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Se detuvieron con tal prontitud que algunos de los caballos recularon y cocearon en protesta. Los hombres desmontaron. A ellos acudieron figuras con antorchas que se hicieron cargo de los animales, que echaban espuma por la boca, y los llevaron a las cuadras.

Por un momento, Eadulf se quedó de pie, sin aliento, mirando a sus acompañantes con curiosidad.

Se habían retirado las capuchas y, a la luz de las antorchas y los faroles, Eadulf se dio cuenta de que ninguno de ellos era religioso. Todos parecían guerreros.

– ¿Sois guerreros de Cashel? -les preguntó tras recuperar el aliento.

La pregunta desató la risa de los presentes, que se dispersaron en la oscuridad para dejarle solo con el jefe.

A la luz de una antorcha de tea, Eadulf advirtió que se trataba de un anciano con largos mechones canos. Éste dio un paso adelante, negó con la cabeza y respondió con una sonrisa:

– No somos de Cashel, sajón. Somos hombres de Laigin.

Eadulf frunció el ceño sin salir de su perplejidad.

– No lo entiendo. ¿Por qué me habéis traído hasta aquí? Es más: ¿dónde estamos? ¿No recibís órdenes de Fidelma de Cashel?

El anciano se rió dulcemente.

– ¿Creéis que un dálaigh sería capaz de desobedecer la ley hasta el punto de arrebataros de las garras del infierno, sajón? -preguntó con cierto regocijo.

– Entonces, ¿no os envía Fidelma? No entiendo nada… ¿Me habéis liberado para que pueda proseguir mi viaje de regreso a mi país?

El anciano avanzó unos pasos y señaló a la fortaleza, el lugar al que habían llevado a Eadulf.

– Estos muros son las lindes de vuestra nueva cárcel, sajón. Si bien no soy partidario de segar una vida por otra, considero que nuestras leyes tradicionales deben cumplirse. No me someteré a los Penitenciales de Roma, pero respetaré las leyes de los brehons.

Eadulf estaba más confuso que nunca.

– Entonces, ¿quién sois vos y qué lugar es éste?

– Me llamo Coba, bó-aire de Cam Eolaing. ¿Veis los muros? Son los muros de mi fortaleza. Y ahora son las lindes de vuestro maighin digona.

Eadulf nunca había oído el término y así lo dijo.

– El maighin digona es el recinto del refugio que permite la ley. Dentro de estos muros tengo autoridad para proporcionar protección a cualquier extranjero que huya de un castigo injusto, que huya de un decreto de busca y captura. Os he salvado con harta eficiencia de las violentas manos de vuestros perseguidores.

Eadulf respiró hondo.

– Creo que ya lo entiendo.

El viejo lo miró fijamente.

– Espero que así sea. Sólo os permitiré refugiaros aquí hasta que un juez supremo os cite y se os juzgue según la ley tradicional de este país. Debo advertiros que este refugio no es un lugar inviolable, de modo que si nuestra ley os declara culpable no os libraréis de la justicia. Si huís de aquí antes de ser juzgado otra vez, yo mismo aplicaré el castigo. Se me permite impedir la violencia, pero no derrotar la justicia. Si intentáis marcharos antes de que se haya realizado un juicio legal, sólo hallaréis la muerte.

– Os lo agradezco -suspiró Eadulf-, ya que soy inocente de veras y espero que así se demuestre.

– Seáis inocente o no, eso no me atañe, sajón -dijo el hombre con severidad-. Yo sólo creo en nuestra ley y me aseguraré de que respondáis ante ella. Si escapáis, como soy yo quien os da refugio, bajo la ley seré responsable de vuestro delito y habré de recibir el castigo por vos. Por tanto, no permitiré que os libréis de la ley. ¿Entendéis lo que digo, sajón?

– Lo entiendo -asintió Eadulf en voz baja-. Ha quedado muy claro.

– Entonces alabad a Dios por que este amanecer -dijo el anciano, señalando al cielo rosáceo del este- no sea el último, pues anuncia el primer día del resto de vuestra vida.

