El arquero se encontraba de pie, indeciso, mirando entre árboles y arbustos, sin darse cuenta siquiera de que Eadulf se le acercaba por detrás con la vara de endrino en alto. Bastó un golpe certero para dejarlo sin conocimiento. El hombre cayó redondo, emitiendo un gruñido casi imperceptible. Eadulf esperó un instante junto al bulto inerte, agarrando con firmeza la vara, preso a atizarle otra vez. Pero no volvió a moverse.
– Perdóname, porque he pecado -murmuró, haciendo una genuflexión junto al adversario inconsciente.
Le quitó las botas de cuero y las tiró al río; lo mismo hizo con el arco y la aljaba con flechas. Le quitó el cuchillo de caza y lo hundió en su propio cinturón. También le quitó la capa de piel de cordero, pues la necesitaría si iba a caminar por campo abierto. Al menos, cuando el arquero volviera en sí, no pensaría en perseguirle al momento, desarmado como estaba y sin botas ni capa que lo abrigara. Eadulf miró al cielo, tratando de recordar la cita de Juan: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo».
Entonces se levantó, se echó el pesado abrigo sobre los hombros y se puso a andar hacia las montañas que ante él se alzaban. No estaba seguro de qué dirección le convenía tomar. Tenía presente que debía alejarse lo más posible de la fortaleza de Cam Eolaing antes de tomar decisiones en cuanto a su destino final. Si algo tenía claro era que Fidelma no había participado en aquella extraña conspiración para matarlo. E ir en su busca sería probablemente una tremenda pérdida de tiempo. Lo mejor sería encaminarse hacia el este, en dirección a la costa, e intentar embarcarse en un navío que lo llevara a la tierra de los Sajones del Oeste o a cualquier otro reino sajón. En fin, tendría tiempo de sobra para decidirlo. Pero antes debía encontrar refugio y comida.
Fidelma levantó la vista cuando llamaron a la puerta. Era Lassar, la posadera. Parecía cansada y algo nerviosa.
– Está aquí el brehon, el obispo Forbassach, otra vez. Desea hablar con vos.
Fidelma acababa de vestirse y se disponía a bajar a la sala principal de la posada para desayunar.
– Muy bien. Iré enseguida -informó a la posadera.
Abajo, sentado junto al fuego y deleitándose con la hospitalidad de la posadera, se hallaba no sólo el brehon de Laigin y obispo Forbassach, sino el anciano y canoso Coba, bó-aire de Cam Eolaing. Fidelma trató de disimular el asombro de verle en la posada aquella mañana. Al instante se percató de la presencia de otro hombre sentado delante del fuego. Se trataba de un hombre austero de edad avanzada, gesto agrio y nariz prominente. Iba ataviado con ricas vestiduras propias de un clérigo, con un crucifijo de oro ornamentado colgado al cuello. Saludó a Fidelma con frialdad y sin aprobación.
– Abad Noé -dijo Fidelma, inclinando la cabeza a modo de saludo-. Precisamente anoche estaba pensando en si tendría ocasión de veros durante mi estancia en Fearna.
– Ay, ya veis que ha sido inevitable, Fidelma.
– Desde luego -respondió ella con sequedad, y luego añadió, dirigiéndose a Forbassach-: ¿Deseáis volver a registrar mi cuarto para buscar al hermano Eadulf? Os aseguro que no se encuentra en él.
El obispo Forbassach carraspeó, al parece abochornado.
– De hecho -dijo- he venido a presentaros mis disculpas, sor Fidelma.
– ¿A presentar disculpas decís? -repitió ella, alzando la voz con incredulidad.
– Me temo que la otra noche me precipité al sacar conclusiones. Ahora sé que no ayudasteis al sajón a fugarse.
– ¿De veras? -Fidelma no sabía si asombrarse o preocuparse.
– Me temo que fui yo quien le ayudó a escapar, sor Fidelma.
Ésta volvió el cuerpo en redondo hacia Coba, que había confesado con calma y un atisbo de pesar en el tono.
