Eadulf salió del cuarto, y el hombre lo siguió afuera. La fortaleza parecía desierta a la luz fría y blanquecina de un raso amanecer otoñal. Una capa de escarcha cubría el suelo, que resbalaba bajo las suelas de cuero de las sandalias. Al ver el vaho que despedía por la boca, se dio cuenta del frío que hacía realmente.
– ¿Puedo tomar una capa prestada? -pidió con amabilidad-. Hace frío, y confiscaron el mío en la abadía.
El hombre se impacientaba.
– Vuestra amiga trae ropa para el viaje. No os demoréis. Estará empezando a impacientarse.
Habían llegado a las puertas de la fortaleza, donde había otro hombre, un centinela que se dispuso a descorrer las trancas y abrir la portalada.
– ¿No hay nadie a quien pueda expresar mi gratitud por darme asilo aquí? -insistió Eadulf, pues no le parecía nada cortés irse de la fortaleza de aquella manera.
Tuvo la impresión de que el hombre iba a hacer una observación aguda, pero una curiosa sonrisa asomó en aquel rostro cadavérico.
– Podréis expresarle vuestra gratitud antes de lo que creéis, sajón.
La portalada se abrió de par en par.
– Vuestra amiga os espera ahí abajo, en el río -repitió-. Podéis marcharos.
A Eadulf le pareció un tipo hosco, pero incluso así le sonrió con gratitud y se apresuró a cruzar la puerta. Ante él se extendía un camino sinuoso, que descendía en pendiente desde el otero en el que se alzaba la fortaleza y se adentraba en una zona boscosa a través de la cual se distinguía la franja gris de agua, a unos cientos metros de allí.
Se detuvo para volverse a preguntar:
– ¿Recto por el camino? ¿Ahí me espera sor Fidelma?
– Ahí abajo, en el río -repitió el hombre desde la puerta.
Eadulf se volvió para tomar el camino escarchado. El suelo resbalaba, pero la única alternativa era andar por el centro, donde el fango se mezclaba con bosta de caballo. De modo que prefirió avanzar por un lado, si bien la pendiente le hacía bajar más deprisa de lo que habría querido. Al poco rato sucedió lo inevitable. De súbito resbaló y cayó al suelo.
Sin embargo, ese tropiezo le salvó la vida.
La caída le hizo levantar los pies por delante, lo cual le llevó a caer de espaldas en el momento preciso en que dos flechas pasaban de largo para clavarse con un fuerte golpe seco contra un árbol.
Eadulf miró las flechas un momento, estupefacto. Acto seguido rodó sobre sí mismo a un lado y miró atrás.
El hombre de rostro enjuto que le había invitado a salir estaba colocando otra flecha contra la varilla del arco. A él se había unido otro hombre con todo el aspecto de un arquero profesional, que ya estaba disparando otra flecha. Eadulf volvió a rodar sobre sí, esta vez fuera del camino, se levantó torpe y apresuradamente y se arrojó a la maleza. Oyó el zumbido de la vara al rozarle la oreja.
De pronto echó a correr; a correr por su vida. No pensó ni en cómo ni en por qué; no trató de entender qué había pasado. Un instinto de conservación animal se impuso sobre sus procesos mentales. Simplemente corría abriéndose paso por el bosque, mientras alguna recóndita parte de su mente pronunciaba una oración de agradecimiento por que los árboles y matorrales fueran de hoja perenne y, por tanto, le protegieran de los agresores. Sin embargo, la escarcha no estaba de su parte. Sabía que a su paso dejaba huellas, y rezaba para que saliera el sol y la deshiciera. Si no salía pronto, tendría que encontrar terreno donde se hubiera formado escarcha.
Inevitablemente se dirigía hacia el río. Sabía que el aire situado cerca del agua corriente era a veces más cálido. ¿Estaría Fidelma esperándole?
Soltó una risotada sardónica.
¡Claro que no! Todo había sido una artimaña para matarle. Pero ¿por qué? De pronto se dio cuenta de que tenían la ley de su parte. ¿Qué dictaba el maighin digoná? Le habían dado asilo a condición de que permaneciera en los límites de la fortaleza del protector. El dueño de un refugio estaba obligado a no permitir huir al fugitivo y, si sucedía, se le responsabilizaría del delito original.
