A aquella altura, el río era ancho e infranqueable.
– Tendremos que buscar una barca para cruzar -musitó Enda, señalando lo evidente.
Dego señaló hacia una parte de la orilla donde había varias barcas alineadas.
– El herrero ha dicho que alguna de aquéllas nos cruzará a remo.
El herrero llevaba razón. No tardaron en encontrar a un leñador que se ofreció a llevarlos al otro lado por una cantidad módica. Decidieron que Enda se quedaría con los caballos y que Dego acompañaría a Fidelma a buscar a Gabrán.
A medio cruzar, el leñador miró por encima del hombro y dejó de remar.
– Gabrán no está aquí -les anunció-. ¿Queréis pasar al otro lado a pesar de todo?
– ¿Que no está, decís? -repitió Dego con un gesto severo-. Si lo sabíais, ¿por qué nos habéis hecho venir hasta aquí?
El leñador lo miró con desdén y se quejó.
– Yo no veo a través de las cosas, férvido amigo. Los amarres, que están detrás del islote, no se ven hasta llegar a media corriente. Y el Cág, su barco, no está en su amarre. Así que Gabrán no está aquí. Vive en su barco, ¿sabéis?
La explicación bajó los humos a Dego.
– Aun así, cruzaremos a la otra orilla -insistió Fidelma-. Veo unas cabañas junto a los amarres: puede que alguien sepa adónde ha ido.
En silencio, el leñador se concentró en remar otra vez. Los dejó en un amarre vacío y señaló una cabaña, diciendo que también pertenecía a Gabrán, aunque el marinero nunca se quedaba en ella. Fidelma le hizo prometer que esperaría para llevarlos de vuelta a la otra orilla cuando hubieran acabado. En la cabaña no había nadie, pero una mujer que pasaba por allí con un haz de ramitas se detuvo al verlos.
– ¿Buscáis a Gabrán, hermana? -preguntó con respeto.
– Así es.
– No vive aquí, pero la cabaña es suya. Prefiere vivir en el barco.
– Ya veo. ¿Y que su barco no esté aquí significa que él tampoco está?
La mujer asintió a la lógica de la pregunta y añadió:
– Esta mañana ha estado aquí, pero ha zarpado muy pronto. Ha habido algo de agitación en la fortaleza del jefe esta mañana.
– ¿Y Gabrán se ha visto envuelto en ella?
– Lo dudo. Tenía que ver con la fuga o algo así de un forastero. A Gabrán le interesan más sus ganancias que lo que ocurre en la fortaleza de nuestro jefe.
– Nos han dicho que el Cág hoy no ha ido aguas abajo.
La mujer señaló al norte con la cabeza.
– Entonces ha ido río arriba. Es lo lógico. ¿Sucede algo, que tanta gente está buscando hoy a Gabrán?
Fidelma ya se disponía a alejarse cuando oyó la pregunta. Volvió a mirar a la mujer y repitió:
– ¿A qué os referís con «tanta gente»?
– Bueno, no sé cómo se llama, pero no hace mucho ha pasado por aquí una mujer con alto cargo religioso preguntando por Gabrán.
– ¿Era la abadesa Fainder de Fearna?
La mujer se encogió de hombros.
– No sabría deciros. Nunca voy a Fearna… es un sitio demasiado grande y ajetreado.
– ¿Y quién más ha preguntado hoy por Gabrán?
– También ha pasado un guerrero. Se ha anunciado como comandante del la guardia del rey.
– ¿Se llamaba Mel?
– No lo ha dicho -respondió y volvió a encogerse de hombros-. Ha pasado antes incluso que la religiosa.
– ¿Y andaba buscando a Gabrán?
– Iba muy apurado. Y creo que se ha molestado mucho cuando le he dicho que el Cág se había ido. «¿Río arriba?», ha dicho. «¿Río arriba?» Y ha arrancado a cabalgar como alma que lleva el diablo.
– Supongo que no habrá mencionado para qué buscaba a Gabrán…
– No.
– De modo que si vamos río arriba en algún momento encontraremos a Gabrán.
– Eso mismo.
Fidelma esperó, pero al ver que río obtenía más información, preguntó:
– Pero este río tiene dos afluentes principales al otro lado de esos islotes. ¿Cuál deberíamos tomar?
