– No lo negaré, pues es la verdad -respondió la mujer.
– ¿Y Daig se llamaba vuestro esposo?
– Que Dios se apiade de su alma, pero sí, así se llamaba. ¿Qué tenéis que ver con él?
– Si no me confundo, era vigilante de los muelles de Fearna.
– Era el capitán de la guardia; lo nombraron cuando ascendieron a Mel a comandante de la guardia real. Daig era capitán de la guardia… aunque no vivió mucho para disfrutarlo… -Se le hizo un nudo la garganta y soltó un resuello.
– Lamento molestaros, Deog, pero necesito respuestas a mis preguntas.
La mujer hizo un esfuerzo para contenerse.
– Ya he oído que andáis por ahí interrogando. Me han dicho que sois amiga del sajón.
– ¿Qué sabéis del… del sajón?
– Sólo sé que lo juzgaron y lo condenaron por matar a una pobre niña.
– ¿Algo más? ¿Si era culpable o inocente?
– ¿Cómo va a ser inocente, si lo ha condenado el brehon de Laigin?
– Era inocente -replicó Fidelma escuetamente-. Y se han dado demasiadas muertes en los muelles de la abadía como para que sean meras coincidencias. Por ejemplo, habladme de la muerte de vuestro esposo.
El semblante de la mujer quedó inmóvil durante unos momentos; con sus ojos claros trataba de desentrañar un posible significado oculto tras las palabras de Fidelma. Al fin dijo:
– Era un hombre bueno.
– No lo pongo en duda -aseguró Fidelma.
– Me dijeron que se ahogó.
– ¿Quiénes?
– El obispo Forbassach.
– ¿Forbassach os lo comunicó en persona? Os movéis en círculos ilustres, Deog. ¿Qué os contó exactamente el obispo Forbassach?
– Que durante la guardia nocturna, Daig resbaló del muelle de madera y cayó al río, golpeándose la cabeza en uno de los pilares, lo que le hizo perder el conocimiento. Que al día siguiente lo halló un marinero del Cág. Me dijeron que… -se quedó sin voz antes de poder continuar-… que se ahogó estando inconsciente.
Fidelma se inclinó un poco hacia delante y preguntó:
– ¿Alguien presenció lo ocurrido?
Deog la miró con perplejidad.
– ¿Que si alguien lo presenció? Si hubiera habido alguien cerca, no se habría ahogado.
– Entonces, ¿cómo se conocen esos detalles?
– El obispo Forbassach me dijo que así es como debió de haber ocurrido, pues es el único modo en que podría haber sucedido para que concordara con los hechos. -Pronunció las palabras como una fórmula, lo cual hacía evidente que repetía a pies juntillas lo que el brehon le había contado.
– Pero ¿qué pensáis vos?
– Que así debió de ser.
– ¿Daig habló con vos alguna vez de lo que había pasado en los muelles? Por ejemplo, ¿habló alguna vez de la muerte del marinero?
– Fainder me contó que ejecutaron al pobre Ibar por ese crimen.
– ¿Al pobre Ibar? -Se extrañó Fidelma-. ¿Conocíais al hermano?
– Conozco a su familia -asintió Deog-. Son herreros en la parte baja de las faldas de la Montaña Gualda. Daig me contó cómo lo había encontrado.
– ¿Y cómo fue? ¿Qué os contó Daig exactamente? -preguntó Fidelma con gran interés.
– ¿Por qué queréis que os describa lo que Daig me contó del asesinato? -Deog miró a Fidelma con desconcierto-. ¿No os lo ha contado Fainder? Ni siquiera el obispo Forbassach quiso conocer los detalles.
– Hacedme el favor -la invitó Fidelma con una sonrisa-. Me gustaría oírlo y, en la medida de lo posible, emplead las mismas palabras que usó vuestro esposo.
– Veamos. Daig me contó que estaba patrullando por el embarcadero junto a la abadía a medianoche cuando oyó un grito. Daig llevaba una antorcha de tea; la levantó y respondió con otro grito mientras avanzó en dirección al sonido. Entonces oyó unos pasos corriendo sobre los tablones del muelle. Se encontró una figura acurrucada. Era el cuerpo de un hombre, de un barquero. Daig lo reconoció: era un tripulante del barco de Gabrán, que estaba amarrado en el muelle. El hombre tenía un golpe en la cabeza; cerca, en el suelo, había un madero.