– ¿Y qué interés podríais tener en ayudar al hermano Eadulf? -preguntó sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
– He venido de Cam Eolaing esta misma mañana para confesar mi acción. He sabido que el abad Noé había regresado a la abadía y estaba reunido en conferencia con el obispo Forbassach. Hemos hablado del asunto y he acompañado a Forbassach para apoyarle en sus disculpas.
Fidelma levantó las manos en señal de impotencia.
– No entiendo nada.
– Por desgracia es muy simple de explicar. Ya conocéis mi postura al respecto de infligir castigos siguiendo los dictados de los Penitenciales. No podía desentenderme y ver cómo se aplicaba otro de esos castigos cuando sostengo la opinión de que se oponen al fundamento de nuestro sistema legal.
– Yo comparto vuestra inquietud -reconoció Fidelma-. Pero ¿qué os hizo interpretar la ley por vuestra cuenta y ayudar a Eadulf a escapar?
– Si soy culpable, debo ser castigado.
El obispo Forbassach lo miró con el ceño fruncido y amenazó:
– Habréis de pagar una compensación por este acto, Coba, y perderéis vuestro precio de honor. Ya no podréis ejercer vuestras competencias jurídicas en este reino.
Impaciente por comprobar si la sospecha de que Coba había dado asilo a Eadulf era fundada, Fidelma insistió:
– ¿Qué ha sido del hermano Eadulf?
Coba lanzó una mirada al abad Noé.
– Sería aconsejable que le contarais todo a Fidelma -recomendó el abad a bote pronto.
– Bueno… dado que estoy en contra del castigo, decidí ofrecer asilo al sajón, el maighin digona de mi fortaleza…
– Dar asilo no significa ayudar a escapar a alguien de un encarcelamiento -rezongó Forbassach.
– Sin embargo, una vez dentro de los límites de la fortaleza, el asilo es aplicable -le espetó Coba.
Fidelma consideró el argumento:
– Eso es cierto. No obstante, la persona que busca asilo suele encontrar el territorio del maighin digona por su cuenta antes de pedir asilo. Ahora bien, las normas de asilo son aplicables una vez dentro de los límites del territorio del jefe que esté dispuesto a prestarlo. ¿Confirmáis, pues, mi sospecha de que el hermano Eadulf ha recibido asilo en vuestra fortaleza?
Fidelma había recuperado la confianza al suponer ahora que Eadulf se hallaba a salvo en la fortaleza de Coba y podía permanecer en ella hasta que Barrán llegara. Sin embargo, su ánimo empezó a decaer al reparar en el semblante sombrío de Coba.
– Informé al sajón de las condiciones del asilo. Pensé que las habría entendido.
– Y esas condiciones eran que debía permanecer en los límites del recinto y no intentar volver a huir -intervino el obispo Forbassach con petulancia, pues Fidelma conocía muy bien las restricciones-. Si el refugiado intenta fugarse, el dueño del santuario tiene derecho a abatirlo a fin de evitar la fuga.
Una fría sensación se apoderó de Fidelma.
– ¿Qué estáis diciendo? -quiso saber.
– Esta mañana, al levantarme, he descubierto que el sajón no estaba en su cuarto -afirmó Coba a media voz-. La portalada de la fortaleza estaba abierta, y él había desaparecido. Hemos hallado a uno de nuestros hombres junto a la entrada. Estaba muerto. Le habían golpeado a traición, por la espalda. De noche sólo hay dos guardias de vigilancia, ya que nadie ha asaltado nunca la fortaleza de Cam Eolaing. Más tarde han encontrado al otro guardia, Dau, sin conocimiento junto al río. Le habían robado el abrigo, las botas y las armas. Cuando se ha recuperado ha explicado a mis hombres que había ido tras el sajón para volver a capturarlo. Se hallaba en la orilla cuando de pronto le ha golpeado por detrás. Es evidente que el sajón tiene intención de escapar a campo traviesa.