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Con un brazo, Mel rodeó a su hermana por los hombros a fin de reconfortarla.

– Este asunto es peliagudo, hermana -repitió con preocupación-. Hemos venido a preguntaros abierta y honestamente si tenéis algo que ver en él.

– No tenemos nada que ver -aseguró Fidelma-. ¿Queréis que abandonemos la posada?

– Disculpadnos, señora. Como comprenderéis, se trata de una circunstancia que afecta gravemente a mi hermana. No sería justo echaros de la posada sin tener motivos para hacerlo.

Lassar sorbió por la nariz y se secó los ojos con la punta del chal.

– Podéis quedaros con mucho gusto. Sólo he querido decir que…

– Y tenéis toda la razón -la interrumpió Fidelma con firmeza-. Puedo aseguraros que, si nuestra presencia en la posada compromete vuestro sustento, nos marcharemos. Si os satisface que nos quedemos, así será. No hemos hecho ningún acto contrario a las leyes de este país, a pesar de las sospechas del obispo Forbassach. Os doy mi palabra de ello.

– Y nosotros la aceptamos, hermana.

– En tal caso, lo mejor que podemos hacer ahora es tratar de conciliar el sueño en lo que queda de esta noche.

Lassar y su hermano salieron juntos del cuarto; Fidelma pidió a Dego y a Enda que esperaran.

– Ahora que sabemos de cierto que ninguno de nosotros está implicado en la huida, se presenta un nuevo problema -les susurró.

Dego inclinó la cabeza mostrando su aprobación.

– Si nosotros no hemos ayudado a Eadulf a escapar, ¿quién lo ha hecho y con qué propósito? -preguntó.

– ¿Con qué propósito? -repitió Enda, confuso.

Fidelma sonrió con amabilidad al joven guerrero.

– Dego lo ha entendido. He observado que diversas personas implicadas en estas circunstancias han desaparecido, todas ellas testigos clave de la abadía. ¿Es posible que también hayan hecho «desaparecer» a Eadulf de esa misma manera?

La posibilidad la preocupó, pero había que considerarla por muy complicada que pareciera, si bien, pensándolo, no lo era mucho más que los otros misterios que encerraba todo aquel asunto. En silencio, todos pensaron en las consecuencias.

– Bueno, a estas horas de la noche poco podemos hacer -reconoció Fidelma a su pesar-. Sin embargo, lo que está claro es que debemos dar con Eadulf antes de que lo hagan Forbassach y sus hombres.

Cuando quedó sola, no sabía si recrearse en la euforia que sentía, en su primera reacción a la noticia de que Eadulf había evitado la horca, o permitir que la asaltara un fastidioso abatimiento, el temor de que su huida le deparara un destino peor. Era incapaz de volver a conciliar el sueño. La situación de su amigo no podía ser más grave. Había llegado a convencerse de que Eadulf afrontaría la muerte aquella mañana. Pero había escapado. Recordó entonces las palabras del brehon Morann: le había dicho una vez que siempre que las cosas parecían mejorar, era porque se había pasado algo por alto. ¿Lo había dicho con cinismo? ¿Qué podía haber pasado por alto?

En vano trató de dormir recurriendo al arte del dercad; los nuevos temores por Eadulf le nublaban la mente. Poco después de las primeras luces del día, el agotamiento la sumió en un profundo sueño. Se despertó sin recuerdos de haber soñado nada, pero con el presagio de que algo no iba nada bien.

* * *

Eadulf no se había acostado aquella noche. El saber que aquélla iba a ser su última noche en la Tierra, le hizo sentir que no tenía sentido malgastarla durmiendo. Se quedó sentado en la cama, el asiento más cómodo de la celda, mirando al pedacito de cielo nocturno que se veía a través de los barrotes de la ventana. Trató de ordenar sus pensamientos, divagantes y aterrorizados, en un flujo coherente de pensamiento. Sin embargo, por mucho que lo intentara, esos pensamientos se rebelaban. No era verdad, como afirmaban los sabios, que un hombre que afrontaba la muerte inminente era capaz de concentrarse mejor y pensar con más claridad. Su mente saltaba de acá para allá. Lo llevaba a su infancia, al día que conoció a Fidelma en Whitby, al encuentro posterior con ella en Roma y a su llegada al reino de Muman. Su mente divagaba recuperando recuerdos, recuerdos agridulces.

