– ¿Nada? -repitió la abadesa con un tono de incredulidad.
Guardó silencio para reflexionar, como si estuviera asimilando la noticia. Luego pareció que su actitud altanera se hubiera desmoronado y se mostró contenida.
– Muy bien -prosiguió-. Si necesitáis reanudar el interrogatorio, adelante. Creo que todos en esta abadía sospechan la identidad de aquellos que han ayudado a huir al sajón.
Fidelma se levantó con tranquilidad.
– Gracias por vuestra colaboración, madre abadesa. Es bueno saber que todos en esta abadía sospechan quiénes ayudaron a huir a Eadulf.
El comentario desconcertó a la abadesa. En su mirada se reflejó una pregunta, a la que Fidelma decidió responder.
– Si en esta abadía todos tienen sospechas acerca de quién puede haber ayudado al hermano
Eadulf a escapar, quizá puedan informarme a fin de poder resolver pronto este misterio. Puede que hasta sepan quién mató en realidad a esa niña, de cuyo asesinato se le acusa falsamente.
La abadesa Fainder recuperó su actitud desdeñosa.
– Y a pesar de todo lo ocurrido, ¿seguís sosteniendo que el sajón es inocente?
– Confieso que sí, a pesar de todo.
La abadesa movió la cabeza muy despacio.
– Debo decir, sor Fidelma, que sois firme en vuestra fe.
– Me alegra saber que os hayáis dado cuenta, madre abadesa. También os daréis cuenta de que no me rindo hasta que la verdad no sale a la luz.
– La verdad es poderosa y prevalecerá -citó la abadesa Fainder con sarcasmo.
– Una buena máxima, sólo que no siempre se cumple. No obstante, es un ideal por el que esforzarse y así lo he hecho toda mi vida. -De súbito tomó asiento otra vez y se inclinó sobre la mesa-. Y ahora que tengo la oportunidad, os haré unas preguntas.
La abadesa Fainder estaba atónita ante aquel cambio de actitud. Hizo una seña con la mano, como si así la invitara a proceder.
– Supongo que sor Fial sigue sin aparecer.
– Que yo sepa, aún no se sabe nada de su paradero. Parece que ha decidido abandonar la abadía.
– ¿Qué podéis decirme de sor Fial, esa misteriosa y joven novicia?
La abadesa Fainder hizo una mueca de disgusto.
– Tenía unos doce o trece años. Vino de las montañas del norte. Creo que dijo que ella y Gormgilla vinieron juntas para unirse a la comunidad.
– Doce o trece años es menos que la edad de elegir -señaló Fidelma-. Eran bastante jóvenes para plantearse por sí mismas formar parte de una comunidad. ¿O acaso las trajeron sus padres?
– No tengo la menor idea. Sor Fial estaba muy afectada, lo cual es normal, tras presenciar la muerte de su amiga. Se negó a hablar de ello, aparte de narrar los detalles de los hechos acaecidos esa noche. No me sorprende en absoluto que nos haya dejado. Seguramente habrá regresado a su casa.
De pronto Fidelma soltó una exclamación al venirle a la mente una idea. La abadesa se desconcertó.
– Una niña de catorce años carece de responsabilidades legales. Para ello debe haber cumplido la edad de elegir.
La abadesa Fainder esperó cortésmente. Molesta, Fidelma recalcó lo que aquello implicaba.
– Esto significa que, ante la ley, una niña de su edad no puede declarar en un juicio. Debería haberlo mencionado en mi apelación. Cualquier posible declaración de Fial no se habría aceptado en el tribunal.
La abadesa parecía regocijada.
– En eso os equivocáis, dálaigh. El obispo Forbassach me lo explicó: el testimonio de un niño en su propia casa puede utilizarse como prueba contra un sospechoso.
Fidelma estaba confusa.
– No entiendo esa interpretación de la ley. ¿Cómo iba a estar esa niña, Fial, en su propia casa?
Fidelma sabía muy bien que, según la ley, el testimonio de un niño que aún no había cumplido la edad madura se permitía en determinadas circunstancias; por ejemplo, si el niño declaraba sobre algo que había sucedido en su propia casa, por tener conocimiento directo de ello. Sólo entonces se tenía en cuenta la declaración de un niño.