Capítulo X

– ¿Sois vos la mujer que ha tenido problemas con el brehon de Laigin, el obispo Forbassach?

Aquella voz débil y aflautada le resultó familiar a Fidelma.

Ésta apartó la vista del desayuno para ver a un individuo escuálido inclinado sobre ella. No había nadie más en la sala principal de la posada, ya que había bajado a desayunar temprano.

Frunció el ceño ante el aspecto poco atractivo del hombre. Iba vestido con el atavío de un marinero de río. Tardó unos instantes en reconocerlo. Se trataba del hombrecillo bebido que había aparecido la noche anterior quejándose de que la irrupción de Forbassach y sus hombres en la posada lo habían despertado. Sin embargo, era lo menos parecido a la idea de un marinero de lo que Fidelma podía imaginar todavía. Era un hombre menudo, de rasgos angulosos y pelo lacio y castaño. Pese a tener una nariz aguileña, unos labios finos y rojos y unos ojos vacíos de profundidad, era evidente que debía de haber sido guapo en su juventud; aun así, aquella piel curtida no era tanto un efecto de la edad cuanto de haber llevado una vida disoluta.

– Como veis, no he tenido ningún problema -le respondió Fidelma con brevedad y devolvió la atención a su plato.

El marinero se sentó sin haber sido invitado a hacerlo; sin dejarse intimidar por la respuesta hostil de Fidelma, dijo con desdén:

– No me vengáis con ésas. Anoche vi lo que vi. Un brehon no se toma la molestia de salir en mitad de la noche con media docena de guerreros sin una buena razón. ¿Qué habéis hecho? -Se sonrió, mostrando una línea de dientes ennegrecidos-. Vamos, decidme. Puede incluso que pueda ayudaros. Conozco a mucha gente en Fearna (personas influyentes) y si considero que merece la pena…

De pronto el marinero soltó una exclamación y se levantó, al parecer contra su voluntad, con la cabeza inclinada a un lado. Dego lo tenía agarrado de la oreja, de la que tiraba con experta fuerza.

– Creo que estáis molestando a la señora -observó Dego en voz baja, aunque amenazadora-. ¿Os importaría apartaros?

El hombre se retorció intentando deshacerse de él antes de reparar en que su antagonista era un guerrero joven y musculoso. Levantó la voz para soltar un quejido:

– No la estaba insultando. Le estaba ofreciendo ayuda y…

Fidelma hizo una seña de indiferencia y dijo con un suspiro:

– Soltadle, Dego. -Y añadió con firmeza, dirigiéndose al marinero-: Yo no quiero vuestra ayuda. Desde luego, no pagaría por ningún tipo de ayuda que vos pudierais ofrecer. Ahora os sugiero que hagáis caso a mi compañero y os apartéis.

Dego soltó al marinero, que se llevó la mano a la oreja y se apartó unos pasos a tropiezos.

– No me olvidaré de esto -gimió, procurando no estar al alcance de Dego-. Tengo amigos y os haré pagar esta afrenta. ¿Creéis que podéis ganarme la batalla? Otros ya lo han intentado. Y los he puesto en su sitio.

Lassar entró para atender a Fidelma y oyó las quejas del hombre.

– ¿Qué ha sucedido? -quiso saber.

Dego sonrió de manera vengativa y se sentó en la silla que había desocupado el marinero.

– Me he confundido. He tenido la impresión de que este alfeñique -explicó a Lassar, señalando con un pulgar al marinero- insistía en prestar atenciones indeseadas a sor Fidelma. Ya me he disculpado por el malentendido.

El hombrecillo seguía de pie en la sala, frotándose insistentemente la oreja, pero dejó de hacerlo en cuanto oyó el nombre de ella y lo reconoció. Fidelma se dio cuenta y se preguntó a qué podría deberse.

– Estoy segura de que este hombre aceptará vuestras disculpas, Dego, y que no desea causar más molestias -dijo Fidelma con firmeza.

El marinero vaciló un momento y, a continuación, inclinó la cabeza con una sacudida.

– Las personas tienen derecho a equivocarse. ¿No es cierto? -murmuró.