Un anciano ancho de hombros abrió las puertas y se quedó sobre unos escalones de madera; un rayo de luz procedente del interior iluminó a los viajeros al aproximarse.
– ¡Guerreros de Muman! -exclamó el viejo con el ceño fruncido al escrutarlos con los ojos e identificar sus armas y atuendo. Su tono de voz no era precisamente cordial-. Hoy en día vemos pocos hombres de los vuestros por estos lares. ¿Venís en son de paz?
Dego se detuvo en un escalón más abajo y respondió con cara de pocos amigos:
– Venimos en busca de tu hospitalidad, Morca. ¿Nos la vais a negar acaso?
El voluminoso posadero lo miró fijamente unos instantes, tratando de reconocerlo bajo la escasa luz.
– Conocéis mi nombre, guerrero. ¿Por qué?
– He pasado la noche aquí otras veces. Somos una embajada del rey de Cashel al rey de Laigin. Repito: ¿Vas a negarnos tu hospitalidad?
El posadero se encogió de hombros con indiferencia.
– No me corresponde a mí negárosla. Y menos tratándose de tan eminente visita, emisarios del rey de Cashel a mi propio rey. Si buscáis la hospitalidad de esta posada, aquí la tenéis. Vuestra plata es tan buena como la de otro cualquiera.
Dio media vuelta con desgarbo y, sin decir más, entró a la sala principal de la posada.
La sala era amplia y un fuego ardía en un hogar al fondo. Había varias mesas de comensales en distintas fases de la cena. En un rincón, un anciano rasgueaba un cruit, un arpa pequeña con forma de herradura, aunque nadie parecía prestar atención a sus divagaciones musicales. Algunos de los presentes eran a ojos vistas lugareños que estaban allí para encontrarse y beber con sus vecinos, y otros eran viajeros que disfrutaban de una cena temprana. La noticia de que habían llegado guerreros de Muman se había extendido en un santiamén por la sala, por lo que la concurrencia guardó silencio al verlos entrar. Incluso el arpista vaciló y dejó de tocar.
Dego miró con inquietud a su alrededor con la mano levemente apoyada sobre el puño de su espada.
– ¿Veis a qué me refiero, señora? -susurró a Fidelma-. Se percibe hostilidad. Debemos estar alerta.
Fidelma lo miró con una breve sonrisa tranquilizadora y se dirigió hacia una mesa desocupada; antes de sentarse soltó la alforja. Dego, Enda y Aidan siguieron su ejemplo, pero con la mirada intranquila. La veintena de personas que había en la sala los observaban con miradas subrepticias sin abrir la boca. El posadero se había retirado al fondo del comedor, desatendiendo a los nuevos huéspedes intencionadamente.
– ¡Posadero! -exclamó Fidelma con una voz contundente que se oyó en todo el comedor.
A regañadientes, el viejo fornido cruzó la sala en medio de un silencio glacial.
– Parecéis poco dispuesto a prestar las obligaciones que por ley os corresponden.
Obviamente, Morca no esperaba oír de una mujer un comentario tan agresivo. Pasada la sorpresa, la fulminó con la mirada y preguntó con sorna:
– ¿Qué sabrá una religiosa como vos de leyes de posaderos?
Fidelma devolvió el insulto sin alterar la voz.
– Soy dálaigh con categoría de anruth. ¿Respondo con esto vuestra pregunta?
La frialdad del ambiente se agravó.
Dego volvió a rozar con la mano la empuñadura de la espada, y sus músculos se tensaron.
Fidelma sostuvo la mirada del posadero con sus encendidos ojos verdes, como una serpiente que acorrala a un conejo. El hombre parecía paralizado. Sin perder el tono sereno e hipnotizador, Fidelma añadió:
– Estáis obligado a proporcionarnos vuestros servicios y a hacerlo de buen talante. Si no lo hacéis, se os juzgará como culpable de etech, es decir, por negaros a cumplir con la obligación que os corresponde por ley. En tal caso, habréis de pagar a cada uno de nosotros la cantidad asignada al precio de nuestro honor. Si se estimara que habéis actuado a conciencia y con malicia, también podríais perder el díre de esta posada, y ésta podría echarse abajo sin que se os indemnizara por ello. ¿Os ha quedado clara la ley, posadero?
