– ¿Qué hacíais tan tarde en la biblioteca?
– Estaba allí por el abad Noé. Me había retrasado porque los mozos de cuadras me preguntaron si debían quitar los arreos al caballo del obispo Forbassach…
Fidelma estaba confusa y preguntó:
– Pensaba que habíais dicho que el abad Noé…
Sor Étromma dio un suspiro de impaciencia.
– Forbassach llegó tarde a la abadía y salió de las cuadras con prisa, sin dar instrucciones sobre qué hacer con el caballo, sin decir si iba a necesitarlo o no otra vez esa noche. Saltaba a la vista que había cabalgado con presura, porque llegó sudado. Di las instrucciones pertinentes a los mozos y me dispuse a ir a la cama…
– ¿Cuándo llegó a la abadía? ¿Antes o después de que llegara la abadesa Fainder? -preguntó Fidelma. Le parecía palmario que Forbassach y Fainder hubieran regresado por separado de Raheen, pero quería estar segura.
– Llegó poco antes de que Fainder anunciara que habían hallado el cuerpo de la niña. Se me dijo que acababa de llegar de la abadía cuando lo descubrió.
Fidelma se paró a analizar la información. Forbassach bien podría haber llegado antes del asesinato. Quizá podía tratarse de un detalle relevante.
– Así que salisteis de las cuadras y os dirigisteis a vuestra habitación -continuó.
– No. Me dirigía a mi habitación cuando oí un ruido en la biblioteca. Me asomé y vi al abad Noé. Le pregunté si se le ofrecía algo. Al fin y al cabo, soy la rechtaire.
Fidelma trató de disimular su reacción.
– De modo que el abad Noé también se hallaba en la abadía esa noche. Creía que sus dependencias estaban en la fortaleza de Fianamail.
– Me dijo que se encontraba allí para consultar unos libros antiguos.
– ¿Cuánto tiempo pasasteis allí antes de regresar a vuestra habitación?
– Apenas unos momentos. Me dijo, y de manera bastante cortante, que no se le ofrecía nada.
– ¿Y luego?
– Luego proseguí en dirección a mi cuarto, hasta que me crucé con el hermano Miach, como ya he dicho, que me dijo que la abadesa había regresado y que habían encontrado muerta a una joven novicia de la abadía. Le acompañé, y todo lo demás ya lo conocéis.
Fidelma guardó silencio unos instantes, cuando advirtió que sor Étromma la estaba mirando con gesto especulativo.
– ¿Os he aclarado algo?
– Algo, sí -concedió Fidelma con una fugaz sonrisa-. De hecho, bastante.
Fidelma regresó a la posada, donde Enda y Dego se habían quedado a ensillar los caballos para ir en busca del marinero.
– ¿Habéis averiguado dónde está? -le preguntó Enda a modo de saludo cuando la vio entrar a las cuadras.
– No exactamente. Pero antes que nada iremos a Cam Eolaing. Al parecer, la abadesa Fainder también está buscando a Gabrán y se nos ha adelantado.
– ¿La abadesa Fainder? -se interesó Dego-. ¿Para qué querrá encontrar a Gabrán?
Fidelma subió al caballo pensativa. Sin embargo, no tenía la respuesta.
Eadulf se sintió atrapado. Sabía de buena tinta que el marinero que se aproximaba no tenía buenas intenciones. Al parecer, Dalbach percibió su tensión, ya que le preguntó:
– ¿Conocéis a mi primo?
– Sé que se llama Gabrán y que ha intentado matarme esta mañana.
– Oh, así que es Gabrán -dijo-. No es primo mío, pero lo conozco. Es un mercader que pasa por aquí de vez en cuando. No veo por qué querría haceros daño, pero noto que le teméis. ¡Deprisa! Esa escalera va al desván. Subid y escondeos… yo no os traicionaré. Confiad en mí. ¡Subid ya!
Eadulf vaciló sólo un instante. No tenía otro remedio. El marinero con cara de zorro casi había alcanzado la puerta.
Eadulf cogió el abrigo del respaldo de su silla, volvió a ponerla de pie y subió por la escalera, y se escabulló por el desván.
Sabía perfectamente que su vida ahora colgaba de un hilo, porque el marinero iba armado y él estaba indefenso.
