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* * *

Dego y Enda cruzaron miradas de preocupación.

Desde que habían terminado el desayuno, Fidelma se hallaba en un profundo estado de meditación. Los dos jóvenes guerreros se impacientaban.

– ¿Y ahora, señora? -preguntó Dego al fin con un buen tono de voz-. ¿Qué debemos hacer?

Fidelma tardó unos segundos en reaccionar. Miró sin ninguna expresión a Dego antes de asimilar la respuesta, y a continuación miró a sus compañeros con una sonrisa de disculpa.

– Perdonadme -les dijo, contrita-. No dejo de dar vueltas a los hechos y no consigo vislumbrar siquiera el hilo conductor de los mismos, y mucho menos el motivo por el cual han matado a esas personas.

– ¿Tan importante es averiguar el motivo?

– Descubrid el motivo y seguramente descubriréis al culpable -afirmó ella.

– ¿No resolvimos la otra noche que Gabrán parecía ser el hilo conductor? -le recordó Enda.

– Precisamente he estado analizando qué papel podría desempeñar en este misterio.

– ¿Por qué no vamos en busca de Gabrán y se lo preguntamos a él personalmente? -propuso Enda.

La franqueza del guerrero hizo reír un poco a Fidelma.

– Mientras yo pierdo el tiempo tratando de reunir las piezas de este rompecabezas, vos dais en el clavo. Acabáis de recordarme que estoy descuidando mi propia regla: no dar nada por sentado hasta haber reunido todos los hechos.

Dego y Enda se pusieron de pie a la vez, con entusiasmo.

– Vayamos pues en busca de ese marinero de agua dulce, ya que cuanto antes lo encontremos, señora, antes conoceréis los hechos -dijo Deog.

* * *

Una columna de humo ascendía de un bosquecillo a poca distancia de donde Eadulf se hallaba. «Será el humo de una hoguera», pensó. El hambre, el frío y el cansancio decidieron por él. Se abrió paso entre los árboles y fue a parar a un claro en el que había una cabaña junto a un riachuelo. Era una estructura maciza de piedra, con un techo bajo cubierto de paja. Se detuvo al darse cuenta de algo raro. El claro era muy plano, como si además hubieran eliminado cualquier obstáculo salvo el representado por unos gruesos postes clavados en el suelo en diversas partes alrededor de la cabaña, equidistantes entre sí. Era como si la disposición siguiera un orden. Sobre cada uno de ellos se habían tallado muescas.

Eadulf había pasado suficiente tiempo en los cinco reinos de Éireann para saber que las muescas eran orgham, la antigua escritura, llamada así por el antiguo dios de la cultura y la educación, Ogma. Fidelma sabía leerla con facilidad, pero él nunca había llegado a dominarla, pues representaba palabras arcaicas y crípticas. Se preguntó qué simbolizarían aquellas estacas. Al principio creyó que había ido a parar a la casa de un carpintero, pero nunca había visto una con aquella extraña estructura de postes a su alrededor.

Avanzó unos pasos sobre una capa de hojas otoñales muertas y secas que, al parecer, estaban dispuestas en profusión a cierta distancia de la cabaña; curiosamente, entre ésta y las hojas quedaba un espacio limpio, sin hojas. Eadulf estaba perplejo, pero dio otro paso adelante, sintiendo el crujido bajo los pies.

– ¿Quién va? -preguntó de súbito una potente voz masculina, y un hombre apareció por la puerta de la cabaña.

Era de mediana altura y cabello largo y pajizo. La sombra del umbral le tapaba el rostro, aunque Eadulf distinguió la corpulencia propia de un guerrero, impresión que confirmó la postura de su cuerpo, preparado para hacer frente a cualquier amenaza.

– Un hombre con hambre y frío -respondió Eadulf a la ligera y dio otro paso adelante.

– ¡No os mováis de donde estáis! -exclamó el hombre con brusquedad-. Quedaos donde están las hojas.

Eadulf frunció el ceño, extrañado por la petición.

