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Algo más adelante había un hombre sentado en el camino.

– ¡Vamos! -le grito éste-. Llevo mucho esperándote.

* * *

Hacía una hora que Fidelma y sus compañeros cabalgaban por la orilla norte cuando Dego tiró de las riendas y señaló con entusiasmo.

– Mirad ese barco amarrado en el embarcadero que aparece detrás de esos árboles. ¡Debe de ser el Cág!

Fidelma entornó los ojos. No muy lejos de allí había una arboleda, junto a la cual se divisaba un embarcadero con un gran barco de río amarrado. Al lado del embarcadero se veía un caballo atado. Fidelma lo reconoció al instante.

– Es el caballo de la abadesa Fainder -dijo a sus compañeros.

– Entonces supongo que, al fin, hemos encontrado a Gabrán -observó Enda.

Los tres jinetes siguieron adelante poco a poco, hasta detenerse donde pastaba el caballo de la abadesa tranquilamente. El embarcadero era el único signo de civilización en la zona. No había señal de casas u otro tipo de viviendas por allí. Era un lugar extrañamente desolado.

Del Cág no salía ningún ruido y tampoco vieron movimiento alguno. Fidelma se preguntó dónde estaría la tripulación. Supuso que se hallaría bajo la cubierta y que nadie les había oído llegar. Ataron los caballos, y los tres, encabezados por Fidelma, se acercaron al embarcadero. Era una nave larga y plana, utilizable solamente para la navegación fluvial, pues sería inestable para usarla a mar abierto.

Una vez sobre el embarcadero, Fidelma se detuvo: el silencio imperante no era normal.

Con cautela, se dirigió hacia la cabina principal, la parte más elevada y posterior de la nave, con la puerta situada al nivel de la cubierta. Se disponía a llamar, cuando oyó un sonido apenas perceptible en el interior: la intuición le dijo que algo iba mal.

Lanzó una mirada de advertencia a los guerreros, puso la mano sobre el pestillo y lo empujó muy despacio antes de abrir de golpe la puerta.

No estaba preparada para ver la escena que presenció.

En la oscura cabina había sangre por todas partes, procedente de un cuerpo despatarrado en el suelo. Pero lo que más impresionó a Fidelma fue la figura que había arrodillada junto a la cabeza del cadáver. Una figura con un cuchillo ensangrentado en la mano.

La ropa del cadáver habría revelado su identidad aun cuando Fidelma no hubiera reconocido sus facciones retorcidas en el momento de agonía previo a la muerte. Era Gabrán, el capitán del Cág. Pero la figura arrodillada con el arma homicida en la mano, que había vuelto la cabeza y miraba aterrorizada a Fidelma, era la abadesa de Fearna, la abadesa Fainder.

Capítulo XVI

– Vamos. ¡Hace mucho que te espero! -repitió el hombre, saltando de la roca donde estaba sentado para acercarse a Eadulf.

Sobresaltado, Eadulf no se movió de su sitio y escrutó a aquel hombre que había esperado sentado sobre una roca que sobresalía por encima del camino, algo más adelante. Iba vestido con ropa de campo basta. Su piel tostada y curtida indicaba que estaba acostumbrado a la intemperie. Vestía un pesado jubón de cuero sobre una gruesa chaqueta de lana, y a los pies llevaba las botas resistentes que calzaban los hombres de campo.

Eadulf no sabía si era preferible huir o quedarse y tomar medidas para defenderse. Algo más adelante, vio un carro tirado por un caballo, lo cual le hizo pensar que era inútil huir. Tensó los músculos, preparado para luchar.

El hombre se detuvo y lo miró con cara de fastidio.

– ¿Dónde está Gabrán? Creía que esta vez iba a venir él mismo.

– ¿Gabrán? -repitió Eadulf, volviéndose a mirar atrás, alarmado, sin saber cómo debía actuar-. Ha regresado al barco -respondió, decidido a decir la verdad; al fin y al cabo, eso le había oído decir a Dalbach.

