– ¿Es posible que haya entendido por la conversación con vuestro amigo que capturaron a uno de los piratas?
El joven frunció el cejo como si recordara la conversación mantenida y luego negó con la cabeza.
– No es exactamente un pirata. Dicen que es un sajón que ha matado a una monja.
Fidelma se echó hacia atrás procurando evitar que la impresión se reflejara en su gesto. ¡Habían matado a una monja! Esperaba que aquel hombre no se estuviera refiriendo a Eadulf. Habían pasado nueve días desde que la noticia le llegara a aquel puerto de Iberia, lo cual significaba que el asesinato del que se acusaba a Eadulf había sucedido hacía al menos tres semanas. Le preocupaba que los hechos se hubieran precipitado y que llegara demasiado tarde para defenderlo, aun cuando su hermano había enviado un mensaje a Fianamail pidiéndole que postergara las medidas. Fuera como fuere, la idea de que Eadulf pudiera estar implicado en el asesinato de una monja era difícil de creer.
– ¿Cómo iba a cometer semejante atrocidad? ¿Sabéis cómo se llama ese sajón?
– Eso sí que no lo sé, hermana. Ni quiero saberlo. No es más que un perro sajón asesino. Es lo único que sé y que me interesa.
Fidelma miró al hombre con reprobación.
– ¿Cómo sabéis que es un perro asesino, como decís, si no conocéis los detalles? Sapiens nihil affirmat quod non probat.
El pastor quedó desconcertado. Fidelma se disculpó al instante por la arrogancia de citar en latín a un pastor.
– «Un hombre prudente no afirma que algo es verdadero hasta que no se demuestra.» Conviene esperar a que el juez dicte la sentencia.
– Pero si los hechos ya se conocen. Ni siquiera los otros religiosos están por la labor de defenderle. Dicen que el sajón era un monje, así que, por ser uno de ellos, cabía esperar que quisieran tapar su acto de depravación. Se merece el castigo.
Fidelma se lo quedó mirando, irritada por su actitud.
– En eso no consiste la justicia -dijo con calma-. Un hombre debe ser juzgado antes de ser condenado y castigado. No se puede castigar a una persona antes de que la juzguen los brehons.
– Pero es que ya lo han juzgado, hermana. Ya lo han juzgado y condenado.
– ¿Que ya lo han juzgado decís? -Fidelma no fue capaz de disimular su turbación.
– En Fearna corre el rumor de que ya lo han juzgado y que lo han declarado culpable. Y que el brehon del rey está satisfecho con la condena.
– ¿El brehon del rey? ¿Su juez supremo? ¿Os referís al obispo Forbassach? -Fidelma estaba haciendo un esfuerzo por mantener la calma.
– Ese mismo. ¿Le conocéis?
– Sí.
Fidelma lo recordó con rencor. El obispo Forbassach era un viejo adversario suyo. Tenía que haber imaginado que intervendría en el juicio.
– Si han declarado culpable al sajón, ¿se sabe algo ya del castigo? ¿Cuál será el precio de honor que tendrá que pagar? ¿Qué compensación se le exige?
Bajo la ley, cualquier persona declarada culpable de homicidio o de cualquier otro delito tenía que pagar una compensación. Era una suerte de multa llamada eric. Cada persona de una comunidad tenía un precio de honor según su categoría y condición. El autor tenía que pagar la compensación a la víctima o, en caso de asesinato, a los parientes de ésta, así como las costas del juicio. En ocasiones, según la gravedad del delito, el culpable perdía todos sus derechos civiles y tenía que trabajar para la comunidad para rehabilitarse. Si no lo hacía, podía ser rebajado a la categoría de mero peón itinerante, condición apenas mejor que la de esclavo. Éstos recibían el nombre de daer-fudir. Sin embargo, la ley estipulaba sabiamente: «la muerte de un hombre extingue sus deudas». Así, los hijos del condenado recuperaban su lugar en la sociedad y el mismo precio de honor del que su padre o su madre habían gozado antes de ser declarados culpables del delito.
El pastor miraba a Fidelma como si le sorprendiera la pregunta.
