Coba miró a Fidelma con tristeza.
– Me pareció que estaba haciendo lo correcto, sor Fidelma -le dijo, avergonzado.
– ¿Estáis seguro de que el hermano Eadulf estaba al corriente de las limitaciones del maighin digona? Aunque ha pasado mucho tiempo en nuestro país, sigue siendo extranjero, y a veces puede confundir nuestras leyes.
Coba movió la cabeza con un gesto comprensivo:
– Esa explicación no vale para sus acciones, hermana -respondió-. Cuando llegamos a mi fortaleza ayer, le expliqué con minucia las consecuencias que habría si intentaba escapar. Seguí el procedimiento con sumo cuidado y anoche envié un mensaje a la abadía en el que informaba a la abadesa de lo que había hecho.
– Entonces, ¿la abadesa ya sabía anoche que habíais trasladado a Eadulf a la fortaleza? -preguntó el abad Noé.
– Así es -confirmó Coba-, seguí los procedimientos de la ley con sumo cuidado. Estoy seguro de que el sajón lo entendió bien. Desearía poder daros algún consuelo en este asunto, hermana.
– Ignorantia kgis neminen excusat -musitó el abad.
– Pero la ignorancia de la ley en el caso de un extranjero -contrapuso Coba- podría considerarse una atenuante.
– Es impropio de Eadulf cometer un acto semejante -susurró Fidelma casi para sí misma.
– Según vos, hermana -dijo el abad Noé con semblante adusto-, ¿es impropio del sajón que violara y matara a una joven novicia? Quizá no lo conocéis tan bien como pensáis…
Fidelma levantó la cabeza para mirar los ojos a su antiguo antagonista.
– Tal vez haya cierta verdad en ello -reconoció-, pero si no la hay, como así creo, es evidente que en este lugar está sucediendo algo extraño. Y pienso sacar a la luz hasta el último aspecto de este asunto.
El abad sonrió sin humor.
– La vida es extraña, Fidelma -apostilló-. Es el crisol de Dios en el que estamos para poner a prueba nuestras almas. Ignis aurum probat, miseria fortes viros.
– El fuego pone a prueba el oro, la adversidad pone a prueba a los fuertes -repitió Fidelma en un murmullo-. La cita de Séneca encierra mucha sabiduría.
El abad Noé se puso en pie inesperadamente frente a Fidelma. La miró con una expresión intensa.
– Hemos tenido nuestras diferencias en el pasado, Fidelma de Cashel -le recordó.
– Así es -concedió ella.
– Sea inocente o no vuestro amigo sajón, quiero que sepáis que me preocupo por la Iglesia de este reino y no quiero que nada la perjudique. En ocasiones, la abadesa Fainder puede ser demasiado entusiasta al defender la doctrina de los Penitenciales; podríamos decir que es una fanática. Y lo digo pese a que es prima lejana mía.
Fidelma levantó la cabeza con curiosidad al oír aquella afirmación.
– ¿La abadesa Fainder es prima vuestra?
– Claro. Por eso cumple con los requisitos para dirigir la abadía. Lo cierto es que ve las cosas con la simple óptica del bien y del mal; sólo las ve blancas o negras, sin sutilezas ni colores intermedios. Vos y yo sabemos que la vida no consiste sólo en extremos.
Fidelma lo miró con extrañeza.
– Creo que no entiendo a qué os referís, abad Noé. Si recuerdo bien, nunca habéis sido partidario de la doctrina de Roma.
El abad de rostro cenceño suspiró y agachó la cabeza.
– Un buen argumento puede convencer a un hombre -reconoció-. He pasado muchos años meditando sobre todos los argumentos. Seguí con interés el debate de Whitby. Defiendo que Cristo dio las llaves del cielo a Pedro y le ordenó que levantara su Iglesia, y que Pedro así lo hizo en Roma, donde sufrió el martirio. Ya no tengo intención de seguir haciéndolo. Lo que digo es que las personas eligen diferentes caminos para llegar a sus objetivos. Para convencer a algunas personas hay que darles argumentos y no órdenes. Yo me convencí tras muchos años meditando sobre los argumentos. Cada uno debe seguir el mismo camino, sin que se le obligue a cambiar. Pero, ay, soy la única voz en estos concilios.
