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– Dentro de unas horas será oscuro -observó Fidelma, mirando al cielo-. Aun así, creo que debería hablar con Deog.

– Ahora conozco el camino, señora -anunció Enda con entusiasmo-. No tendría por qué haber problemas para cabalgar hasta allí, como tampoco para regresar de noche incluso.

– Entonces eso haremos -decidió Fidelma-. ¿Dónde está Dego?

– Creo que estaba en las cuadras almohazando a los caballos. ¿Queréis que vaya a buscarlo?

Fidelma asintió.

– Cuanto antes partamos, mejor -dijo-. Vamos a buscarlo.

Tal cual Enda suponía, Dego estaba almohazando el caballo de Enda tras la breve cabalgada al poblado. Saludó a Fidelma con cierto nerviosismo.

– He regresado a la posada justo después del mediodía, señora -le dijo-, tal como habíais ordenado. Pero al ver que dormíais junto al fuego, he pensado que os convenía más el sueño que oír que no tenía nada de lo que informaros. Espero haber hecho bien al dejaros dormir.

Por un momento, Fidelma no sabía de qué estaba hablando, hasta que recordó que le había dicho que se encontrarían en la posada a su regreso de la abadía a fin de decidir la próxima estrategia. Fidelma le sonrió para disculparse, dada la expresión preocupada del guerrero.

– Habéis hecho bien, Dego. Me convenía dormir. Enda y yo vamos a salir a caballo. Puede que estemos unas horas fuera.

– ¿Queréis que os acompañe?

– No es menester. Enda conoce el camino. Prefiero que alguno de nosotros se quede por si el hermano Eadulf tratara de ponerse en contacto con nosotros.

Dego la ayudó a ensillar el caballo mientras Enda volvía a ensillar el suyo.

– ¿Dónde estaréis -preguntó Dego- en caso de que algo suceda?

– Vamos a ver a una mujer llamada Deog, que vive en un lugar llamado Raheen a uno seis kilómetros al norte. Pero no lo mencionéis a nadie.

– Desde luego, señora.

Montaron a los caballos y emprendieron la marcha con brío a través de las calles de Fearna. Enda iba en cabeza, al pie de los imponentes muros grises de la lúgubre abadía; luego pasó de largo los muros que bordeaban el río en el recodo que formaba hacia el norte. En una bifurcación tomó el camino que ascendía por una colina en leve pendiente, a través de un bosquecillo.

Allí Fidelma gritó a Enda que se detuviera. Regresó hasta el límite de los árboles y arbustos, desde donde se veía el camino que habían seguido, y esperó en silencio unos momentos, inclinada sobre el cuello del corcel, detrás del follaje.

Enda no necesitó preguntarle qué estaba haciendo. Si alguien les había seguido, no tardarían en verlo desde aquella posición. Fidelma esperó un buen rato antes de soltar un suspiro de alivio.

– Parece que mis temores son infundados -anunció a Enda con una sonrisa-. Por el momento, nadie nos sigue.

Sin decir nada, Enda dio media vuelta y reemprendió el galope entre el bosquecillo, para tomar a continuación una senda entre campos de labranza, hacia una zona boscosa más densa, que cubría las colinas que se alzaban al fondo.

– ¿Qué colina es ésa, frente a nosotros, Enda? -preguntó Fidelma mientras avanzaban por la senda.

– Se trata de la colina que da nombre a la posada en la que nos alojamos. Es la Montaña Gualda. Dentro de un momento giraremos hacia el este y saldremos a la ladera de la montaña antes de volver a girar al norte, hacia Raheen. El poblado queda al principio del valle, a escasa distancia a caballo.

Al poco, cuando el cielo otoñal empezaba a nublarse y oscurecer con el atardecer, Enda se detuvo y señaló con el dedo. Habían llegado al valle, que se extendía al sur hacia el río. Sobre la ladera había aquí y allá varias cabañas de las que emanaban pequeñas columnas de humo oscuro. Era claramente una comunidad agrícola.

– ¿Veis la cabaña de allá a lo lejos?