Eadulf gruñó, angustiado, sin dejar de correr entre la maleza. Había caído en la trampa. Le habían invitado a marcharse, pero ahora cualquiera podía matarlo por ser un fugitivo que había violado las leyes de asilo. Les había concedido la oportunidad legal de matarle. Pero ¿quiénes eran? ¿Se trataba acaso de algún ardid del propio Coba para aniquilarlo? Si era así, ¿para qué se habría tomado la molestia de rescatarlo? No tenía sentido.
Llegó a la orilla del río y, como esperaba, el aire era más cálido y la escarcha se estaba disipando. El pálido sol estaba ascendiendo y dentro de poco la disolvería por entero. Se detuvo a escuchar: desde allí oía a sus perseguidores aproximándose. Arrancó a correr bordeando el río, mirando aquí y allá en busca de un lugar donde ponerse a cubierto. Sabía que no tardarían en salir de entre los árboles, que tenía que apartarse de la orilla.
Más adelante vio unos enebros no muy grandes y un terreno frondoso de acebos, cuyas gruesas hojas verdes se alzaban formando un cono y las bayas rojas mostraban cuáles eran del sexo femenino. Eadulf sabía muy bien que las espinas puntiagudas de las hojas inferiores -estrategia natural del árbol para protegerse de animales fisgones- le causarían heridas dolorosas, pero no había a mano un lugar mejor donde esconderse.
Para entonces ya oía a los dos hombres que le seguían el rastro hablando a gritos entre ellos. Estaban muy cerca. Eadulf se apartó de la orilla y saltó a esconderse entre los enebros: cayó al suelo y se arrastró como pudo hasta llegar bajo la incómoda capa de acebos. Se tumbó lo más plano que pudo bajo el abrigo de la planta y esperó contra el suelo frío y duro con el corazón desbocado por el esfuerzo. Desde aquella posición estratégica atisbaba un tramo de la orilla y, al poco, vio a los perseguidores, que se detuvieron.
– ¡Que Dios maldiga al taimado sajón! -oyó increpar al hombre del rostro delgado.
Su compañero miró en derredor y dijo con voz taciturna:
– Puede haberse ido por cualquier lado, Gabrán. Río arriba o río abajo. Tú decides.
– ¡Que Dios lo pudra!
– Eso no es respuesta. No veo por qué hemos tenido que esperar a que saliera de la fortaleza para dispararle. ¿Por qué no podíamos haberlo matado mientras dormía?
– Porque Dau, amigo mío -explicó el otro en un tono sarcástico-, tenía que parecer que había huido del refugio, ¡por eso! Y además teníamos que sacarlo de la fortaleza de Coba antes de que se despertaran los ocupantes. El sajón cargará con la muerte del guardia al que he tenido que acallar. Será un asesinato más que añadir a su historial. Bueno, tú ve río arriba, que yo iré en sentido contrario. Tengo el barco amarrado abajo. He de subirlo antes del mediodía. Esto no me gusta nada. Mientras el sajón esté vivo, todo el plan peligra. Mejor habría sido que lo hubieran dejado en la abadía para que lo colgaran.
El hombre de rostro enjuto se separó del otro y enfiló a lo largo de la orilla sin apartar la vista del suelo en busca de las huellas de Eadulf. Su compañero se detuvo un momento, escrutó la campiña y se puso a andar en dirección contraria. Entonces se paró. Eadulf se movió, nervioso. ¿Había localizado el hombre el lugar donde se había apartado de la orilla para abrirse paso entre los enebros?
Sin perder un instante, miró a su alrededor en busca de cualquier cosa con la que defenderse. Cerca vio una vara de endrino que había caído de un árbol próximo. Eadulf extendió el brazo y lo acercó a él con las puntas de los dedos. Lo agarró con firmeza y lo levantó con cuidado, tratando de evitar las hojas puntiagudas del acebo.
El guerrero al que el otro había llamado Dau sostenía una flecha en la misma mano que el arco y estaba mirando aquí y allá en busca de pisadas.
Eadulf se dio cuenta entonces de que sólo tenía una alternativa para el siguiente movimiento. Aquel hombre iba a matarlo. No sabía muy bien por qué, pero en ese momento tampoco importaba. Lo principal era salvar la propia vida. Eadulf se movió despacio, tratando de recordar las técnicas que le había enseñado su padre de niño cuando salían a cazar en su tierra natal, la región de South Folk. Procurando evitar la urdimbre de ramas, avanzó muy despacio, bordeando el acebo a través de los enebros hasta situarse detrás de su adversario. A cada paso que daba, estaba convencido de que éste lo habría oído.