– Puede que viva en un lugar remoto, pero eso no quiere decir que esté solo. Ya os he dicho que tengo amigos y parientes que me traen noticias. Si no sois culpable, ¿por qué os condenaron?
– Quizá por lo mismo que os condenaron a vos a la ceguera. El miedo puede ser un gran móvil para cometer un acto injusto. Yo sólo puedo decir que no lo hice. Daría lo que fuera para conocer qué motivos hay detrás de esta falsa acusación.
Dalbach se echó atrás contra el respaldo con aire pensativo.
– Es extraño que en cierto modo una debilidad agudice otros sentidos. Hay algo en vuestro timbre de voz, hermano Eadulf, que trasluce sinceridad. Puede que sea una inmodestia por mi parte, pero aseguraría que no mentís.
– Os lo agradezco, Dalbach.
– Así que habéis esquivado a vuestros captores. Porque imagino que os estarán buscando. ¿Os dirigís hacia la costa para huir a vuestro país?
Eadulf vaciló en responder, y Dalbach enseguida añadió:
– ¡Oh!, podéis confiar en mí, que no revelaré vuestras intenciones.
– No es eso -respondió Eadulf-. Había pensado en poner rumbo a la costa. Pero lo mejor que puedo hacer es quedarme y tratar de descubrir la verdad. Eso pretendo.
Dalbach esperó callado unos momentos, hasta que dijo:
– Es todo un acto de valentía. Acabáis de confirmar mi primera impresión de que sois inocente. Si me hubierais pedido que os ayudara a llegar a la costa, enseguida habría sospechado. Decidme, ¿de qué modo puedo ayudaros a buscar la verdad?
– Tengo que volver a Fearna. Allí hay una… una persona que me ayudará.
– ¿Esa persona es Fidelma de Cashel?
Eadulf no daba crédito.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Por el mismo primo del que os he hablado. He oído mucho sobre Fidelma de Cashel. Su padre, Failbe Fland, rey de Muman, mató a mi padre cuando se alió con Faelán en la batalla de Ath Goan, en el Iarthar Lifé.
El hombre hablaba sin rencor, pero el asombro de Eadulf era cada vez mayor.
– ¿El padre de Fidelma? Pero si murió cuando ella era una niña de pecho.
– Seguramente así sería. La batalla de Ath Goan sucedió hace unos veinte años. No os preocupéis, hermano Eadulf. Las batallas entre mi padre y sus enemigos ya no me interesan. No hay enemistad entre los descendientes de Failbe Fland y yo.
– Me complace oírlo -respondió Eadulf con fervor.
– Así pues, debemos hallar un modo de ponernos en contacto con Fidelma de Cashel -sugirió Dalbach-. ¿Habéis pensado en algo?
Eadulf se encogió de hombros a la vez que caía en la cuenta de que era un movimiento carente de sentido.
– No he pensado en nada, aparte de regresar a Fearna y esperar que mi amiga siga allí. El problema es que la gente me reconocerá a la legua. Incluso con este abrigo, dudo que vaya a pasar desapercibido por mucho tiempo, dado el hábito, la tonsura de san Pedro y el acento sajón.
De súbito les llegó el toque de un cuerno de caza, que hizo dar un respingo a Eadulf.
– No os alarméis, hermano Eadulf -dijo Dalbach para tranquilizarlo, mientras se levantaba de la mesa-. Debe de ser mi primo. Quedamos en que pasaría hoy o mañana para traerme alguna dádiva.
Allí donde empezaba el bosque apareció una figura, que se detuvo antes del claro frente a la cabina.
Eadulf miró por la ventana, pero se agachó en el acto, haciendo caer la silla hacia atrás. Reconoció sin asomo de duda al hombre nervudo de rostro descarnado que lo había sacado de la cama en la fortaleza de Cam Eolaing aquella misma mañana. Era el mismo hombre que había fingido liberarlo y que luego había intentado abatirlo. Era el mismo hombre que había intentado matarlo.
Capítulo XV
– ¿Gabrán? -Sor Étromma pareció sorprenderse por la pregunta que le hizo Fidelma a las puertas de la abadía-. ¿Qué os hace pensar que yo sé dónde está?