– ¿Ha vuelto al río? -El hombre escupió a un lado del camino-. Así que os ha enviado solo para que recojáis la mercancía.

– Sí, vengo solo -respondió Eadulf sin mentir.

– Hace dos horas que espero. Hace frío, y no estaba seguro de si habíamos quedado aquí, en Darach Carraig, o en la cabaña de Dalbach. Pero ya veo que has venido.

– Gabrán no me ha dicho que tuviera que venir más pronto -explicó Eadulf, sintiéndose de pronto más confiado.

Se había percatado de que aquél debía de ser el hombre con las mercancías al que Gabrán había estado buscando antes, en la cabaña de Dalbach. Era evidente que aquel tipo había confundido Darach con Dalbach.

– Nadie como Gabrán para hacer que otros trabajen por él -suspiró el hombre-. Eres extranjero, ¿no?

Eadulf se puso tenso.

– Por tu acento, sajón -prosiguió el hombre con desconfianza, pero luego se encogió de hombros-. A mí me trae sin cuidado. Supongo que cargas con la mercancía aquí y la llevas hasta el país de los sajones, ¿eh?

Eadulf prefirió responder con un sonido que no le comprometiera.

– Bueno -continuó el otro- es tarde, hace frío y no quiero quedarme aquí más de lo necesario. Esta vez sólo son dos. Creo que la próxima vez buscaré por otros sitios, más lejos. Supongo que has dejado el carro al pie de la colina. ¿No te ha dicho Gabrán que el camino era franqueable hasta aquí arriba? Bueno, pero con dos no tendrás problemas. Ya me las tendré con Gabrán en Cam Eolaing, cuando regrese de la costa; cuando le veas dile que las cosas se están poniendo peliagudas. Y que ya me pagará cuando regrese. Aunque voy a subir el precio.

Eadulf movió la cabeza como si asintiera. Parecía lo único que podía hacer en aquella conversación confusa y estrambótica.

– Bien, sajón. Están en la cueva, como de costumbre. ¿Te ha dicho Gabrán dónde está?

Eadulf vaciló y negó con la cabeza.

– No exactamente -respondió.

El hombre soltó un suspiro de impaciencia, se volvió y señaló.

– Sigue doscientos metros más por este camino, amigo. Colina arriba, a tu derecha, verás una pared de roca, un precipicio no muy alto de granito. Verás la entrada a una cueva. No te pasará desapercibida. Ahí dentro está la mercancía.

El hombre miró al cielo y se subió el cuello.

– No tardará en llover. Con este frío, puede que caiga aguanieve. Me largo. No te olvides de decirle a Gabrán lo que te he dicho. La cosa está cada vez más peliaguda.

Dicho esto, volvió al carro y subió sin perder un instante. Sacudió las riendas y se metió por un sendero estrecho, casi invisible, que se desviaba al este por las colinas que se extendían al horizonte.

Confuso y afectado, Eadulf se quedó en su sitio a mirar cómo se alejaba el carro.

Obviamente, lo habían confundido con uno de los hombres de Gabrán. ¿Qué mercancía tendría que recoger el capitán en aquel lugar dejado de la mano de Dios? Darach Carraig, la roca del roble. Un nombre curioso. Echó una mirada atrás, en la dirección por la que había venido. Gabrán había mencionado que había enviado a otro hombre a buscar la mercancía. Tal vez éste venía pisándole los talones. Más le valía espabilar por si lo alcanzaba.

Echó a andar presuroso por el camino. Tras contar mentalmente los doscientos metros, miró arriba a su derecha. No muy lejos vio un grupo de rocas grandes y lisas que cubrían parte de la colina, donde ésta sobresalía formando un precipicio de granito de poca altura. Vaciló un instante y sintió una curiosidad incontenible. Cuando menos, podía subir y ver en qué consistía la peculiar mercancía de Gabrán y por qué la habían dejado en una cueva apartada, en medio de una campiña más remota aún si cabía. Miró en derredor. No vio a nadie en aquel paisaje lóbrego que empezaba a oscurecer.