– No han pedido ninguna multa eric -respondió al fin.
Fidelma no lo entendía y así se lo hizo saber.
– ¿Y de qué castigo están hablando?
El pastor dejó sobre la mesa la taza vacía y, limpiándose la boca con la manga, se levantó para marcharse.
– El rey ha declarado que el juicio debería hacerse de acuerdo con los nuevos Penitenciales cristianos, ese nuevo sistema de leyes que dicen que viene de Roma. El sajón ha sido condenado a muerte. Creo que ya lo han colgado.
Capítulo II
Por las puertas de roble tachonado de la capilla, los monjes salieron en lenta procesión al patio principal de la abadía bajo el velo de una luz gris y fría. Era un patio grande, enlosado con piedras de granito oscuro, pero los cuatro lóbregos muros de piedra de la edificación lo empequeñecían.
La hilera de monjes encapuchados, precedida por un solo hermano de la comunidad, el cual portaba una cruz de metal ornamentado, se movía pausadamente; con la cabeza gacha y las manos ocultas en los pliegues de los hábitos, iban cantando un salmo en latín. A poca distancia les seguían otras tantas monjas encapuchadas, con la cabeza baja también, que acompañaban las voces masculinas con notas más agudas, con acompasada armonía, marcando con su cadencia el contrapunto. El efecto que creaba el conjunto era un eco fantasmagórico en el espacio cerrado.
Cada uno ocupó su posición a ambos lados del patio frente a una plataforma de madera sobre la que se alzaba una extraña construcción de tres postes verticales que sostenían un triángulo de vigas.
De una de ellas colgaba una cuerda anudada como una soga. Justo debajo había una banqueta de tres patas. Junto a este siniestro aparato se erguía un hombre alto de pie, con los pies separados. Estaba desnudo de cintura para arriba, con unos brazos toscos y musculosos cruzados sobre un pecho ancho y velludo. Sin reflejar ninguna emoción, contemplaba la procesión religiosa, asumiendo de modo impasible y sin vergüenza alguna la labor que le tocaba realizar en aquella macabra plataforma.
Por la puerta de la capilla salieron otros dos religiosos, un hombre y una mujer, que se acercaron pausadamente y con naturalidad a la plataforma. El cuerpo delgado de la mujer sugería cierta altura, aunque de cerca era de mediana estatura, y sus rasgos oscuros y un tanto arrogantes hacían de ella una presencia imponente. El hábito y el crucifijo ornamentado que portaba en una cadena, alrededor del cuello, revelaban su alto cargo eclesiástico. A su lado iba un hombre de baja estatura y rostro adusto y ceniciento. Su vestimenta también revelaba una alta posición eclesiástica.
Se detuvieron en seco entre las dos hileras de monjes, frente a la plataforma. El canto se extinguió cuando la mujer alzó la mano de manera casi imperceptible.
Una monja se adelantó con diligencia y se detuvo ante ella, inclinando la cabeza con respeto.
– ¿Podemos proceder ya, hermana? -le preguntó la religiosa ricamente ataviada.
– Todo está preparado, madre abadesa.
– Procedamos, pues, con la gracia de Dios.
La monja miró hacia la puerta abierta al fondo del patio y levantó la mano.
La puerta se abrió casi al instante y dos hombres bajos y fornidos -dos monjes, como indicaban los hábitos- la cruzaron llevando a rastras a un joven en medio, también vestido con hábito, aunque rasgado y manchado. Estaba pálido y los labios le temblaban por el miedo. Su cuerpo se sacudió con sollozos incontrolables al ser arrastrado a través de las losas del patio hacia el grupo expectante. El trío se detuvo ante la abadesa y compañía.
Se impuso el silencio unos instantes, perturbado solamente por los sollozos angustiosos del joven.
– Bien, hermano Ibar -dijo la mujer con voz dura e implacable-, ¿confesaréis vuestra culpa ahora que os halláis en el umbral de vuestro viaje al Otro Mundo?
El joven empezó a farfullar palabras sin sentido. Estaba demasiado asustado para ser capaz de expresar nada mejor.