Fidelma se impacientó un tanto con la administradora.
– Porque sois la rechtaire de la abadía. Y como Gabrán comercia regularmente con ésta, es de suponer que vos seríais la primera persona a la que preguntar acerca de su posible paradero.
Sor Étromma reconoció a regañadientes la lógica de Fidelma, pero extendió las manos para indicar que no podía ayudarla.
– Lo lamento, hermana. Es un momento difícil, y desde que el sajón se fugó ayer, la madre abadesa ha estado especialmente… -Vaciló e hizo una mueca-. De verdad: no sé dónde puede estar -dijo, y añadió con voz quejumbrosa-: De repente, todo el mundo busca a Gabrán. No lo entiendo.
– ¿Todo el mundo? -preguntó Fidelma al instante, interesada por el comentario-. ¿Qué queréis decir?
Sor Étromma volvió a formular su afirmación.
– Me refiero a que hoy varias personas me han preguntado si sabía dónde estaba. La madre abadesa, entre otras. Le he dicho hace un rato que yo no soy su posadera.
Fidelma enarcó una ceja con escepticismo, pues no se creía que aquella mujer de aspecto nervioso como un pájaro fuera capaz de contestar con semejante exabrupto a la altiva abadesa.
– ¿Decís, pues, que la abadesa Fainder ha preguntado por él esta mañana? -preguntó procurando ser amable.
– Me ha preguntado si yo sabía dónde estaba -corrigió la rechtaire.
– ¿Y no se os ocurre por dónde podría andar?
Sor Étromma lanzó un suspiro de exasperación.
– Ese hombre vive y duerme en su barco, a menos que esté demasiado borracho para regresar. Es de Cam Eolaing. No está atracado en el embarcadero de la abadía, así que podría estar en cualquier parte del río entre Cam Eolaing y el lago Garman, que queda al sur de aquí. No soy augur, así que no puedo deciros dónde se encuentra exactamente.
A Fidelma le sorprendió la irritabilidad de la rechtaire.
– Bueno, quizá tengáis alguna idea de dónde podría estar -inquirió con delicadeza.
Pareció que sor Étromma fuera a negarse a responder y acto seguido se encogió de hombros.
– La abadesa Fainder se ha inclinado por ir hacia Cam Eolaing a caballo. Por tanto, me figuro que es un buen lugar por donde empezar a buscarlo.
Cuando sor Étromma hizo amago de marcharse, Fidelma la retuvo al decirle:
– Me gustaría haceros unas preguntas para aclarar este asunto, sor Étromma. Es innegable que la abadesa Fainder os inspira animadversión. ¿A qué se debe?
La administradora la miró con desafío y respondió:
– Yo creo que es evidente.
– A veces hay cosas tan evidentes que nos pasan por alto.
– Yo tenía una ambición. Una ambición modesta, cierto. ¿Debería sentir simpatía por la persona que me arrebató esa ambición?
– Entonces tampoco debéis de tenerle simpatía al abad Noé por traer aquí a Fainder y nombrarla abadesa por encima de vos.
Sor Étromma se encogió de hombros.
– Ya no me importa -se defendió-. Ahora tengo otros planes.
– ¿Y ese mercader, el tal Gabrán? -preguntó Fidelma, cambiando de tema-. Parece que tiene una relación especial con la abadesa. El otro día entró en su cámara sin llamar.
Sor Étromma se rió con inquina.
– Eso puede atribuirse a su tosquedad y grosería. Pero es cierto: el marinero debe de tener algún trato comercial privado con ella, porque siempre que vuelve del puerto costero del lago Garman le trae vino y productos similares.
Fidelma se detuvo a reflexionar un instante antes de pasar a otra cuestión.
– La noche que mataron a la pequeña Gormgilla…
– Ya os dije cuanto sabía -la interrumpió sor Étromma de improviso.
– Querría aclarar algo. Cuando Fainder mandó que trajeran el cuerpo a la abadía y que os fueran a buscar, ¿dónde estabais exactamente? ¿Dormíais?
– No -contestó sor Étromma torciendo el gesto-. De hecho, me crucé con el médico, el hermano Miach, al que habían llamado para examinar a la niña muerta; venía de la biblioteca y me dirigía a mi cuarto.