Entonces oyó un sonido apagado. Un gruñido. Algo que caía. Estaba de pie, de cara a la puerta, cuando oyó el sonido áspero de los cerrojos al descorrerse.

Una figura oscura apareció tras la puerta. Llevaba un hábito con capucha.

– No… no puede ser que ya haya llegado el momento -protestó Eadulf, horrorizado por la idea-. Aún no es de día.

La figura le hizo una seña en la penumbra y susurró con impaciencia:

– Venid.

– ¿Qué sucede? -se quejó Eadulf.

– Venid y guardad silencio -insistió la figura.

Con renuencia, Eadulf cruzó el umbral de la celda.

– Es fundamental que guardéis silencio. Limitaos a seguirme -ordenó la figura encapuchada-. Estamos aquí para ayudaros.

Entonces vio que había otros dos hombres en el pasillo, uno de los cuales sostenía una vela. El otro arrastraba la figura del hermano Cett al interior de la celda que Eadulf había desocupado. Su corazón empezó a latir con rapidez al percatarse de lo que estaba pasando.

Se acercó a ellos enseguida; cualquier posible renuencia se había disipado. Cerraron la puerta de la celda y corrieron los cerrojos.

– Poneos la cogulla, hermano -susurró uno de los encapuchados-, y ahora bajad la cabeza.

Eadulf obedeció al instante.

A paso rápido, el pequeño grupo cruzó el corredor y bajó las escaleras; Eadulf les seguía gustoso a doquiera lo llevaran. Atravesaron un laberinto de pasillos y, de súbito, sin topar con ningún obstáculo, se hallaron fuera de los muros de la abadía, a través de las puertas a orillas del río. Allí les esperaba otra figura, con las riendas de varios caballos en las manos. Sin mediar palabra, la figura que encabezaba el grupo ayudó a Eadulf a montar mientras los demás saltaban a las sillas de sus caballos. A continuación ya estaban alejándose al trote de la entrada de la abadía, a lo largo del río, en cuyas aguas la luz argentina de la luna rielaba.

Al llegar a una arboleda, el jefe les hizo detenerse; levantó la cabeza en actitud de escuchar.

– Parece que nadie nos persigue -murmuró con una voz masculina-. Pero debemos estar ojo avizor. A partir de ahora marcharemos a galope tendido.

– ¿Quiénes sois? -preguntó Eadulf-. ¿Está Fidelma con vosotros?

– ¿Fidelma? ¿La dálaigh de Cashel? -repitió la misma voz y soltó una leve risa-. Guardad las preguntas para luego, sajón. ¿Podéis seguirnos al galope?

– Sé cabalgar -respondió Eadulf con frialdad, aunque perplejo todavía por la identidad de aquellos hombres que, al parecer, no obedecían al mandato de Fidelma.

– ¡Pues cabalguemos!

El cabecilla hundió los talones en las ijadas del caballo, y el animal arrancó a correr de un salto. En un santiamén, los demás caballos lo seguían. Agarrado a las riendas, Eadulf sintió en las mejillas el estimulante soplo del viento frío de la noche, que le hizo caer la capucha y le alborotó el pelo. Después de varias semanas, volvía a sentirse ligero y excitado. Era libre, y sólo los elementos constreñían y acariciaban su cuerpo.

Perdió la noción del tiempo mientras seguía a la recua de jinetes que dejaban atrás los vientos por el camino de la ribera. Cruzaron bosques, ascendieron por un sendero estrecho y sinuoso que atravesaba matorrales y claros, para luego atravesar un pantanal y ascender por unas colinas. Fue un trayecto vertiginoso, que los condujo, a través de un claro, a una cumbre sobre la que se alzaba una antigua fortaleza de tierra, cuyas zanjas y murallas debían de haberse cavado en tiempos antiguos. Sobre las murallas se erguían muros construidos con grandes troncos de madera. Las puertas se abrieron y, sin siquiera reducir el paso, el grupo de jinetes entró en medio de un gran estruendo, cruzando un puente de madera tendido a través de las murallas.