Fidelma miró adónde el guerrero apuntaba con el dedo, hacia una cabaña no muy grande, aferrada a la escarpada falda de la montaña. No era una casita pobre, aunque tampoco presentaba signo alguno de riqueza o posición. La estructura era de granito grueso y gris, cubierta por un tejado de paja que necesitaba a ojos vista una renovación.

– Si.

– Ésa es la cabaña de la mujer que os decía, Deog; la cabaña a la que acudieron la abadesa Fainder y el obispo Forbassach.

– Muy bien. Veamos si Deog puede contribuir a resolver algunas dudas.

Fidelma empujó con suavidad el caballo y, con Enda a la zaga, fue derecha a la cabaña que le había indicado.

La ocupante de la cabaña les había oído llegar, pues mientras descabalgaban y ataban a los animales a una cerca que marcaba los límites de un huerto frente al edificio, la puerta se abrió y salió una mujer. Detrás de ella apareció un perro de caza que echó a correr hacia ellos, pero frenó en cuanto la mujer se lo ordenó con firmeza. No era una mujer de mediana edad todavía, pero tenía un rostro tan curtido por las preocupaciones que, a primera vista, parecía mayor. Sus ojos eran claros, seguramente más grises que azules. Iba vestida con sencillez, como una campesina, y tenía aspecto de estar acostumbrada a la inclemencia de los elementos. Sus rasgos le resultaron extrañamente familiares a Fidelma, que fue rápida en la observación y no pasó por alto al perro, que, según advirtió, era viejo pero estaba más que dispuesto a defender a su ama.

La mujer se acercó y los miró con preocupación al fijarse en Fidelma.

– ¿Os envía Fainder? -preguntó sin preámbulos, dando por sentado que así era por el hábito religioso de Fidelma, a quien le sorprendió la inquietud de su voz.

– ¿Qué os lo hace pensar? -preguntó a su vez, eludiendo la respuesta.

La mujer entornó los ojos.

– Sois una monja. Si Fainder no os ha enviado, ¿quiénes sois?

– Me llamo Fidelma. Fidelma de Cashel.

La mujer endureció visiblemente el semblante y apretó los labios.

– ¿Y?

– Veo que habéis oído hablar de mí -observó Fidelma, interpretando correctamente la reacción de la campesina.

– Sí, he oído vuestro nombre.

– En tal caso sabréis que soy dálaigh.

– Así es.

– Empieza a oscurecer y hace frío. ¿Podemos entrar en vuestra cabaña y hablar con vos un momento?

La mujer se mostró reacia, pero al final inclinó la cabeza invitándolos a pasar por la puerta.

– Pasad. Aunque no creo que tengamos gran cosa de que hablar.

Los condujo al interior de una amplia sala de estar. El perro, en vista de que no constituían ninguna amenaza, entró corriendo por delante. Un tronco crepitaba en el hogar al fondo de la sala. El viejo perro se echó delante, en el suelo, con la cabeza sobre las patas, si bien con un ojo medio abierto, alerta, que no apartaba de ellos.

– Sentaos -invitó la mujer.

Esperaron a que ella eligiera su asiento, junto al fuego; Fidelma se sentó frente a ella, y Enda eligió un incómodo banco junto a la puerta.

– Bien, ¿y de qué os complacería hablar?

– Tengo entendido que os llamáis Deog, ¿no es así? -preguntó Fidelma.

– No lo negaré, pues es la verdad -respondió la mujer.

– ¿Y Daig se llamaba vuestro esposo?

– Que Dios se apiade de su alma, pero sí, así se llamaba. ¿Qué tenéis que ver con él?

– Si no me confundo, era vigilante de los muelles de Fearna.

– Era el capitán de la guardia; lo nombraron cuando ascendieron a Mel a comandante de la guardia real. Daig era capitán de la guardia… aunque no vivió mucho para disfrutarlo… -Se le hizo un nudo la garganta y soltó un resuello.

– Lamento molestaros, Deog, pero necesito respuestas a mis preguntas.

La mujer hizo un esfuerzo para contenerse.

– Ya he oído que andáis por ahí interrogando. Me han dicho que sois amiga del sajón.

– ¿Qué sabéis del… del sajón?

– Sólo sé que lo juzgaron y lo condenaron por matar a una pobre niña.