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– Creo que no volvió a mencionarlo. Al fin y al cabo, Daig no estaba seguro del todo. Lassar confirmó que el hombre había recibido el dinero de manos de Gabrán y sabía que solía llevar una cadena de oro. Lo conocía, porque era un miembro de la tripulación de Gabrán que solía frecuentar la posada. Siempre se jactaba de que había ganado la cadena de oro en una batalla contra los Uí Néill.

Fidelma guardó silencio un momento para ponderar la información.

– El asunto de la cadena de oro empezó a preocuparle -añadió Deog.

– ¿Os contó Daig qué pista siguió para llegar hasta el hermano Ibar?

– Lo cierto es que sí, y le pareció una coincidencia asombrosa. Al día siguiente, el mismo Gabrán le contó que en la plaza del mercado se le había acercado un monje con el propósito de venderle una cadena de oro, que él enseguida reconoció como la misma que solía llevar el tripulante hallado muerto.

– Yo diría que es una coincidencia muy extraña -comentó Fidelma con sequedad.

– Pero las coincidencias se dan -respondió Deog.

– ¿Sabía Gabrán quién era el monje?

– Sabía que era un miembro de la comunidad de la abadía.

– ¿Y dijo que le compró la cadena?

– Fingió estar interesado y acordó verse con el monje más tarde. A continuación lo siguió hasta la abadía. Preguntó a la rechtaire cómo se llamaba (Ibar, claro) y luego acudió a Daig y le contó toda la historia. Daig fue al monasterio y relató los hechos a la abadesa Fainder. Con la rechtaire, Daig registró la celda de Ibar y encontraron la cadena y un portamonedas bajo la cama de Ibar.

– ¿Y luego? -inquirió Fidelma.

– Gabrán identificó la cadena y dijo que el portamonedas se parecía mucho al que él le había dado a su tripulante. Fainder hizo llamar al obispo Forbassach, y el hermano Ibar fue acusado oficialmente.

– Según se me dijo, él negó la acusación.

– Así es. Negó que hubiera asesinado a aquel hombre, negó que intentara vender la cadena a Gabrán y negó que supiera nada del dinero oculto bajo su cama. Llamó embustero a Gabrán. Pero ante la evidencia sólo podía sacarse una conclusión. Con todo, a Daig no dejaba de escamarle la coincidencia… pues, como vos misma habéis dicho, le parecía una coincidencia asombrosa. También le preocupaba haber visto la cadena en el cuello del marinero justo después del asesinato.

– Pero habéis dicho que él comunicó al obispo Forbassach su recelo.

– Sí.

– ¿Y Daig no hizo nada al respecto? ¿Nada comentó con Gabrán?

– Vos sois la dálaigh. Deberíais saber que Daig era un simple vigilante, y no un abogado dispuesto a hacer indagaciones. Se lo dijo a Forbassach y, de ahí en adelante, el asunto quedó en manos del obispo. Y éste tuvo suficiente con las pruebas.

– ¿Y en el juicio de Ibar no se hizo mención de nada de esto?

– No que yo sepa. Mi querido Daig se ahogó antes del juicio, así que tampoco pudo plantear sus dudas.

Fidelma se echó atrás contra el respaldo para reflexionar sobre lo que Deog le había relatado.

– En este caso, el obispo Forbassach vuelve a aparecer como juez y acusador. Es inconcebible.

– El obispo Forbassach es un buen hombre -protestó Deog.

Fidelma la miró con curiosidad y observó:

– Hay algo que me resulta fascinante. Para ser campesina y no vivir en Fearna, estáis muy al corriente de cuanto se hace y deshace por allí, y parece que tenéis un trato muy estrecho con personas influyentes.

Deog resopló por la nariz con desdén.

– ¿Acaso Daig no era mi esposo? Él me mantenía informada de lo que hacía en Fearna. ¿Acaso lo que acabo de contar no responde a vuestras preguntas?

– Desde luego. Pero vos sabéis más de lo que os contaba vuestro esposo. Me consta que recibís visitas del obispo Forbassach y la abadesa Fainder.

Deog se puso nerviosa de pronto.

– Así que lo sabéis.

