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– Si no nos vemos antes, trataré de encontrarme con ambos aquí, en la posada, después del mediodía.

Dejó a Dego terminándose el desayuno y enfiló hacia la abadía por las calles de la ciudad.

Era indiscutible que la noticia de la fuga de Eadulf ya se había difundido por el municipio, ya que de camino, la gente la miraba con descarado interés; algunos hasta se detenían a murmurar con sus vecinos. Unos la miraban con hostilidad, otros con mera curiosidad. Y sólo en un par de casos expresaron sus sospechas insultándola a gritos, a los que Fidelma hizo oídos sordos.

Al parecer, en Fearna ya no quedaba nadie que ignorara su identidad, ni su relación con el sajón que debía ser colgado a mediodía.

En el fondo, Fidelma aún sentía una serie de emociones intensas, pero era consciente de que, si quería llegar a alguna parte, debía contenerlas. Se vio obligada a ejercer una tremenda fuerza de voluntad para apartar de su mente cualquier posible sentimiento. Si viera a Eadulf como algo que no fuera sólo como una persona desesperadamente necesitada de su ayuda y experiencia, la angustia que bullía bajo su aparente calma la volvería loca.

A las puertas de la abadía, sor Étromma la recibió con no poca suspicacia.

– Sois la última persona a la que esperaba ver -dijo con grosería.

– Vaya, ¿y eso? -preguntó Fidelma con inocencia mientras la rechtaire le permitía el paso por las puertas de la abadía.

– Creía que a estas horas estaríais de regreso a Cashel, llena de júbilo. El sajón ha escapado. ¿No es esto lo que queríais?

Fidelma la miró con seriedad.

– Lo que yo quería -respondió, haciendo hincapié en sus palabras- era que se hiciera justicia al hermano Eadulf y que se retiraran los cargos de los que le acusaban. En cuanto a regresar a Cashel llena de júbilo… No abandonaré este lugar hasta que averigüe qué ha sido del hermano Eadulf y, desde luego, hasta que haya limpiado su nombre. La huida no absuelve a una persona ante la ley.

– La huida es preferible a la muerte -señaló la administradora de la abadía, repitiendo casi las mismas palabras de Dego.

– Hay parte de razón en eso, pero preferiría que hubiera sido liberado a que sea un fugitivo, en cuyo caso cualquiera puede tratarlo como un hombre fuera de la ley y actuar en consecuencia.

– Todos en la abadía creen que vos habéis tenido algo ver con la fuga. ¿Es así?

– No tenéis pelos en la lengua, sor Étromma. No, yo no he ayudado a Eadulf a escapar.

– Será difícil que la gente se convenza de ello.

– Sea difícil o no, es la verdad. Y tampoco tengo interés alguno en perder el tiempo tratando de convencer a la gente.

– Puede que descubráis que aquí las mentiras os granjean amigos y que la verdad sólo engendra odio.

– Hablando de odio… Vos tenéis poca simpatía por la abadesa Fainder, ¿verdad?

– Para ser administradora no se requiere tener simpatía por la abadesa a la que se sirve.

– ¿Os gusta el modo en que gobierna la abadía? Me refiero a la aplicación de los Penitenciales.

– Son las normas de la abadía. Y yo debo acatarlas. Pero ya veo adónde pretendéis ir a parar, hermana. No intentéis persuadirme de que condene la postura de la abadesa o del obispo Forbassach. Ya se aplique el castigo que dictan los Penitenciales o la ley de Fénechus, no olvidéis que el sajón es culpable de violación y asesinato. Y ese crimen debe ser castigado por la ley, sea ésta cual fuere. Ahora estoy ocupada. Hay mucho que hacer hoy en la abadía. ¿A qué se debe vuestra visita?

– En primer lugar, quisiera ver a la abadesa.

– Me sorprendería que ella acceda a recibiros.

– Pues veamos si es así.

La abadesa Fainder accedió a recibir a Fidelma. Como de costumbre, estaba sentada tras su mesa con gesto austero y mirada suspicaz.

– Sor Étromma me ha dicho que negáis saber nada de la fuga del sajón, sor Fidelma. No esperaréis que me lo crea, ¿verdad? -observó con perspicacia para dar pie a la conversación.