La abadesa Fainder respondió con una sonrisa de superioridad:
– Forbassach consideró que esta comunidad era la casa de quienes formaban parte de ella. La niña estaba aquí como parte de la comunidad. Éste era su hogar.
– ¡Eso es ridículo! -saltó Fidelma-. Eso pervierte el sentido de la ley. Llegó aquí como novicia y, por lo que se ha dicho, apenas hacía unos días que estaba en la abadía. ¿Cómo iba a considerarse la abadía su propia casa, su comunidad, de acuerdo con el espíritu de la ley?
– Porque el obispo Forbassach así lo juzgó. Si alguien debe discutir esta ley con él soy yo y no vos.
– ¡El obispo Forbassach! -exclamó Fidelma, apretando los labios con irritación, pues el juez de Laigin mucho había modificado la ley.
La idea de que una menor de edad pudiera declarar no se le había ocurrido hasta ese momento; aunque si Forbassach estaba dispuesto a modificar la ley hasta ese extremo, era sin lugar a dudas porque estaba resuelto a proteger sus sentencias anteriores. Si al menos Barrán hubiera estado presente durante la apelación, a aquellas alturas Eadulf sería libre…
El tono desdeñoso de Fidelma había sonrojado a la abadesa Fainder.
– El obispo Forbassach es un juez sabio y honesto -respondió en actitud protectora-. Tengo plena fe en sus conocimientos.
Fidelma percibió el tono sincero en la voz de la abadesa al defender al brehon.
– Parece que requerís a menudo los servicios del obispo Forbassach en esta abadía -observó Fidelma con tranquilidad.
El rostro de la abadesa se ruborizó todavía más.
– Ello se debe a que en las últimas semanas se han dado una serie de incidentes que han turbado la paz de nuestra comunidad. Además, Forbassach no es solamente brehon, sino también obispo, y dispone de sus propias dependencias en la abadía.
– ¿Forbassach vive en la abadía? No lo sabía -reconoció Fidelma enseguida-. En fin, es un lugar curioso, en el que diversas personas han sido asesinadas y en el que otras tantas han desaparecido. Ya suponía que era un lugar atípico.
La abadesa Fainder hizo caso omiso de la ironía en su voz.
– Y habéis supuesto bien, sor Fidelma -respondió con frialdad.
– Habladme del hermano Ibar.
La abadesa dejó caer los párpados un momento.
– Ibar está muerto. Recibió su justo castigo el mismo día que llegasteis.
– Ya sé que lo colgaron -concedió Fidelma-. Me han dicho que robó y mató a un hombre. Me gustaría conocer los detalles del crimen.
La abadesa Fainder dudó antes de responder.
– No creo que tenga ninguna relación con vuestro amigo sajón.
– Permítame escucharla, abadesa -la invitó Fidelma-. Me parece insólito que haya habido tres muertes en el muelle en un lapso tan breve de tiempo.
La abadesa Fainder se sorprendió.
– ¿ Tres muertes decís?
– Gormgilla, el marinero y Daig, el vigilante.
La abadesa frunció el ceño y dijo:
– La muerte de Daig fue un accidente.
Fidelma se preguntó por qué la abadesa había apretado los labios.
– Daig también era miembro de la guardia que atrapó al hermano Ibar, y también fue hallado muerto.
– ¡No fue así en absoluto! -exclamó la abadesa con una voz muy aguda, casi quebrada.
– Creía que tan sólo observaba hechos objetivos. ¿Cómo fue entonces? Me gustaría saberlo.
La abadesa volvió a dudar antes de hablar.
– El marinero de nombre Gabrán comercia regularmente con esta abadía. Es el mismo que ha entrado por la puerta hace un momento. El hombre era uno de sus tripulantes. No recuerdo cómo se llamaba.
– Qué triste -comentó Fidelma con frialdad.
– ¿Triste?
– Es triste que no se sepa el nombre de una persona cuya muerte causó la ejecución de un hombre de vuestra comunidad.