Tuvo el tiempo justo de tumbarse sobre las tablas de madera que formaban el suelo del desván, con la cabeza cerca de la trampilla por la que había pasado y que le ofrecía una perspectiva, si bien restringida, de la escena que se desarrollaba abajo. Entonces la puerta de la cabaña se abrió.
– Buenos días tengáis, Dalbach. Soy Gabrán -anunció el marinero al entrar.
Dalbach se le acercó tendiéndole la mano.
– Gabrán. Hace tiempo que no pasabais por mi casa. Buenos tengáis vos también. Venid y probad una jarra de aguamiel y contadme qué os trae por aquí.
– Con mucho gusto -respondió el otro.
El hombre se desplazó fuera del ángulo de visión de Eadulf. Éste oyó el ruido de líquido vertiéndose en una jarra de barro.
– Salud, Dalbach.
– Salud, Gabrán.
No se oyó nada durante unos momentos y luego Gabrán chasqueó los labios con apreciación.
– Esperaba encontrar por la zona a otro mercader que me trae productos de Rath Loirc. Supongo que no habréis oído nada acerca de la presencia de forasteros por la zona esta mañana, ¿no? -preguntó a Dalbach.
Eadulf se tensó, pues no estaba seguro de si aquel nuevo amigo iba a traicionarle o no.
– No, no he oído nada de ningún mercader que haya pasado por aquí -dijo Dalbach como respuesta evasiva.
– En fin. Tengo que volver al barco y enviar a uno de mis hombres a buscarlo. -Guardó silencio un momento, como si hubiera recapacitado-. ¿Y ha pasado algún otro extranjero por aquí? Hay una busca y captura de un asesino sajón que se ha fugado y anda por la región.
– ¿Un sajón, decís?
– Un asesino que se ha escapado de la fortaleza de Coba, mi señor; ha matado al guardia que ha intentado impedirle la huida y ha golpeado a otro, que ha perdido el conocimiento. Coba le había dado asilo y así ve correspondido su buen gesto.
Eadulf apretó los labios de rabia por la facilidad con que acudían las mentiras a los labios de aquel hombre.
– Parece algo horroroso -opinó Dalbach con serenidad.
– Cierto, es horroroso. Coba ha enviado a varios hombres a buscarlo. Bueno, como decía, tengo que volver al barco. Si veis al mercader que busco… pero no habéis visto a nadie, habéis dicho, ¿verdad?
– Exactamente, no he visto a nadie -concedió Dalbach.
Eadulf percibió un vislumbre de humor sombrío en su voz al recalcar el verbo: el ciego no mentía.
– De acuerdo. Gracias por el trago. Enviaré a uno de mis hombres a las colinas para buscar al mercader que tiene mi mercancía. Si por casualidad pasa por aquí, decidle que espere al hombre que enviaré. No me gustaría perder una mercancía tan valiosa…
La voz se interrumpió de súbito. Sin poder ver qué sucedía en la sala, Eadulf se tensó, alarmado.
– Si nadie ha estado por aquí, ¿cómo es que hay dos cuencos en la mesa… y las sobras de dos? -preguntó la voz de Gabrán, algo más aguda por la sospecha.
Eadulf soltó un gruñido mudo. Había olvidado retirar el caldo que había estado tomando: las sobras estaban a la vista sobre la mesa.
– Yo no he dicho que aquí no haya venido nadie. -La respuesta de Dalbach fue ágil, convincente-. Creía que sólo os referíais a forasteros. Nadie al que considere un forastero ha pasado por aquí.
Hubo un silencio tenso.
– Bueno, estaos alerta -aconsejó Gabrán acto seguido, al parecer satisfecho con la explicación-. Ese tal sajón puede tener mucha labia, pero es un asesino.
– He oído decir que el sajón es un clérigo.
– Sí, ¡pero ha violado y ha matado a una niña!
– ¡Que Dios se apiade de su alma!
– Puede que Dios se apiade de él, pero nosotros no, cuando le echemos la zarpa -respondió con mal genio-. Tened un buen día, Dalbach.
Eadulf volvió a ver al hombre pasar por su ángulo de visión y abrir la puerta.