– No voy a haceros daño -aseguró, pensando que aquel hombre estaba algo desquiciado.

– Sois extranjero… sajón, por vuestro acento. ¿Estáis solo?

– Como podéis ver… -respondió Eadulf, cada vez más desconcertado.

– ¿Estáis solo? -insistió el otro.

Eadulf perdió la paciencia y preguntó con sarcasmo:

– ¿Acaso no confiáis en lo que ven vuestros ojos? Claro que estoy solo.

El hombre inclinó levemente la cabeza, y su cara salió de la sombra. Era un rostro que había sido hermoso, pero una quemadura cicatrizada le cruzaba la frente y los ojos.

– Pero… ¡si sois ciego! -exclamó Eadulf con sorpresa.

El hombre se echó atrás, nervioso.

Eadulf levantó una mano con la palma abierta en son de paz y, acto seguido, percatándose de que era una seña inútil, la dejó caer.

– No tengáis miedo. Estoy solo. Soy el hermano…

Vaciló un momento, pues su nombre podría haber cruzado el reino y haber llegado incluso a oídos de un ciego.

– Soy un hermano sajón de la fe.

El hombre inclinó la cabeza a un lado.

– No parece que estéis dispuesto a decirme cómo os llamáis. ¿A qué se debe? -preguntó con hosquedad.

Eadulf miró a su alrededor. Parecía un lugar bastante aislado, y parecía que el ciego tampoco le haría daño.

– Eadulf. Me llamo Eadulf.

– ¿Y estáis solo?

– Así es.

– ¿Y qué hacéis solo por estos lares? Es inhóspito y recóndito. ¿Qué trae a un clérigo sajón por estas colinas?

– Es una larga historia -respondió Eadulf.

– Tengo tiempo de sobra -replicó a su vez el otro con gravedad.

– Pero estoy cansado y, sobre todo, tengo hambre y frío.

El hombre vaciló, como si tomara una decisión.

– Yo me llamo Dalbach. Esta es mi cabaña. Os invito a pasar y tomar un caldo. Es de carne de tejón y está recién hecho. Tengo pan y aguamiel para acompañarlo.

– ¿Carne de tejón? Suena delicioso, desde luego -observó Eadulf.

Sabía que mucha gente de Éireann lo consideraba un plato exquisito. Si no recordaba mal, en el antiguo cuento, Molling el Veloz prometía, en señal de aprecio al gran guerrero Fionn Mac Cumhail, buscarle un plato de carne de tejón.

– Mientras comemos podéis contarme vuestra historia, hermano Eadulf. Ahora caminad en línea recta, derecho a mí.

Eadulf avanzó hacia él, y Dalbach le tendió la mano para saludarle. Eadulf le dio la suya. El ciego le dio un apretón firme y, sin soltarlo, levantó la otra para tocar ligeramente el rostro de Eadulf a fin de asimilar sus facciones. Eadulf no se asustó: recordaba el caso de Móen, el sordomudo ciego de Araglin, que «veía» con el tacto. Esperó con paciencia a que el hombre quedara satisfecho con su reconocimiento.

– Estáis avezado a la excesiva curiosidad de los ciegos, hermano sajón -observó el ciego al fin, soltándole la mano.

– Sé que sólo queréis «ver» mis rasgos -asintió Eadulf.

El hombre sonrió. Era la primera vez que lo hacía.

– Se puede saber mucho del rostro de una persona. Confío en vos, hermano sajón. Tenéis rasgos amables.

– Es una forma cortés de describir la falta de belleza -señaló Eadulf con una sonrisa burlona.

– ¿Eso os atormenta? ¿Que no tengáis la suerte de ser bien parecido?

Eadulf advirtió que era un hombre avispado y nada se le escapaba.

– Todos somos un poco vanidosos, hasta los más feos como yo.

– Vanitas vanitatum, omnis vanitas -citó el ciego con una carcajada.

– Eclesiastés -reconoció Eadulf-. Vanidad de vanidades, todo es vanidad.

– Ésta es mi casa. Pasad.