– ¿Un madero?
– Daig me dijo que era uno de esos palos de madera que usan en los barcos.
– ¿Una cabilla?
Deog se encogió de hombros y explicó:
– No sé muy bien qué es, pero ésa es la palabra que usó.
– Proseguid.
– Me dijo que saltaba a la vista que el hombre estaba muerto, así que dejó allí el cuerpo y echó a correr tras los pasos que huían. Pero no tardó en darse cuenta de que la noche había encubierto al culpable, así que volvió adónde estaba el cuerpo…
– ¿Os dijo en qué dirección iban los pasos que oyó? ¿Hacia la entrada de la abadía quizá?
Deog reflexionó antes de responder:
– No creo que fuera hacia la entrada de la abadía, porque dijo que los pasos se desvanecieron en la oscuridad. Y durante la noche suele haber dos antorchas encendidas a las puertas de la abadía. Y si el culpable hubiera corrido hacia allí, Daig lo habría visto con la luz.
– ¿Dos antorchas encendidas, decís? -repitió Fidelma y guardó silencio unos instantes para asimilar la información-. ¿Cómo lo sabéis?
– Me lo dijo Fainder.
Fidelma vaciló un momento y luego decidió no desviar la conversación.
– De eso hablaremos luego. Continuad con la historia que os contó Daig.
– Bueno, regresó adónde estaba el cuerpo del marinero y dio la voz de alarma. Otro marinero del barco de Gabrán se despertó y le dijo a Daig que aquél se hallaba en la posada La Montaña Gualda y que la última vez que había visto al muerto había sido allí también. Al parecer éste había acudido a la posada a buscar dinero que Gabrán le debía.
»Daig fue a la posada, donde encontró a Gabrán. Había estado bebiendo cosa mala, así que tardó en comprender la situación. Lassar, la dueña de la posada, le dijo a Daig que el marinero se había encontrado allí con Gabrán y que habían discutido. Gabrán le pagó e hicieron las paces. El marinero se quedó un rato en la posada bebiendo y luego regresó al barco. Para entonces Lassar ya dormía, pues era tarde, pero se despertó cuando Daig apareció preguntando por Gabrán.
La mujer interrumpió la narración y preguntó, extrañada:
– ¿Realmente os interesa, señora? Al obispo Forbassach le parecía irrelevante.
– Proseguid, Deog. ¿Qué más os contó Daig?
– Gabrán confirmó que acababa de pagar a aquel hombre un dinero que le debía.
– ¿Dijo por qué habían discutido?
– Tenía que ver con el dinero. Daig dijo que el motivo era una nimiedad. Que lo importante era que el marinero no llevaba el dinero encima después de muerto. Cuando Gabrán se enteró de que faltaba el dinero, preguntó por una cadena de oro que su tripulante solía llevar al cuello. Pero tampoco estaba.
– Es decir, que no hallaron ni el dinero ni la cadena en el cuerpo.
– Eso es lo que escamó a Daig. Después de intentar en vano ir tras los pasos que se desvanecieron en la oscuridad, decidió regresar y registró el cuerpo.
– ¿Por qué decís que le escamó? ¿En qué sentido?
Deog frunció el ceño para hacer memoria de lo que Daig le había contado.
– Dijo… aunque pensó que podría estar equivocado… dijo…
– Tomaos tiempo -sugirió Fidelma al ver que dudaba, tratando de recordar.
– La primera vez que vio el cuerpo, antes de ponerse a perseguir los pasos, Daig estaba seguro de haberle visto una cadena de oro alrededor del cuello. Le pareció ver un destello a la luz de la antorcha.
– Pero la cadena había desaparecido cuando regresó, ¿a eso os referís?
– Eso es lo que le extrañó: que al volver, el marinero ya no la tuviera.
– ¿Se lo contó a alguien?
– Al obispo Forbassach.
– Ya. ¿Y qué sucedió? ¿Qué hizo Forbassach al respecto?