Fidelma sonrió sin inmutarse y tomó asiento sin que la abadesa se lo ofreciera, consciente del vislumbre de fastidio que se dibujaba en el rostro de ésta, si bien en esta ocasión Fainder tuvo la sensatez de no poner ningún reparo.

– No espero que creáis nada, madre abadesa -respondió Fidelma con serenidad.

– Pero queréis defender vuestra inocencia ante mí, ¿cierto? -se burló aquélla.

– Yo no tengo que defender nada ante vos -replicó Fidelma-. Sólo he venido con el propósito de pedir vuestro consentimiento para seguir interrogando a los miembros de la comunidad.

La abadesa Fainder se echó atrás contra el respaldo con expresión de asombro.

– ¿Con qué propósito? -exigió-. Ya tuvisteis ocasión de interrogar y de apelar al tribunal. La verdad se ha corroborado con la fuga del sajón.

– Ayer no tuve tiempo de averiguar cuanto quería con relación a los cargos imputados al hermano Eadulf. Me gustaría reanudar el interrogatorio.

Por primera vez, la abadesa Fainder se mostró del todo perpleja.

– Estaréis perdiendo el tiempo. Según tengo entendido, Forbassach investigará cualquier posible implicación que tengáis en la fuga del sajón. A mi juicio, es una clara muestra de su culpabilidad. Y tendrá que afrontarlo llegado el momento. Quienes le ayudaron a huir también serán castigados. Tenedlo presente, sor Fidelma.

– Tengo muy presentes todos los procedimientos legales, madre abadesa. Y de aquí a que apresen al hermano Eadulf, tengo tiempo para reanudar mi cometido. Esto es, a menos que haya algo que no queráis que descubra.

La abadesa Fainder palideció; se disponía a responderle cuando oyeron un ruido en la puerta y ésta se abrió antes de poder protestar.

Fidelma se volvió en redondo de cara a la puerta.

Para su sorpresa, vio a Gabrán, el escuálido marinero, en el umbral. Éste se quedó quieto al verla, incómodo ante su presencia.

– Disculpad, señora -murmuró éste a la abadesa-. No sabía que estuvierais ocupada. La administradora me ha dicho que queríais verme. Volveré más tarde.

Haciendo caso omiso de la presencia de Fidelma, abandonó la sala cerrando la puerta.

Fidelma se volvió hacia la abadesa Fainder con cierto regocijo.

– Esto sí que resulta fascinante. Nunca había visto a un marinero tan a sus anchas en una abadía, hasta el punto de tener acceso a la cámara privada de la abadesa a voluntad.

La abadesa Fainder parecía avergonzada.

– Ese hombre es un zafio. No tiene ningún derecho a creer que puede entrar aquí -dijo tras vacilar un instante, si bien en un tono nada convincente-. De todas maneras, ¿quién sois vos para juzgarme en estos menesteres?

Sor Fidelma sonrió con serenidad sin hacer comentario alguno al respecto.

La abadesa Fainder esperó un momento y a continuación se encogió de hombros.

– Ese hombre comercia con la abadía, eso es todo -dijo a la defensiva.

Fidelma se mantuvo en silencio, sentada, como si esperara a que la abadesa prosiguiera.

– El obispo Forbassach fue a visitaros anoche -empezó a decir la abadesa-. En cuanto se supo que el sajón había huido… o más bien, cuando se supo que lo habían ayudado a escapar, hice llamar al obispo. A él le pareció evidente que vos sabríais dónde estaba. Pero al parecer no os encontró.

– No fue así -replicó Fidelma-. Me despertó en mitad de la noche buscando en vano al hermano Eadulf.

La abadesa abrió bien los ojos. Era evidente que nadie la había informado de la visita nocturna del obispo Forbassach.

– ¿Registró vuestro cuarto y no halló nada? -preguntó, frunciendo el ceño con incertidumbre.

– Parecéis sorprendida. No, no encontró al hermano Eadulf bajo mi cama, si a eso os referís, madre abadesa. Y, si fuera inteligente, tampoco debería haber esperado encontrarlo allí. El obispo Forbassach no halló nada.