– Exactamente -respondió Fidelma, esbozando una sonrisa-. La abadesa Fainder sube a caballo para veros con frecuencia, ¿no es así?

– No lo negaré.

– Con todos los respetos, ¿qué trae por aquí tan a menudo a la abadesa Fainder? ¿Qué necesidad puede tener de contaros a vos, la viuda de un miembro de la guardia nocturna, un hombre al que, según me dijo, apenas conocía, los detalles del juicio del hermano Ibar?

– ¿Y por qué no iba hacerlo? -preguntó Deog a la defensiva-. Fainder es mi hermana pequeña

Capítulo XIII

Eadulf no había dormido bien. El canto crepuscular de los pajarillos le hizo desistir de seguir durmiendo; prefirió levantarse y lavarse la cara con el agua fría de un cuenco junto a la cama. Mientras se secaba con una toalla, sintió una nueva determinación. Lo habían dejado en paz un día entero desde que aquel anciano, Coba, lo llevase a la fortaleza. Podía pasearse a sus anchas por allí siempre y cuando no traspasara los lindes del recinto, y cerca de él siempre había algún guardia que le respondía con monosílabos o se negaba amablemente a extenderse en sus respuestas a las preguntas de Eadulf. Cuando solicitó ver a Coba, le dijeron que «el señor del lugar» no podía recibirle. Cierto que lo habían alimentado bien, pero le irritaba que nadie le explicara qué estaba pasando. Necesitaba información.

¿Por qué Coba le había prestado asilo? ¿Sabía Fidelma adónde lo habían llevado y en qué posición legal se hallaba? Aunque Eadulf había oído hablar del maighin digona, no estaba seguro de que entendiera del todo el concepto, si bien se daba cuenta de que la tradición de dar asilo existía desde tiempos antiguos. Coba había dicho que disentía del castigo que le habían impuesto porque discordaba con la ley de Fénechus. Sin embargo, ¿era un hombre capaz de oponerse y desafiar al rey y a las autoridades supremas del reino hasta el punto de liberar a un extranjero de la celda, a las puertas de la muerte? Eadulf no las tenía todas consigo, y recelaba de los motivos del jefe.

Como si alguien hubiera escuchado sus pensamientos, oyó un sonido en la puerta y ésta se abrió. Eadulf soltó la toalla sobre la cama y vio pasar a un hombrecillo bajo, delgado y nervudo de facciones demacradas, al que nunca había visto.

– Me han dicho que entendéis nuestra lengua, sajón -dijo el hombre de pronto.

– Me desenvuelvo bien -reconoció Eadulf.

– Bien. Podéis salir. -El hombre se mostraba muy parco en palabras.

Eadulf frunció el ceño, pues no estaba seguro de haberle oído bien.

– ¿Puedo salir? -repitió.

– Estoy aquí para deciros que sois libre de salir de la fortaleza. Si bajáis hasta el río, encontraréis a una monja de Cashel que os espera.

El corazón empezó a palpitarle deprisa y su rostro se iluminó.

– ¿Fidelma? ¿Sor Fidelma?

– Así me han dicho que se llama.

– Entonces, ¿ha conseguido absolverme? ¿Ha ganado la apelación? -preguntó, sintiendo que lo invadía una sensación de júbilo y alivio.

– Yo sólo tengo órdenes de haceros llegar lo que ya he dicho -respondió el hombre sin mover un ápice las facciones descarnadas, con la mirada fija y oscura.

– Bien, amigo. En tal caso, parto dándoos mi bendición. Pero ¿y el anciano jefe? ¿Cómo puedo agradecer el favor de haberme traído aquí?

– El jefe no está. No hay necesidad de agradecerle nada. Salid sin más demora y en silencio. Vuestra amiga os espera.

Dio estas instrucciones sin emoción alguna en el tono. Se hizo a un lado y no hizo ningún amago de estrechar la mano que Eadulf le tendió.

Éste se encogió de hombros y miró en derredor del cuarto. No tenía nada que llevarse. Todas sus pertenencias se encontraban en la abadía.

– En tal caso, decid a vuestro jefe que estoy en deuda con él y que me aseguraré de corresponderle.

– No tiene importancia -respondió el hombre de semblante zorruno.