fidelma. Había decidido aplazar la ejecución del sajón una semana a fin de complacer los intereses del rey Fianamail y, de este modo, hallar la respuesta a todas esas agudas preguntas que planteasteis. La huida del sajón es, a ojos vistas, una confesión de la culpa. En cuanto vuelvan a capturarlo será colgado. No habrá más apelaciones.
Fidelma aguantó la mirada enardecida del obispo sin inmutarse.
– Os equivocáis al acusarme de ayudar al hermano Eadulf a escapar, Forbassach. A diferencia de otros súbditos de este reino, yo he acatado rigurosamente las leyes de los cinco reinos y no he desechado mi fe en ellas por ninguna otra ley. Tenedlo bien presente, Forbassach. Asimismo, tampoco interpretaría la huida como una aceptación de la culpa. Toda persona inocente tiene derecho a defenderse. La huida bien puede interpretarse como una defensa contra un asesinato judicial.
El obispo no respondió, cambió de parecer y abandonó la habitación sin decir nada más.
Dego se acercó a ella con un gesto de preocupación.
– ¿Estáis bien, señora? ¿No os han hecho daño?
Fidelma negó con la cabeza. Se llevó una mano al hombro, donde el esbirro de Forbassach le había pinchado con la espada.
– No es más que un rasguño. Pasadme el hábito, Enda -le pidió en voz baja y, cuando éste así lo hizo, salió de la cama; miró a los dos guerreros concienzudamente y les dijo-: Ahora que estamos solos, decidme la verdad. ¿Alguno de vosotros ha tenido algo que ver con la huida de Eadulf? -Formuló la pregunta con rapidez, sin aliento.
Dego respondió de inmediato con un gesto negativo.
– Lo juro, señora. -Y sonrió torciendo la boca para añadir-: Pero si se nos hubiera ocurrido, creo que habríamos contemplado la idea de participar en ella.
Con solemnidad, Enda se mostró de acuerdo con él.
– Él lo ha dicho, señora. No se nos ocurrió a nosotros, y ahora que otro ha llevado a cabo el plan, cargamos con la culpa.
Fidelma apretó los labios en una mueca para reprenderles. Pese a que en el fondo estaba de acuerdo con ellos, su lado racional le decía que no debía ser así.
– Me daría vergüenza que infringierais la ley -amonestó.
– No sería infringir la ley, señora -insistió Enda-. Sólo sería doblegarla un poquito para ganar tiempo antes de que llegue el brehon Barrán.
Fidelma levantó la cabeza al ver entrar a Lassar, seguida de su hermano Mel. Al parecer se habían cerciorado de que el obispo Forbassach y sus hombres hubieran salido de la posada.
– En efecto, este asunto es peliagudo, hermana -se quejó Lassar-. Hoy en día es difícil llevar una posada, pero he ofendido al obispo, que además es brehon, a la abadesa y al rey de una misma vez. No creo que pueda mantener la posada. No lo creo en absoluto.