Dicho esto, el hombre dio media vuelta y entró en la cabaña. Eadulf quedó impresionado con el orden reinante. Dalbach se movía entre los obstáculos con experta precisión. Eadulf pensó que los muebles debían de estar colocados de manera que Dalbach pudiera recordar su posición.
– Dejad el abrigo sobre el respaldo de la silla y sentaos a la mesa -sugirió el anfitrión al tiempo que se dirigía hacia una caldera colgada sobre un fuego radiante. Eadulf se quitó el abrigo de oveja. Luego contempló cómo Dalbach cogía un cuenco de una balda y vertía el caldo con destreza. Fue directamente a la mesa y lo dejó encima, casi delante de Eadulf.
– Disculpadme si cometo algún error. -Le sonrió-. Acercaos el cuenco y coged una cuchara que debería haber sobre la mesa. También hay pan.
Desde luego que lo había, y Eadulf apenas si tuvo tiempo de murmurar un gratias antes de ponerse a comer.
– Veo que no mentíais, sajón -observó Dalbach al volver a la mesa con un cuenco de caldo e inclinó la cabeza para escuchar bien.
– ¿Que no mentía? -farfulló Eadulf entre cucharada y cucharada.
– Sin duda teníais mucha hambre.
– Gracias por vuestra generosa hospitalidad, amigo Dalbach, el hambre empieza a menguar y vuelvo a entrar en calor. Hoy hace un día muy frío. El Señor debe de haber guiado mis pasos hasta vuestra cabaña. Aunque sí que es un lugar remoto para… para…
– ¿Para un ciego, hermano Eadulf? No temáis usar la palabra.
– ¿Qué os hizo elegir este apartado lugar para vivir?
Dalbach torció la boca con un gesto cínico que no le favorecía.
– Más que elegir el lugar, el lugar me eligió a mí.
– No entiendo qué queréis decir. Yo habría dicho que la vida en una aldea o una ciudad sería más fácil por tener personas cerca en caso de necesitar ayuda.
– Tengo prohibido vivir en ellas.
– ¿Prohibido?
Eadulf miró a su anfitrión con inquietud. Sabía que en su propio país se prohibía a los leprosos vivir en pueblos y ciudades. Pero Dalbach no parecía padecer lepra.
– Soy un desterrado -explicó Dalbach-. Me cegaron y me forzaron a alejarme de mi gente, obligándome a valerme por mí mismo.
– ¿Os cegaron?
Dalbach se pasó una mano por la cicatriz que le cruzaba los ojos y sonrió sardónicamente.
– ¿No creeríais que nací así, hermano Eadulf?
– ¿Y cómo os cegaron y por qué?
– Soy hijo de Crimfhann, que gobernó este reino treinta años atrás. A su muerte, su primo Faelán reivindicó la corona…
– ¿El mismo rey de Laigin que murió el año pasado y cuyo trono heredó el joven Fianamail?
Dalbach inclinó la cabeza.
– Me consta que el sistema de sucesión de la realeza sajona es muy distinto al nuestro. ¿Estáis al corriente de nuestra ley brehon de sucesión?
– Lo estoy. El hombre más apropiado entre la familia real es elegido por su derbhfine para ser el rey.
– Así es. El derbhfine es el colegio electoral formado por los integrantes de la familia, y está constituido por tres generaciones masculinas descendientes de un bisabuelo común. Por entonces yo era un muchacho, un guerrero, y no hacía mucho que había alcanzado la edad de elegir. Faelán tenía el trono asegurado cuando fue elegido, pero con el paso de los años se obsesionó con la idea de que alguien hiciera peligrar su posición y pensó que sólo había un hombre que podía hacerlo: yo. Mandó que me apresaran una noche y que me pusieran un atizador al rojo vivo sobre los ojos para incapacitarme e impedir que el derbhfine me tomara en consideración para cualquier cargo real. Luego tuve que arreglármelas solo: me prohibieron vivir en cualquier pueblo o ciudad del reino de Laigin.