Dicho esto, salió de la posada sin añadir nada más.
Confuso, Coba guardó unos momentos de silencio y luego miró a Fidelma.
– Debo regresar a mi fortaleza -anunció-. He organizado una busca y captura del sajón. Lamento lo de vuestro amigo, hermana. Como dice un viejo refrán, más vale que los amigos se aparten de un hombre desafortunado. Lamento de veras que las cosas hayan resultado de este modo.
Y salió.
Alguien tosió detrás de Fidelma. Allí estaban Dego y Enda, que habían bajado a la sala.
– ¿Lo habéis oído todo? -les preguntó.
– Todo no -confesó Dego-, pero suficiente para saber que el más viejo, Coba, dio asilo al hermano Eadulf y que ahora éste ha huido de la fortaleza. Eso no es nada bueno.
– No, en absoluto -reconoció Fidelma con solemnidad.
– ¿Y de Gabrán? -se interesó Enda-. ¿Qué han dicho de él?
Fidelma les relató con presteza cuanto habían dicho del marinero.
Tomaron buena parte del desayuno en silencio. En la posada no había nadie más o, cuando menos, nadie bajó a desayunar en su presencia.
Capítulo XIV
Hacia el mediodía, Eadulf empezó a notar las punzadas del hambre. Todavía hacía mucho frío, pero la escarcha se había disipado del todo, y el sol de la mañana extendía una agradable calidez allí donde no había sombra. Pero era un calor aparente, pues tan pronto una nube tapaba el sol o un árbol impedía el paso de los rayos, el frío volvía a ser intenso. Eadulf se colocó mejor el abrigo sobre los hombros y dio gracias a Dios por habérselo robado al asaltante.
Había seguido la orilla del amplio río hacia el norte a lo largo de un kilómetro a través de un valle, alejándose de Cam Eolaing, hasta que el caudal empezó a estrecharse. Las colinas se alzaban en laderas escarpadas a diestro y siniestro; eran elevadas y oscuras a pesar del pálido sol. Algo más adelante se encontró con una curiosa confluencia de aguas. Al río afluían por igual, aunque no a la misma altura, dos arroyuelos impetuosos: uno procedía del sureste y el otro del oeste, descendiendo desde las colinas circundantes a través de valles menores.
Eadulf miró con cautela a su alrededor antes de dejarse caer sobre un árbol caído para reposar unos momentos. El sol bañaba el tronco entero.
– Ha llegado el momento de tomar una decisión -murmuró para sí-. ¿Qué dirección debo seguir?
Si cruzaba el río principal y se encaminaba hacia el este por el valle, intuía que iría a parar al mar, que no podía quedar a más de diez kilómetros de allí. Una vez en la costa, podría ponerse a salvo en un barco que zarpara a su país. Era muy tentador ir en aquella dirección, buscar un barco y salir de Laigin… pero Fidelma ocupaba sus pensamientos.
Su amiga había regresado de una peregrinación al sepulcro de Santiago en cuanto supo que estaba en apuros, y había regresado para defenderle. No podía abandonarla ahora, marcharse sin verla, irse del país y que ella creyera que no… Frunció el ceño. ¿Que creyera que no…? La complejidad de sus propios pensamientos lo abrumó. Entonces se decidió. Fidelma todavía estaba en Fearna. No tenía alternativa: debía regresar y encontrarla.
– ¡Utfata trahunt! -musitó, poniéndose de pie.
La expresión latina, que significaba «adónde te lleve la suerte», reflejaba sus circunstancias, pues poco control tenía sobre su propio destino. Pensó que era el único modo que halló de explicar la sensación de que la decisión ya se ha había tomado por él.
Sin apartarse de la ribera, giró y siguió por la orilla del arroyo, en sentido contrario a las aguas impetuosas, en dirección a las colinas. A pocos kilómetros de allí, los montes se escarpaban en fila, extendiéndose sus cumbres redondas como una barrera ante él. No tenía ningún plan; no sabía de qué manera se pondría en contacto con Fidelma una vez en Fearna. De hecho, al saber que ya no estaba en la abadía, su amiga incluso podía haber partido ya. La idea le fastidió. Pero no podía marcharse sin al menos intentar ponerse en contacto con ella. Dejó la decisión en manos del destino.