El hombre permaneció de pie mirándola, como si tratara de recuperar la voz perdida. Al final bajó la vista ante la mirada iracunda de ella, arrastró los pies y asintió.
– No pretendía faltaros al respeto. Corren… corren tiempo difíciles.
– Puede que corran tiempos difíciles, pero la ley es la ley y debéis acatarla -lo reprendió-. Bien. Mis compañeros y yo queremos camas para pasar la noche, y también queremos cenar… ahora mismo.
El hombre volvió a asentir con la cabeza bruscamente y pasó a mostrase diligente y servicial.
– Se os servirá enseguida, hermana. Enseguida.
Dio media vuelta y fue en busca de su esposa, mientras las conversaciones que se reanudaban rompían el silencio. Las notas quejumbrosas del arpa también volvieron a sonar.
Dego apoyó cómodamente la espalda contra el respaldo de la silla y dijo con una tenue sonrisa:
– Es evidente que el pueblo de Laigin no siente simpatía por nosotros, señora.
Con un leve suspiro, Fidelma dijo a su vez:
– Por desgracia les hacen creer que deben adscribirse a los mismos prejuicios de su joven rey. Sea como fuere, la ley debe estar por encima de todo.
La mujer del posadero se presentó ante ellos con una sonrisa que parecía algo afectada. Les llevó sendos cuencos de estofado de un caldero que hervía a fuego lento. También les sirvió aguamiel y pan.
Los cuatro visitantes se concentraron en la cena, pues había sido un duro día a caballo y no se habían detenido a comer al mediodía. Tras terminar sus raciones y relajarse bebiendo aguamiel de las tazas de barro, Fidelma empezó a observar el lugar y a fijarse en los demás huéspedes.
Entre otros, había una pareja de religiosos ataviados con hábitos artesanales de color marrón y un grupo reducido de mercaderes. Sentada aparte estaba la gente del lugar, en su mayoría campesinos y granjeros, y un herrero que se deleitaba con la charla y la bebida. Sentados a la mesa contigua, dos campesinos sostenían una conversación. Fidelma tardó unos momentos en advertir que no era una típica charla entre campesinos. Frunció el ceño y se volvió con disimulo hacia ellos para escucharles mejor.
– El forastero sajón se merece el castigo. Le está bien empleado -decía uno de ellos.
– Los sajones siempre han sido una plaga para estas tierras: asaltan y saquean los barcos y los poblados de nuestras costas -se quejó el otro-. Son viles piratas. ¡Ya está bien de seguir siendo indulgentes con ellos! Una guerra contra los sajones sería más rentable para Fianamail que una guerra contra Muman.
De pronto, uno de ellos reparó en que había llamado la atención de Fidelma. Parecía abochornado; tosió y se levantó.
– Bueno, debo ir a acostarme. Mañana tengo que arar el campo de abajo -se disculpó y dio media vuelta para salir de la posada a grandes zancadas, dando las buenas noches al posadero y su esposa.
Fidelma se volvió de repente hacia su compañero. Era un hombre más joven y, por el atuendo, supo que era pastor. Se estaba terminando el aguamiel, ajeno al motivo que había llevado a su amigo a marcharse con tanto apremio.
– Os he oído hablar de sajones -le dijo Fidelma con simpatía-. ¿Estáis sufriendo ataques de saqueadores sajones en la región?
El pastor se puso nervioso al dirigirle la palabra una monja.
– Los piratas sajones han atacado muchos puertos costeros del sureste, hermana -reconoció de pronto-. He oído que hace tan sólo una semana tres navíos mercantes, uno de ellos procedente de Galia, fueron atacados y hundidos frente al cabo de Cahore, habiéndoles robado antes.