La historia de Dalbach no asombró al hermano Eadulf, pues sabía que aquellas cosas sucedían a menudo. Entre los reyes sajones, donde la ley dictaba que el sucesor era el varón de mayor edad, la brutalidad para hacerse con el trono era similar. Se daban casos de hermanos que se mataban entre ellos, de madres que envenenaban a sus hijos, de hijos que mataban a padres y de padres que mataban o encarcelaban a sus hijos. En los cinco reinos de Éireann, bastaba una imperfección física para prohibir que un candidato ocupara un cargo en la realeza, de manera que tal vez la brutalidad no era tanta en comparación con los sajones, que eliminaban sin más al aspirante.
– Debió de ser difícil volver a adaptarse a la vida, Dalbach -comentó Eadulf con lástima.
El ciego negó con la cabeza.
– Tengo amigos, y hasta parientes, que me prestan apoyo. Uno de mis primos es un clérigo en Fearna que viene a verme a menudo y me trae comida o regalos, si bien su conversación es limitada. Mis familiares y amigos me han ayudado a salir adelante. Ahora Faelán está muerto y ya no corro peligro. Además, llevo una vida interesante.
– ¿Interesante?
– He renunciado a la espada para componer poesía, y toco el cruit, un arpa pequeña. Estoy muy satisfecho con mi vida.
Eadulf miró con recelo el físico poderoso del hombre.
– No se desarrolla la musculatura tocando el arpa, Dalbach.
Dalbach se dio una palmada en la rodilla y soltó una carcajada.
– Sois observador, hermano. Lo cierto es que sigo haciendo ejercicio, pues en mi estado uno necesita tener un cuerpo fuerte.
– Cierto, cierto… ¡Ah!
El ciego levantó la cabeza ante la inesperada exclamación de Eadulf.
– ¿Qué sucede?
Eadulf sonrió algo compungido.
– Es que acabo de entender para qué son las estacas de ogham alrededor de la cabaña. Son una guía, ¿verdad?
– Sois observador, sin lugar a dudas, hermano Eadulf -confirmó el otro con apreciación-. Las estacas me sirven para saber, cuando salgo al claro, en qué punto cardinal me encuentro y cómo regresar a la cabaña.
– Es muy ingenioso.
– Las circunstancias lo hacen a uno ingenioso.
– ¿Y no guardáis rencor a Faelán por haberos hecho algo tan horrible?
Dalbach consideró la pregunta y, acto seguido, se encogió de hombros.
– Creo que el rencor se ha disipado. ¿No dijo Petrarca que no hay nada mortal que sea imperecedero…?
– …y no hay nada dulce que no termine en amargura -terminó Eadulf.
Dalbach se rió, encantado.
– Bueno, debo reconocer que, durante unos años, le guardé rencor. Pero cuando un hombre muere, ¿qué sentido tiene odiarle? Ahora es el nieto de mi tío Rónán Crach quien gobierna el reino. Así son las cosas.
– ¿Os referís a Fianamail? ¿Es vuestro primo?
– Los Uí Cheinnselaig son todos primos.
– ¿Y vos sois pariente cercano de Fianamail? -preguntó Eadulf sin poder disimular cierta desconfianza en el tono.
Dalbach percibió al instante el sutil cambio en su voz.
– Hace como si yo no existiera y eso mismo hago yo. No ha hecho nada por indemnizar mis daños. ¿Por qué receláis tanto de él?
A Eadulf le sorprendió que le preguntara aquello a bote pronto. Hizo memoria de que estaba ante una persona capaz de percibir mínimos matices e interpretarlos. Con todo, aquel hombre ciego le inspiraba confianza.
– Porque ha querido ejecutarme -confesó Eadulf, decidiendo que la verdad sería la vía más fácil.
No vio ningún cambio en la expresión de Dalbach. Esperó, sentado a la mesa, en silencio unos instantes y, a continuación, soltó un leve suspiro.
– He oído hablar de vos. Vos sois el sajón al que iban a colgar por violar y matar a una niña. Vuestro nombre me resultaba familiar, y ahora entiendo por qué habéis dudado en decírmelo.
– Yo no lo hice -se apresuró a defenderse Eadulf, pero entonces se dio cuenta de que tendría que haberle sorprendido que Dalbach supiera quién era-. Juro que soy inocente de esa acusación.
El ciego parecía ser capaz de leerle el pensamiento.