– Veo que sois forastera en estas tierras, hermana -la reprendió la mujer-. Los barcos sólo pueden seguir una ruta. El ramal del este no es navegable, y menos para un barco del tamaño del Cág. Gabrán suele tomar la ruta norte para llegar a los poblados que hay por la orilla, donde recoge mercaderías antes de volver a bajar para venderlas.
Fidelma dio las gracias a la mujer y, con Dego a la zaga, regresó a la barca del leñador.
– En fin, parece que tendremos que coger los caballos para ir a buscar a Gabrán más arriba -anunció con un suspiro.
– ¿Por qué creéis que la abadesa le está buscando? -preguntó Dego al llegar a la barca-. ¿Y ahora Mel? ¿Están todos implicados en este misterio?
Fidelma se encogió de hombros.
– Esperemos descubrirlo pronto -dijo y sintió un escalofrío-. Hoy hace un frío glacial. Deseo que Eadulf haya encontrado un buen cobijo.
Al llegar a la barca, el leñador los esperaba recostado, envuelto en una capa de lana, y parecía estar a gusto a pesar del frío.
– Ya os aseguré que Gabrán no estaba -les dijo con una sonrisa burlona a la par que tendía una mano a Fidelma para ayudarla a mantener el equilibrio al subir a la barca, que se meció levemente.
– Así es -respondió ella sin añadir nada más.
El leñador los cruzó de vuelta en silencio.
En la orilla norte Dego pagó al hombre con la moneda que les pidió y volvió a unirse a Enda.
– El Cág ha ido río arriba -le contó-. Hemos de subir a caballo.
Enda tenía una expresión lúgubre.
– He hablado con la esposa del leñador entretanto. El ramal norte del río no es navegable a partir de dos o tres kilómetros de aquí, y el del sur tampoco a partir de uno más o menos.
– Eso es una buena noticia -respondió Fidelma, subiéndose al caballo-. Significa que tarde o temprano alcanzaremos el Cág.
– La mujer del leñador me ha dicho que por aquí ha pasado otro guerrero -añadió Enda-, que ha dejado el caballo…
– Ya lo sabemos: es Mel -lo interrumpió Dego, dándose impulso para montar.
– Por lo visto le acompañaba otro hombre, que le ha esperado en esta orilla mientras él atravesaba el río.
Fidelma espero con paciencia a que les contara más, hasta que lo instó a hacerlo con irritación.
– Bueno… ¿nos vais a decir lo que sabéis o no, Enda?
– Sí, claro. La mujer me ha dicho que era el brehon. El obispo Forbassach.
Eadulf había dejado atrás la cabaña de su nuevo amigo, Dalbach, para seguir subiendo por las montañas. El aire era frío, y empezaba a levantarse viento del sudeste. Sabía que se avecinaba mal tiempo. Desde aquella posición elevada, divisaba la sombría masa de nubes tormentosas que se estaba formando hacia el sur.
Se encaminaba derecho al norte, pues, según Dalbach le había explicado, esa dirección lo conduciría hasta un valle en el extremo este de las montañas, al otro lado de una cumbre, desde donde podría girar hacia el oeste y tomar el camino a Fearna. A pesar de su ceguera, Dalbach parecía recordar la geografía de su región con la exactitud de un hombre de ojos sanos. Los recuerdos se hallaban marcados en su mente. La campiña por la que Eadulf se estaba abriendo paso era inhóspita y accidentada, por lo que agradecía doblemente la hospitalidad de Dalbach, así como el gesto de prestarle ropa de abrigo y las botas con las que sustituir el raído hábito de lana y las sandalias. También agradecía el sombrero de lana con orejeras que Dalbach le había proporcionado; hacía juego con la capa de oveja, y se le ajustaba bien a la cabeza y le daba calor. El viento de la montaña era como una hoja que cortaba las partes más sensibles de la piel.
Avanzaba a grandes zancadas y con la cabeza gacha por el sendero, que en algunos tramos parecía desvanecerse. Tuvo que detenerse en varias ocasiones para asegurarse de que lo estaba siguiendo. No era un sendero frecuentado; eso era evidente. De vez en cuando levantaba la cabeza para mirar, pero el viento helado le daba en la cara, por lo que era más fácil caminar mirando al suelo. En una de estas rápidas miradas, se detuvo, sorprendido.